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—Que Alá nos guíe —murmuré.

Esos días Friedlander Bey parecía muy inclinado a despachar a la gente como solución a los pequeños reveses de la vida. Me sorprendió que el propio Papa no tuviera prisa por apretar el gatillo personalmente. A tan avanzada edad había aprendido a delegar responsabilidades. Y yo me había convertido en su delegado favorito.

—¿Comemos? —preguntó.

Había perdido el apetito.

—Te pido que me excuses. Tengo un montón de cosas que hacer. Quizás después de comer puedas responderme a algunas preguntas. Me gustaría oír lo que sabes sobre Reda Abu Adil.

Friedlander Bey separó las manos.

—No creo que sepa mucho más que tú.

¿Acaso no había Papa dirigido el brazo de Hajjar para que iniciase una investigación oficial? ¿Por qué se hacía el tonto ahora? ¿O se trataba de otra prueba? ¿Cuántas malditas pruebas tendría que superar?

O quizá —y esto hacía el asunto realmente interesante—, quizá, después de todo, la curiosidad de Hajjar sobre Abu Adil no la había despertado Papa. Quizás Hajjar se había vendido más de una vez: a Friedlander Bey y también a un segundo, tercer o cuarto postor…

Recordé que cuando era un ardiente muchacho de quince años prometí a mi novia, Nafissa, que ni siquiera miraría a otra chica. Hice la misma promesa a Fayza, que tenía las tetas más grandes. Y a Hanuna, cuyo padre trabajaba en la cervecería. Todo iba bien hasta que Nafissa se enteró de lo de Hanuna y el padre de Fayza descubrió lo de las otras dos. Las chicas me habrían cortado las pelotas y sacado los ojos. Pero me largué de Argel mientras el enemigo dormía y así empezó la odisea que me condujo hasta esta ciudad.

Es una historia aburrida y pesada, de poca relevancia aquí. Simplemente aludo a los problemas que iba a tener Hajjar si Friedlander Bey y Abu Adil se enteraban de su pluriempleo.

—¿No es Abu Adil tu principal competidor? —le pregunté.

—El caballero tal vez crea que competimos. No creo que estemos enfrentados. Alá concede a Abu Adil el derecho a vender su bronce martilleado donde yo vendo el mío. Si alguien prefiere comprarle a Abu Adil en lugar de a mí, el cliente y el vendedor tienen mi bendición. Es Alá quien me proporciona el sustento y nada de lo que haga Abu Adil puede ayudarme o hundirme.

Pensé en las inmensas sumas de dinero que pasaban por la casa de Friedlander Bey, una parte de las cuales terminaban en gruesos sobres sobre mi escritorio. Estaba seguro de que ninguno de ellos derivaba de la venta de bronce martilleado. Pero constituía un afortunado eufemismo.

—Según el teniente Hajjar, tú crees que Abu Adil está planeando echarte del negocio.

—Sólo el unificador de las naciones puede hacer eso, hijo mío. —Papa me dirigió una afable mirada—. Pero me halaga tu interés. No tienes por qué preocuparte por Abu Adil.

—Puedo emplear mi cargo en la comisaría para averiguar qué trama.

Se levantó y se pasó la mano por el cabello blanco.

—Si lo deseas, si eso te tranquiliza.

Kmuzu retiró mi silla de la mesa y yo también me puse en pie.

—Te ruego que me disculpes. Que tu mesa te complazca. Te deseo una buena comida.

Friedlander Bey se acercó a mí y me besó en ambas mejillas.

—Ten cuidado, querido —dijo—. Estoy orgulloso de ti.

Mientras salía del comedor, me volví para ver a Papa sentado otra vez en su silla. El viejo tenía un semblante sombrío y la Roca Parlante se inclinó para oír algo que Papa decía. Me pregunté qué era lo que Friedlander Bey compartía con su esclavo, pero no conmigo.

—¿Ya te has mudado? —pregunté a Kmuzu mientras regresábamos a mi habitación.

—He de llevar un colchón, yaa Sidi. Me bastará para esta noche.

—Muy bien. Tengo trabajo en el ordenador.

—¿El informe de Reda Abu Adil?

Le miré incisivamente.

—Sí, exacto.

—Tal vez pueda ayudarte a hacerte una idea clara del hombre y sus circunstancias.

—¿Por qué sabes tanto de él, Kmuzu?

—Cuando llegué por primera vez a la ciudad, me empleé como guardaespaldas de una de las esposas de Abu Adil.

Esa información era excepcional. Pensadlo: empiezo una investigación sobre un completo desconocido y resulta que mi recién estrenado esclavo ha trabajado para ese hombre. Me olí que no era una coincidencia. Tenía fe en que con el tiempo todo encajaría. Tan sólo esperaba estar sano y salvo para entonces.

Me detuve en la puerta de mi habitación.

—Ve a traer tu cama y tus pertenencias —le dije a Kmuzu—. Estaré con el fichero de Abu Adil. No temas molestarme. Cuando trabajo se necesita la explosión de una bomba para distraerme.

—Gracias, yaa Sidi. Haré el menor ruido que pueda.

Empecé a girar el pomo de la puerta. Kmuzu me hizo una ligera reverencia y se dirigió a las dependencias de los criados. Cuando dobló la esquina, eché a correr en dirección opuesta. Fui al garaje a buscar el coche. Me sentía raro, escondiéndome de mi propio criado, pero no deseaba tenerlo tras mis talones toda la noche.

Crucé el barrio cristiano y luego un distrito comercial de lujo al este del Budayén. Aparqué el coche en el bulevar il-Jameel, no lejos de donde Bill solía dejar el taxi. Antes de bajar del coche cogí mi caja de píldoras. Hacía mucho tiempo que no me medicaba con afables drogas. Estaba bien servido, gracias a mi elevado sueldo y los nuevos contactos que hice a través de Papa. Elegí un par de trifets azules. Tenía tanta prisa que me los tragué allí mismo, sin agua. En un momento me sentí indómito y rebosante de energía. Iba a necesitar ayuda, porque me esperaba una horrible escena.

Pensé en conectarme un moddy, pero en el último momento me eché atrás. Debía hablar con Chiri y la respetaba lo suficiente como para presentarle mi propia cabeza. Aunque poco después las cosas podían cambiar. Sentía que volvía a casa como alguien totalmente diferente.

El club de Chiri estaba abarrotado esa noche. El aire era plácido y cálido dentro, endulzado por una docena de perfumes distintos, agrios, a sudor y cerveza derramada. Los transexuales y los travestis preoperados parloteaban con los clientes con falsa ternura y su risa rompía la música estridente mientras pedían más cócteles de champaña. Brillantes destellos de neón rojo y azul producían rayas oblicuas detrás de la barra, y centelleantes puntos de luz, reflejo de unas bolas de espejuelos giratorias, titilaban en las paredes y en el techo. En un rincón, en un holograma, Dulce Pilar se retorcía sola sobre un abrigo de visón dorado extendido sobre la blanca arena de una romántica playa. Era un potenciador de su nuevo moddy sexual, Arde despacio. La miré un instante casi hipnotizado.

—Audran —dijo la ronca voz de Chiriga. No parecía contenta de verme—. Jefe.

—Escucha, Chiri. Deja que…

—Lily —llamó a uno de los transexuales—, sirve una copa al nuevo propietario. Ginebra y bingara con una pizca de lima. —Me miró con fiereza—. El tende es mío, Audran. Reserva privada. No va con el club, me lo llevo conmigo.

Me lo estaba poniendo difícil. Podía imaginar cómo se sentía.

—Espera un minuto, Chiri. No tengo nada que ver con…

—Éstas son las llaves. Ésta es la de la caja. El dinero es todo tuyo. Las chicas son tuyas, los dolores de cabeza también son tuyos a partir de ahora. Si tienes algún problema ve a Papa. —Cogió la botella de tende de debajo de la barra—. Kwa herí, cabrón —me soltó, y luego abandonó el club como un ciclón.

Todo quedó en silencio. Fuera cual fuese la canción que estaba sonando, se acabó y nadie puso otra. Un travesti llamado Kandy estaba en el escenario y se quedó allí mirándome como si fuera a empezar a babear y a desgañitarme en cualquier momento. La gente se levantó de los taburetes de mi alrededor y me dieron de lado. Miré sus rostros y distinguí en ellos hostilidad y repulsión.