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—Los negocios son los negocios.

Lo miré fijamente. Tenía la costumbre de darme cosas que prefería no poseer: Kmuzu y una carrera de policía, por ejemplo. Negarme no serviría de nada.

—No tengo palabras para expresar mi gratitud —dije en una voz inexpresiva.

Sólo me quedaban dos amigos, Saied Medio Hajj y Chiri. Después de esto ella me odiaría. Empezaba a temer su reacción.

—Vamos a comer —dijo Friedlander Bey.

Se levantó detrás de su escritorio y me tendió las manos. Yo le seguí, aún pasmado. Hasta más tarde no me percaté de que no le había hablado de mi trabajo con Hajjar ni de mi nueva misión, que consistía en investigar a Reda Abu Adil. Cuanto estás en presencia de Papa, vas a donde él quiere, haces lo que él quiere y hablas de lo que él quiere.

Fuimos al más pequeño de los dos comedores, en la parte posterior del ala oeste, en la planta. Ahí es donde Papa y yo solemos comer cuando lo hacemos juntos. Kmuzu me pisaba los talones por el vestíbulo y la Roca Parlante seguía a Friedlander Bey. Si hubiera sido un culebrón holográfico americano, habrían luchado y después se habrían convertido en buenos amigos. Mala suerte.

Me detuve en el umbral del comedor y le eché un vistazo. Umm Saad y su hijo nos esperaban en el interior. Era la primera mujer que había visto en casa de Friedlander Bey, pero aun así nunca le habría permitido sentarse a la mesa con nosotros. El muchacho parecía tener quince años, que a los ojos de la fe es la edad de la madurez. Era lo bastante adulto como para cumplir las obligaciones de la plegaria y el ayuno ritual, así es que en otras circunstancias podía haber sido bienvenido para compartir nuestra comida.

—Kmuzu —dije—, escolta a la mujer hasta su habitación.

Friedlander Bey me puso una mano en el brazo.

—Gracias, hijo mío, pero yo la he invitado a que nos acompañe.

Le miré boquiabierto, sin que se me ocurriera ninguna respuesta inteligente. Si Papa deseaba iniciar la principal revolución en la actitud y el comportamiento de estos últimos tiempos, estaba en su derecho. Cerré la boca y asentí.

—Umm Saad cenará en sus habitaciones después de nuestra charla —dijo Friedlander Bey, dirigiéndole una mirada de reprobación—. Su hijo puede retirarse o quedarse con los hombres, como guste.

Umm Saad parecía impaciente.

—Supongo que debo agradecer el tiempo que me dedicas —dijo ella.

Papa se dirigió a su silla y la Roca le ayudó. Kmuzu me indicó mi asiento frente a Friedlander Bey. Umm Saad se sentó a la izquierda de Papa y su hijo a la diestra.

—Marîd —dijo Papa—, ¿conoces a este joven?

—No —respondí.

No lo había visto en mi vida.

Él y su madre no gozaban de muchas simpatías en aquella casa. El chico era alto para su edad, pero delgado y melancólico. Su piel tenía una artificial pigmentación amarilla y el blanco de sus ojos estaba descolorido. Su aspecto era enfermizo. Vestía una gallebeya azul con un dibujo geométrico y el turbante de un joven caíd, no el de un jefe tribal sino el turbante honorífico de un joven que se sabe el Corán entero de memoria.

Yaa Sidi —dijo la mujer—, te presento a mi lindo hijo, Saad ben Salah.

—Que tu honor crezca, señor —dijo el chico.

Alcé las cejas. Al menos el muchacho tenía modales.

—Que Alá sea generoso contigo —dije.

—Umm Saad —dijo Friedlander Bey con voz áspera—, has venido a mi casa con curiosas exigencias. Mi paciencia está al límite. He tolerado tu presencia por respeto a la hospitalidad, pero ahora tengo la mente clara. Te ordeno que no me molestes más. Debes estar fuera de mi casa a la llamada a la oración de mañana por la mañana. Daré instrucciones a mis criados para que te ayuden en lo que necesites.

Umm Saad sonrió, como si le divirtiese su exasperación.

—No creo que hayas meditado lo suficiente sobre nuestro problema. Y no has velado por el futuro de tu nieto —dijo cubriendo las manos de Saad con las suyas.

Fue como una bofetada en pleno rostro. Pretendía ser la hija o la nuera de Friedlander Bey. Eso explicaba por qué quería que me deshiciera de ella, en lugar de hacerlo él mismo.

Papa me miró.

—Hijo mío, esta mujer no es mi hija y el chico no es mi pariente. No es la primera vez que un extraño llama a mi puerta pretendiendo tener lazos de sangre conmigo, con la idea de robar algo de mi fortuna, que tanto esfuerzo me ha costado.

Jo, debí ocuparme de ella cuando me lo pidió por primera vez, antes de que me arrastrase en toda esa intriga. Algún día aprenderé a manejar la situación antes de que se complique demasiado. No quiero decir que la hubiera matado, pero al menos podía haberla persuadido, amenazado o sobornado para que nos dejara en paz. Ahora era demasiado tarde. Ella no aceptaría el ultimátum, quería todo el pastel sin perderse ni una miga.

—¿Estás seguro, oh caíd, de que no es tu hija?

Por un momento pensé que iba a pegarme. Luego, con voz tensamente controlada dijo:

—Te lo juro por la vida del Mensajero de Dios, que la bendición de Dios y la paz sean con él.

Eso era suficiente para mí. Friedlander Bey puede llevar a cabo ciertos manejos para conseguir sus propósitos, pero no jura en falso. Nos llevamos bien porque él no me miente a mí y yo no le miento a él. Miré a Umm Saad.

—¿En qué pruebas basas tus pretensiones?

Sus ojos se agrandaron.

—¿Pruebas? —gritó—. ¿Necesito pruebas para abrazar a mi propio padre? ¿Qué prueba tienes tú de la identidad de tu padre?

No sabía lo delicado que era ese tema. Eludí el comentario.

—Papa… —Me contuve—. El dueño de la casa te ha demostrado su cortesía y amabilidad. Ahora te pide educadamente que des por finalizada tu visita. Como ha dicho, te ayudarán los criados que precises.

Me volví hacia la Roca Parlante y él asintió con la cabeza. Él se aseguraría de que Umm Saad y su hijo estuvieran en la puerta de la calle cuando el muecín pronunciara la última sílaba de llamada a la oración matinal.

—Entonces debemos hacer preparativos —dijo poniéndose en pie—. Vamos, Saad.

Y los dos abandonaron el comedor pequeño con tanta dignidad como si estuvieran en su propio palacio y fueran la parte agraviada.

Las manos de Friedlander Bey presionaban sobre la mesa ante él. Sus nudillos estaban blancos. Dio dos o tres profundas bocanadas de aire.

—¿Qué propones para acabar con esta molestia? —dijo.

Alcé la vista desde Kmuzu a la Roca Parlante. Ningún esclavo parecía demostrar el más mínimo interés por el asunto.

—Si lo he entendido bien, oh caíd, quieres desembarazarte de ella y de su hijo. ¿Es necesario que ella muera? ¿Y si empleo otro medio menos violento para disuadirla?

—La has visto y has oído sus palabras. La violencia no pondrá fin a sus planes. Y además, sólo su muerte disuadirá a otras sanguijuelas de practicar la misma estrategia. ¿Por qué dudas, hijo mío? La respuesta es simple y eficaz. Ya has matado antes. Volver a matar no te resultará tan difícil. Ni siquiera necesitas simular un accidente. El sargento Hajjar lo comprenderá. No iniciará ninguna investigación.

—Hajjar es teniente ahora —le dije.

Papa movió las manos con impaciencia.

—Sí, claro.

—¿Crees que Hajjar pasará por alto un homicidio? —le pregunté.

Hajjar estaba comprado, pero eso no significaba que se quedase cruzado de brazos mientras le hacía quedar como estúpido. Ahora yo podía actuar con impunidad, pero sólo si preservaba con mucho cuidado la imagen pública de Hajjar.

El viejo arrugó el ceño.

—Hijo mío —dijo despacio para que no le malinterpretara—. Si el teniente Hajjar se niega, también él puede ser reemplazado. Quizás tengas mejor suerte con su sucesor. Y así hasta que encontremos a un supervisor de policía con la suficiente imaginación e ingenio para el puesto.