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Solo mirarlo le contraía el corazón. Era alguien por quien se habría podido interesar, si alguna vez se permitiera esas cosas. Pero no podía, al menos no en ese momento, no con la misión inminente. Quizá en otra ocasión…

Aunque sabía que eso era mentira. Siempre se había dicho que algún día dejaría que el Príncipe Encantado entrara en su vida, pero el momento nunca era el adecuado. Sintió el corazón en un puño, pero no le hizo caso. En su opinión, tal como estaba su vida en ese momento, lo tenía todo: Tenía unos padres estupendos que apoyaban su estilo de vida increíblemente ajetreado y tenía el mejor trabajo del mundo. Cierto que no tenía su propia familia, ni un marido ni hijos, pero no disponía de tiempo para eso. Tenía necesidades, como cualquier mujer normal de carne y hueso, pero esas necesidades se satisfacían con facilidad. Cuando sentía el picor ocasional, salía para que se lo rascaran. Con cuidado, desde luego, pero no era tímida.

Igual que había hecho la noche anterior. Y era hora de continuar con su vida. Satisfecha. Feliz. Realizada. Tal como quería.

Entonces, ¿por qué no se separaba de él? ¿Por qué se quedaba ahí tendida, jadeando por un hombre que tendría que haber olvidado a la primera luz del amanecer? No estaba segura, pero debería dejar esa reflexión para otro momento.

Tenía que irse.

Escabullirse de su brazo no fue fácil, pero era una maestra consumada del sigilo. No obstante, no pudo evitar pensar que, si él despertara en ese instante, sería el destino. Bajo ningún concepto podría mirar esos ojos cálidos y acogedores y marcharse. Menos aún si le lanzaba esa sonrisa igual de cálida y acogedora y alargaba los brazos hacia ella. Imaginó la reacción que tendría…

Él no se movió. Tentando al destino, se inclinó y le dio un beso suave en la mejilla.

«Nunca te olvidaré».

Durante un momento se quedó junto a la cama, anhelando algo que no era capaz de concretar. Pero aunque pudiera, no serviría para nada. Los asuntos del corazón no se le daban bien. Se vistió con rapidez y en silencio y titubeó una última vez en la puerta.

Luego, recogió la bolsa y se marchó, convencida de que no le quedaba otra elección. Ninguna en absoluto.

4

Como siempre, Mike durmió profundamente y despertó poco a poco. Uno de sus defectos era tardar tanto en desterrar el sueño. A lo largo de los años eso lo había metido en problemas, uno de los cuales había sido quedarse dormido durante una de las simulaciones de pilotaje del transbordador. Eso le había costado años de bromas a sus expensas, por no mencionar que casi había tenido que suplicar que lo mantuvieran en el programa. De poco le había servido aducir que estaba tomando una medicación para la gripe.

Y en ese momento, cuando al fin logró abrir los ojos y ver la brillante luz del sol que entraba por la ventana del hotel, antes de alargar el brazo, supo que se hallaba solo.

Pero se estiró y tocó el lado de ella de la almohada que habían compartido cuando no habían dado vueltas, acalorados y sin aliento, entre las sábanas.

Estaba frío.

Eso significaba que llevaba ausente un rato, y el único culpable para la extraña mezcla de pesar y alivio que experimentó era él.

A1 levantarse y darse una ducha, se recordó que no tenía tiempo en su vida para una relación seria. Ocupar el puesto de piloto para esa misión, cuando la misión llevaba tantos meses en la fase de preparación, significaba que hasta el despegue iba a estar poniéndose al día. Sabía que no sería fácil. Iba a requerir cada segundo de cada día hasta la hora de la cuenta atrás.

Primero, debía pasar el proceso inicial de adaptarse a un equipo ya establecido. Se encontraban en Huntsville para preparar ese proyecto crítico. En una semana, pasarían a Houston, donde se quedarían hasta el momento de despegar, con algunos viajes de ida y vuelta hasta el Centro Espacial Kennedy, en Florida.

Lo esperaba un torbellino de actividad. Lo que significaba que no era el momento idóneo para pensar en un vínculo personal. Lo cual era bueno, ya que nunca había querido algo así.

Pero la noche anterior, lo que había compartido con esa mujer… podría haber sido la primera vez en que hubiera tomado en consideración la idea de algo próximo a una relación. Pero se había ido y él tenía trabajo, de modo que estaba acabado. Lo cual no explicaba por qué después de la ducha se quedó mirando la cama arrugada, anhelando algo que se encontraba fuera de su alcance.

Se vistió y desayunó como si fuera cualquier otra mañana y todo estuviera normal. Pero no lo era ni él era el mismo. Sabía que eso se lo debía a la noche anterior. Desde el momento en que ella pisó aquel bar, empapada, con la cabeza erguida y los ojos brillantes, supo que iba a alterarle la vida. Había hecho eso y más; lo había alterado a él hasta el mismo centro de su ser. Trató de no pensar en ello ni en lo que habría podido sentir por ella en circunstancias diferentes.

Se preguntó cómo podía pasar algo así después de solo un poco de conversación y buen sexo. Un magnífico sexo. Pero él no solía sentirse así a la mañana siguiente. Siempre había sido el que había tenido que irse. Pero era ella quien lo había dejado a él, sin una palabra ni una nota, y habría jurado que era justo lo que él quería.

Entonces, no sabía por qué pensaba en relaciones, familia y una casita con una valla blanca. Tenía misiones que llevar a cabo y, con algo de suerte, algún día dirigir. Una esposa e hijos sonaban bien, pero para mucho, mucho más adelante. No en ese momento.

A las nueve en punto de la mañana, entraba en el Centro de Vuelo Marshall con la idea de que lo llevaran de inmediato al trabajo.

Lo que no esperaba era una sala de conferencias llena de gente sonriente y buena comida… una contradicción cuando se trataba de alimentos proporcionados por el gobierno.

Aunque había pasado muy poco tiempo en los Estados Unidos desde sus días en las Fuerzas Aéreas, muchas de las personas allí presentes le eran familiares. La industria espacial era muy cerrada. Pocas personas del exterior comprendían la proximidad con la que trabajaban Rusia, Japón, los Estados Unidos y otros muchos países para construir la Estación Espacial Internacional, e incluso en ese momento, solo pensar en ello hacía que a Mike se le hinchara el pecho de orgullo de formar parte de ese proyecto.

– ¡Bienvenido, Mike!

Tom Banks, antiguo astronauta compañero de entrenamiento y que en ese momento trabajaba en el control de tierra, le estrechó la mano con vigor. Lo sorprendió ver que Tom había perdido pelo y ganado algo de peso desde sus días de entrenamiento.

– ¡Me he enterado de la buena noticia! -Tom sonreía-. Has vuelto a los Estados Unidos y vas a ocupar el puesto de Patrick -la sonrisa se borró de su cara-. Pobre chico. No puedo creer que se hiciera eso saltando en paracaídas. ¿Sabías que le tuvieron que meter tres clavos en la pierna?

– Vaya -se preguntó si era demasiado egoísta al estar agradecido por ese accidente, y también por el hecho de que el piloto suplente hubiera contraído hepatitis. Probablemente, sí. Pero llevaba años entrenándose justo para esa oportunidad: Con anterioridad había estado dos veces en el espacio y anhelaba regresar. Hasta el momento, lo único que sabía era que la misión transportaría e instalaría el tercero de los ocho paneles solares que, al finalizar la construcción en el 2006, representaría el sistema de energía eléctrica de la estación espacial. Era un proyecto que conocía muy bien, ya que llevaba años trabajando en lo mismo en Rusia-. ¿Cómo va todo?

– En marcha -repuso Tom-. Están encantados de tenerte, ya que tu fama te precede.

Mike sabía que eso podía ser bueno o malo.

– Me enteré de lo sucedido el año pasado -continuó Tom-. Cómo controlaste el incendio en mitad del vuelo.

Gracias a unos buenos reflejos mentales por parte de Mike, y estaba convencido de que cualquiera del equipo habría podido hacer lo mismo, pero él había llegado primero, había logrado contener el fuego y extinguirlo antes de que causara daños irreparables en la nave.