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– Llego temprano -avanzó hacia ella con su andar seguro-. Porque me desperté temprano. Con una erección enorme, de paso.

Corrine se mordió el labio y aguantó donde estaba, obligándose a alzar el mentón para parecer intrépida.

– Creía que todos los hombres despertaban de esa manera.

– Sí, pero yo lo hice esperando encontrarme abrazado a una mujer cálida y dormida -casi estaba pegado a ella-. Una a la que acariciaría despacio, besaría y probaría hasta haberla despertado por completo y la tuviera retorciéndose debajo de mí, emitiendo esos sonidos suaves y desesperados, que, a propósito, son los más sexys que he oído en mi vida.

– Mike…

– Y luego, cuando la tuviera así -continuó con voz suave y sedosa-, iba a hundirme lentamente en ella, hasta…

– Para -susurró con voz débil y desesperada, mirando hacia la puerta abierta. Pero todavía no había llegado nadie. Temblaba y sudaba. Se preguntó si de verdad la consideraría sexy. Nadie le había dicho jamás esas cosas. Y estaba segura de que nadie las había pensado respecto de ella-. No podemos hacer esto aquí.

– Oh, sí que podemos -los ojos le brillaban, y a pesar de las palabras insoportablemente sensuales y de su tono suave, la expresión de la boca era sombría-. Podemos hacerlo aquí, porque no vas a permitir que lo haga en ninguna otra parte. Puede que sea lento, Corrine, pero no estúpido.

Y estaba furioso de verdad. Supuso que tenía derecho, pero también lo tenía ella. Además, ¿no le había dicho que de eso no saldría nada? No lo había engañado ni había querido herir adrede sus sentimientos.

– Comprendo que estés enfadado…

– Irritado -repitió con voz serena y razonable. Incluso asintió. Pero no dejó de acercarse-. Sí, en eso tienes razón, Corrine. Estoy enfadado.

– Lo sé -sin permitirse retroceder, llevó las manos a su espalda para apoyarse en la mesa de conferencias-. Lo sé. Pero…

– No, no creo que lo sepas -se detuvo a un centímetro de ella.

Tan cerca que Corrine tuvo que echar la cabeza atrás para mirarlo a la cara. Pero bajo ningún concepto iba a retroceder.

No retrocedía ante nadie.

– Empiezo a creer -continuó Mike -que no sabes nada sobre mí ni sobre mis sentimientos. Nada en absoluto. De hecho… -ladeó la cabeza y la estudió largo rato-. Quizá realmente seas la Reina de Hielo que afirma todo el mundo.

Las palabras la hirieron tanto que no fue capaz de abrir la boca.

– Tú… tú crees que soy la Reina de Hielo.

– Mírame a los ojos y dime que no lo eres. Dime que no estás helada a las emociones que se desbocan dentro de mí. Hazlo -suplicó en voz baja, tratando de conseguir que lo mirara.

Pero Corrine había terminado. Había terminado con esa situación y con él, porque Mike no entendía nada y no estaba dispuesta a intentar que lo hiciera. No cuando durante toda su vida había tenido que explicarse, salvo con su familia. Ellos siempre la habían aceptado como era, y había creído que algún día, en alguna parte, encontraría esa misma aceptación. Y cuando eso sucediera, se había prometido que sería el hombre con quien se casaría. Nunca había sucedido, al menos no hasta el momento, y empezaba a creer que jamás ocurriría. Otra amarga decepción, saber que el amor, el amor verdadero, nunca aparecería.

– Corrine.

La voz sonó suave, urgente, cautivadora. Alzó la cabeza, pero en ese momento Stephen entró en la sala, seguido de Frank.

– ¿Listos para bailar? -preguntó Frank, frotándose las manos con alegría. Nada lo hacía más feliz que una simulación, justo lo que los esperaba después de la reunión del equipo.

– Pongámonos a ello -indicó Stephen, ajeno igual que su amigo a la tensión en la sala.

Jimmy entró a continuación y de inmediato sus ojos escrutaron al comandante y al piloto.

– ¿Qué sucede?

– Nada -respondió Corrine con celeridad. Demasiada. Sentía que empezaba a desmoronarse. Podían ver una grieta en su control, y sabía que sería incómodo si no se recuperaba en ese momento-. Repasábamos algunas notas para la reunión.

Jimmy la estudió ceñudo. Y en ese momento también Frank y Stephen la evaluaban con más detenimiento.

– ¿Nos hemos perdido algo?

– Sí. Los donuts -indicó Mike, yendo al rescate de Corrine, a pesar de que la última vez que lo había hecho ella se había enfadado.

– ¿Había donuts y os los comisteis todos? -Stephen suspiró-. Estás en deuda conmigo, Wright.

– En este equipo hay dos tipos de personas -indicó Mike sin dejar de mirar a Corrine-. Las veloces y las hambrientas.

– Bueno, pues a mí catalógame entre las hambrientas -Frank rio.

– Maldita sea -dijo Jimmy, apartando una silla.

Stephen agitó un dedo ante la nariz de Mike.

– Tú pagas el almuerzo, amigo. Con postre.

Corrine logró sonreír mientras recogía sus papeles.

– El almuerzo corre de mi cuenta. Vamos a necesitar tomar fuerzas para la simulación de la tarde.

Entre los gemidos fingidos, logró echarle un vistazo a Mike. Él le devolvió el escrutinio con cara inexpresiva. Ni una sola vez desde que se conocían habían desaparecido de sus ojos el calor y algo que se podría llamar un afecto básico. Ni una.

En ese momento no estaban. Se dijo que era justo lo que había querido. Pero le quemaba la garganta y sentía el pecho tenso como un tambor. Y por primera vez tuvo que preguntarse lo que había sacrificado en nombre del éxito y del trabajo.

Durante el mes siguiente, Corrine casi ni tuvo tiempo de respirar, ni nadie más asociado con esa misión. No obstante, Mike se hallaba en todas partes… en el simulador, en las reuniones… y en sus sueños.

En el trabajo, no hacían más que una simulación tras otra. Todo a partir de ese momento iba a ser un repaso constante de la inminente misión, a la que solo le faltaba un mes. Hacían todo como un equipo. De modo que se hallaba constantemente con Mike.

Las complicadas emociones que habían empezado a salir a la superficie la dejaban sin defensas. Durante una tarde especialmente dura, cuando las cosas no iban bien, su primer instinto fue el de ladrar órdenes, poner al grupo de vuelta en la senda correcta. Pero tres palabras la detuvieron.

Reina de Hielo.

Al caminar por la extensión del hangar mientras consultaba sus notas y trataba de arreglar una docena de cosas a la vez, por casualidad se vio reflejada en un panel de control.

Tenía el pelo recogido hacia atrás, sin un pelo fuera de lugar. Llevaba poco maquillaje y expresión seria, lo que la hacía parecer… severa.

La Reina de Hielo.

A su alrededor reinaba un caos controlado mientras su equipo se preparaba para otro vuelo simulado, pero se quedó inmóvil. Se preguntó si era tan severa como parecía. No quería pensar eso. Le gustaba la diversión como al que más.

Entonces, ¿por qué parecía tan dura? Intentó sonreír, pero el gesto no llegó hasta sus ojos. Allí de pie, trató de pensar en algo gracioso, algo que invocara una sonrisa auténtica. Se acercó a su reflejo y se devanó los sesos…

– ¿Necesitas un espejo, comandante?

El amago de sonrisa se congeló. Apartó los ojos del reflejo y gimió al ver quién había aparecido a su lado. Mike, desde luego.

– ¿Qué haces? -se irguió como si no hubiera estado practicando unas sonrisas ridículas en un panel reflector de un transbordador espacial.

– Mirar cómo te miras -se apoyó en la nave-. Es una sonrisa arrebatadora la que tienes, comandante.

– ¿Por qué insistes en llamarme de esa manera?

– Porque es lo que eres, ¿recuerdas? Mi comandante. Nada más y nada menos. Deberías intentar emplearla más -durante un momento, observó su cara como una dulce caricia, antes de contenerse y apartar la vista-. Me refiero a la sonrisa.

Había empleado mucho su sonrisa con él, principalmente en la cama. A1 pensar en eso, se inclinó, fingiendo que estudiaba un panel, pero no fue más que una excusa para recuperarse. Sin embargo, la fachada que lucía como una segunda piel no iba a funcionar en esa ocasión, porque de esa manera solo serviría para demostrar el argumento de Mike.