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Tropezó con Mike y cayó en su regazo. Los brazos de él la rodearon, y envuelta en su calidez, olvidó odiarlo.

– ¿Estás bien? -murmuró.

Corrine se puso de rodillas y lo señaló.

– Tú.

Estaba sentado con las piernas cruzadas, en el suelo, con aspecto tan desdichado como se había sentido ella antes de llamar a su casa, lo cual la satisfizo.

– Yo -convino.

– ¿Qué haces en el suelo?

– No estoy seguro de que vayas a creerme. Ni yo mismo lo creo musitó-. Además, pensé que dejarte tan furiosa podría ser una idea verdaderamente mala.

Con toda la dignidad que pudo, se puso de pie y le lanzó una mirada abrasadora cuando le impidió marcharse.

– No es un buen momento para hablar, Mike.

– Lo sé -pero no la soltó-. Quiero que me mires a los ojos, Corrine, y que me digas que de verdad crees que te hice esto para causarte algún daño. Que te tomé contra la puerta de tu despacho con el único propósito de dejar que todo el mundo se enterara de lo que sucedía.

Por supuesto que no podía mirarlo a los ojos y afirmar eso.

– No es un buen momento.

– Mírame, maldita sea… -le impidió soltarse-. Dímelo.

Estaba furioso, dolido y de malhumor. Igual que ella. Lo apartó y recogió el bolso que había dejado caer.

– Adiós, Mike.

Se dirigió a los aseos para lavarse. A1 salir, él seguía allí, esperando. Sin reconocer su presencia, Corrine dio la vuelta para irse.

Marchaba por la mitad del pasillo cuando se dio cuenta de que lo tenía justo detrás. Silencioso. Sombrío. No le prestó atención en todo el trayecto hasta su coche, aun cuando tenía ganas de abrazarlo, de apoyar la cabeza en el hombro de él y olvidar que existía el resto del mundo.

Qué debilidad. La aterraba.

– Ni siquiera pienses en seguirme -se metió en el coche, arrancó e imaginó los siguientes tres días de paz y tranquilidad.

Sin Mike.

Y en el futuro no muy lejano, una vez completada la misión, estaría fuera de su vida durante más de tres días. Desaparecería para siempre.

Las cosas serían fantásticas, ella estaría bien y su vida regresaría a la normalidad. Pero la verdad era que no estaba bien y que nada volvería a ser normal. No sin Mike. Arrancó con la vista al frente.

En su acto más estúpido desde que decoró la casa de su profesor de matemáticas del instituto con papel higiénico después de un examen especialmente difícil, Mike siguió a Corrine:

Le costó mantener su ritmo en la carretera; era un terror para el tráfico, metiéndose a derecha e izquierda. No iba a su apartamento.

Tardaron menos de treinta minutos en llegar a un barrio bonito y apacible, donde había vallas blancas de madera y patios cuidados con flores, monovolúmenes y niños jugando… algo a un mundo de distancia de la infancia militar que él había tenido.

Después de haber pasado los últimos diez años en Rusia, en sus ciudades superpobladas, experimentaba una sacudida cultural.

Corrine bajó del coche, subió corriendo por la entrada de una casa excepcionalmente bonita y abrazó a una pareja mayor. En su rostro por lo general solemne, había una sonrisa deslumbrante.

Y él entendió. Había ido a casa. Era interesante, ya que nunca la había catalogado como una persona familiar. Aunque tampoco se había imaginado a sí mismo persiguiendo a una mujer a la que no conseguía quitarse de la cabeza.

Supuso que lo lograría al conocer a su familia. Eso potenciaría la necesidad de huir. A1 menos contaba con ello.

Aparcó y bajó, inseguro de cuál debía ser su siguiente paso, ni de lo que quería realmente. Quizá que Corrine reconociera que había sido injusta con él en su despacho. O tal vez que le dijera qué diablos tenían, porque se sentiría mejor si de algún modo pudiera etiquetar toda la maldita situación.

Supo el momento exacto en que ella lo percibió; se puso rígida y se dio la vuelta, luego frunció el ceño. Aunque estaba aún lejos, imaginó que gruñía. Se acercó.

– Del trabajo -musitó ella por encima del hombro, evidentemente en respuesta a la pregunta de su madre-. Es mi piloto. No, no lo miréis, quizá se vaya.

– ¡Corrine Anne! -su madre pareció conmocionada y horrorizada-. ¡Ese no es modo de tratar a un invitado.

En ese momento, lo miró directamente a los ojos, con expresión llena de pavor y resignación. Lo mismo que sentía él. «Estamos juntos en esto, cariño», pensó él.

– Hola -dijo el hombre que Mike tomó por padre de Corrine. Extendió la mano-. Donald Atkinson.

– Doctor Donald Atkinson -corrigió Corrine-. Mi padre -señaló a la mujer pequeña de cabello oscuro que tenía al lado, que observaba a Mike detenidamente, llena de curiosidad-. Y esta es mi madre. La doctora Louisa Atkinson -sonrió con dulzura-. Y ahora ya puedes irte.

– Tenemos que hablar, Corrine -iba a requerir delicadeza.

– No lo creo, Mike.

– Sé que estás furiosa conmigo, pero…

– Aquí no. Estoy… ocupada. Ocupada de verdad.

– ¿Por qué no dejas de huir?

– ¿Huir? -se quedó boquiabierta, luego pareció recordar dónde estaba y cerró la boca-. Jamás huyo. Y ahora vete, Mike.

– Claro que no se va a ir, cariño -intervino su madre, adelantándose con una mano extendida-. Si ni siquiera ha entrado todavía.

Él se la tomó de inmediato, creyendo que quería estrechársela, pero se encontró siendo envuelto en un abrazo cálido.

– Bueno -manifestó, completamente contra una madre, cualquier madre. La suya llevaba muerta mucho tiempo, y en su mundo había imperado la ausencia de una influencia maternal. Pero Louisa atravesó todas las barreras y entró en su corazón.

Alzó la vista y captó la mirada de Corrine. Se había quedado quieta y en ese momento lo observaba con expresión diferente, de una forma que él no pudo analizar.

Y la irritación que sentía por tenerlo allí pareció disminuir. Cuando los padres de ella abandonaron el salón para ir a buscar galletas, Mike supo que era para brindarles algo de intimidad.

– Te caen bien -suspiró ella-. No habría podido imaginarte aquí, con una taza de té en la mano, manteniendo una conversación social. Pero aquí estás.

– Yo tampoco te habría imaginado a ti. Y aquí estás.

– Y aquí estamos.

– Sí -alargó el brazo y le tocó la mano con tanto anhelo que le dolió; sin embargo, aún no tenía las palabras-. ¿Y ahora qué, Corrine?

– Depende.

– ¿De qué?

– De por qué has venido. ¿Qué buscas realmente aquí, Mike?

Abrió la boca, pero como no tenía una respuesta clara para eso, o al menos una que entendiera lo suficiente como para explicar, volvió a cerrarla. Extrañamente desilusionada, ella retrocedió.

– ¿Qué querías que dijera? -preguntó él a su vez.

– Ahí está la cuestión -suspiró ella-. Yo tampoco lo sé.

12

No había duda al respecto, la presencia de Mike en el hogar de su familia asustaba a Corrine, la asustaba mucho. Parecía a gusto, cómodo. Confusa, fue a dar un paseo. Insatisfecha, terminó en el jardín de sus padres, donde su padre le mostraba con orgullo las rosas premiadas a Mike.

Los dos se hallaban acuclillados en la tierra, de espaldas a ella. Era una contradicción ver a esos dos hombres tan masculinos contemplando una rosa; y, sin embargo, era una de las cosas que tanto le gustaban en su padre.

No encajaba en ningún tipo. Se quedó quieta ante esa súbita comprensión. Por eso le gustaba también Mike.

Era un astronauta, lo que por definición significaba que debería haber sido arrogante e intrépido. Un aventurero. Y era esas cosas, pero era mucho más. Y observarlo alargar la mano para tocar el capullo de una flor con tanto gozo reflejado en la expresión, con el rostro iluminado, le atenazó el corazón.

Corrine nunca había comprendido el motivo para ser la mitad de una pareja, principalmente porque jamás había querido ser la mitad de nada. Desde luego, jamás había querido que alguien pudiera vetar sus decisiones.