Выбрать главу

Salí de la ducha y me sequé. El agua caliente me hizo sentir mejor, no necesitaría una siesta. En cambio, me quedé absorto ante el armario, decidiendo qué ponerme. A Papa le gustaba la vestimenta árabe. ¡Que demonios! Elegí una sencilla gallebeya marrón. El gorro de lana de mi tierra no era lo más apropiado y no soy de los que llevan turbante. Me puse una simple keffiya blanca atada con una sencilla tela negra akal. Me ceñí un cinturón, que sujetaba la daga ceremonial que Papa me había regalado. Del cinturón, en la espalda, colgaba una funda para mi pistola. La ocultaba con un costoso manto de color tostado sobre la gallebeya. Estaba listo para lo que fuese: una fiesta, una discusión o un intento de asesinato.

—¿Por qué no te quedas aquí y te instalas? —dije a Kmuzu.

Pero me siguió escalera abajo. Sabía que lo haría. El despacho de Papa se encontraba en la planta baja, en la parte principal de la casa, que conectaba las dos alas. Al llegar allí, una de las dos Rocas Parlantes custodiaba la puerta en el vestíbulo. Me miró y asintió, pero al ver a Kmuzu mudó el semblante. Frunció los labios. Era la mayor emoción que había detectado en una de las Rocas.

—Espera —dijo.

—Entraré con mi amo —respondió Kmuzu.

La Roca le golpeó en el pecho y le hizo trastabillar.

—Espera —repitió.

—Está bien, Kmuzu —dije.

No deseaba que los dos se pelearan por los suelos allí, a la puerta del despacho de Friedlander Bey. Podían dejar su disputa para otro momento.

Kmuzu me dedicó una mirada gélida, pero no dijo nada. La Roca humilló ligeramente la cabeza cuando pasé a la sala de espera de Papa y luego cerró la puerta tras de mí. Si él y Kmuzu se enzarzaban en el vestíbulo, yo no sabría qué hacer. ¿Qué dice la etiqueta cuando a tu esclavo le sacude el esclavo de tu jefe? Por supuesto, eso no era conceder a Kmuzu el beneficio de la duda. Quizás fuera capaz de alguna artimaña. Quién sabe, quizás era capaz de vérselas con la Roca Parlante.

De cualquier modo, Friedlander Bey estaba en su despacho, sentado tras su gigantesco escritorio. No tenía buen aspecto. Apoyaba los codos sobre la mesa y la cabeza en las manos. Se daba masajes en la frente. Se levantó cuando entré.

—Es un placer —dijo.

No parecía que fuera un placer. Parecía fatigado.

—El honor es mío al desearte buenas tardes, oh caíd.

Papa vestía una camisa blanca de cuello abierto, arremangada, y holgados pantalones grises. Lo más probable es que no hubiera reparado en mis esfuerzos por vestir de modo conservador. No se puede ganar siempre.

—Comeremos enseguida, hijo mío. Mientras tanto, siéntate conmigo. Ciertos asuntos requieren nuestra atención.

Me senté en una cómoda silla frente a su escritorio. Papa volvió a tomar asiento y manoseó unos papeles con el ceño fruncido. Me preguntaba si hablaría de la mujer o me explicaría por qué había decidido endosarme a Kmuzu. No debía interrogarle, empezaría a hablar cuando lo considerase oportuno.

Cerró los ojos un momento y los volvió a abrir lanzando un suspiro. Su escaso pelo blanco estaba alborotado y esa mañana no se había afeitado. Supuse que tenía muchas cosas en la cabeza. Temía lo que estaba a punto de ordenarme esta vez.

—Tenemos que hablar sobre la cuestión de la caridad —dijo por fin.

Vale, tenía que admitirlo: de todos los posibles problemas que podía haber elegido, la caridad estaba en un puesto bastante bajo en mi lista de lo que esperaba oír. Qué estúpido había sido al creer que hablaríamos de algo más elemental, como el asesinato.

—Lo siento pero tenía cosas más importantes en mente, oh caíd —dije.

Friedlander Bey asintió indiferente.

—No lo dudo, hijo mío, crees de verdad que esas otras cosas son más importantes, pero te equivocas. Ambos compartimos una existencia de lujo y comodidad y eso nos da cierta responsabilidad para con nuestros hermanos.

Jacques, mi amigo infiel, habría sudado para comprender esa cuestión. Es cierto que otras religiones también defienden la caridad. Es justo ocuparse de los pobres y los necesitados, porque no sabes si tú mismo terminarás pobre y necesitado. Pero la actitud musulmana va más allá. La caridad es uno de los cinco pilares de la religión, es una obligación tan fundamental como la profesión de fe, la oración diaria, el ayuno en el Ramadán y el peregrinaje a la Meca.

Dedico la misma atención a la caridad que a las demás obligaciones. Es decir, tengo un profundo respeto por ellas en el plano intelectual y me digo a mí mismo que muy pronto empezaré a practicarlas con devoción.

—Es evidente que has estado dándole vueltas durante algún rato —dije.

—Hemos olvidado nuestro deber con nuestros vecinos los pobres, los peregrinos, las viudas y los huérfanos.

Algunos amigos míos —mis viejos amigos, mis antiguos amigos— pensaban que Papa no era más que un monstruo homicida, pero no es cierto. Es un astuto hombre de negocios que mantiene sólidos vínculos con la fe que dio origen a nuestra cultura. Siento que parezca una contradicción. Puede ser duro, incluso cruel a veces, pero no conozco a nadie tan sincero en sus creencias ni tan dispuesto a cumplir las múltiples obligaciones del noble Corán.

—¿Qué deseas que haga?

Friedlander Bey se encogió de hombros.

—¿No te he recompensado por todos tus servicios?

—Eres muy generoso, oh caíd.

—Entonces no te resultará difícil separar una quinta parte de tus riquezas, como sugiere el Recto Camino. De hecho, deseo regalarte algo que incrementará tu bolsillo y, al mismo tiempo, te proporcionará una fuente de ingresos independiente de esta casa.

Eso me interesó. Ansiaba la libertad cada noche cuando me iba a dormir y era mi primer pensamiento al despertarme al día siguiente. Y el primer paso hacia la libertad era la independencia económica.

—Eres el padre de la generosidad, oh caíd, pero no soy digno.

Creedme, estaba anhelando oír lo que iba a decirme. Sin embargo, las formas exigían que simulase que no podía aceptar ese regalo.

Levantó una delgada mano temblorosa.

—Prefiero que mis asociados tengan una fuente externa de ingresos, fuente que ellos mismos administren sin necesidad de compartir conmigo sus beneficios.

—Es una sabia política.

He conocido a un montón de «asociados» de Papa y sé el tipo de recursos que poseen. Estaba seguro de que estaba a punto de introducirme en algún turbio y corrupto negocio. No es que tuviera escrúpulos. No me importaba convertirme en un mayorista de drogas. Aunque nunca he tenido mucha vista para las ventas.

—Hasta ahora el Budayén era todo tu mundo. Lo conoces bien, comprendes a su gente. Tengo mucha influencia allí y creo conveniente que adquieras un pequeño negocio en ese barrio —dijo tendiéndome un documento plastificado.

Me incliné para cogerlo.

—¿Qué es esto, oh caíd?

—Es un título de propiedad. Ahora tú eres el propietario. De hoy en adelante dirigirás este negocio. Es una empresa rentable, hijo mío. Adminístrala bien y te dará recompensas, inshallah.

Miré el certificado.

—Eres… —Mi voz se quebró. Papa había comprado el club de Chiriga y me lo estaba ofreciendo. Me quedé mirándole—. Pero…

Extendió la mano ante mí.

—No me des las gracias. Eres mi hijo fiel.

—Pero es el local de Chiri. No puedo quedarme con su club. ¿Qué va a hacer ella?

Friedlander Bey se encogió de hombros.