Friedlander Bey deseaba que me divorciara de todos mis contactos en el Budayén. Convertirme en policía había sido un buen comienzo, pero a pesar de ello tenía unos pocos amigos fieles. Obligar a Chiri a vender su club había sido otro golpe genial. Pronto estaría tan solo y sin amigos como el propio Papa, con la diferencia de que yo no dispondría del consuelo de su riqueza y su poder.
—Mirad —dije—, todo esto es un error. Tengo que hablar con Chiri. Indihar, ocúpate tú, ¿quieres? Vuelvo en seguida.
Indihar me dirigió otra mirada desdeñosa. No dijo nada. No podía seguir allí ni un minuto más. Cogí las llaves que Chiri había tirado sobre la barra y salí fuera. No estaba en la Calle. Podía haberse ido directamente a casa, aunque probablemente habría ido a otro club.
Fui a la Fée Blanche, el café del viejo Gargotier en la calle Nueve. Saied, Mahmoud, Jacques y yo pasábamos mucho tiempo allí. Nos gustaba sentarnos en el patio y jugar a cartas a primera hora de la noche. Era un buen lugar para empezar la marcha.
Todos estaban allí. Jacques era la mascota cristiana de nuestro grupo. Le gustaba decir a la gente que tenía tres cuartos de europeo. Jacques era estrictamente heterosexual y se enorgullecía de ello. Nadie le quería demasiado. Mahmoud era una transexual, antes era una bailarina de finas caderas y ojos de cervatillo en los clubes de la Calle. Ahora era pequeño, ancho y violento, como uno de esos malvados djinn a quienes debes burlar para rescatar a la princesa encantada. Oí que en aquel momento dirigía la prostitución organizada del Budayén para Friedlander Bey. Saied Medio Hajj me observó desde el borde de su vaso de Johnny Walker, su bebida favorita. Llevaba el moddy de tipo duro y precisamente buscaba que le diera una excusa para partirme la cara.
—¿Qué tal? —dije.
—Eres una basura, Audran —dijo Jacques tranquilamente —. ¡Qué asco!
—Gracias, pero no puedo quedarme mucho rato.
Me senté en la silla vacía. Monsieur Gargotier se acercó a ver si esa noche iba a gastar algún dinero. Su expresión era tan estudiadamente neutral que podía decir que él también odiaba mis entrañas.
—¿Habéis visto pasar a Chiri hace un instante? —pregunté.
Monsieur Gargotier se aclaró la garganta. No le hice caso y se largó.
—¿Quieres hundirla aún más? —preguntó Mahmoud—. ¿Se ha llevado algunos pisapapeles de tu pertenencia? Déjala tranquila, Audran.
Ya era suficiente. Me levanté y Saied hizo lo mismo. Dio dos rápidos pasos hacia mí, cogió mi manto con una mano y lanzó su puño hacia atrás. Antes de que pudiera sacudirme, le golpeé en la nariz, y ésta empezó a sangrar. Estaba perplejo, pero su boca empezó a torcerse de rabia. Agarré el moddy de su implante corímbico y lo desconecté. Podía ver sus ojos desenfocados. Durante un momento debió de estar completamente desorientado.
—Déjame en paz —le dije sentándolo en su silla de un empujón—. Todos vosotros.
Lancé el moddy al regazo de Medio Hajj.
Enfilé la Calle hacia abajo hirviendo de ira. No sabía qué hacer. El club de Chiri —ahora mi club— estaba abarrotado de gente y no podía contar con Indihar para mantener el orden. Decidí volver y capear el temporal. Antes de que me diera tiempo a alejarme, Saied salió tras de mí y me puso la mano en el hombro.
—Te estás volviendo bastante impopular, magrebí.
—No toda la culpa es mía.
Sacudió la cabeza.
—Tú permites que suceda. Tú eres el responsable.
—Gracias —le dije, y seguí caminando.
Me cogió la mano derecha y me entregó el moddy de malas pulgas.
—Toma esto, creo que lo necesitarás.
Fruncí el ceño.
—Los problemas que tengo exigen la cabeza clara, Saied. Tengo que meditar sobre todas esas cuestiones morales. No sólo sobre Chiri y su club. Otras cosas.
Medio Hajj gruñó.
—No te entiendo, Marîd. Pareces una vieja gloria cansada. Eres tan malo como Jacques. Si eliges cuidadosamente tus moddies no tendrás que preocuparte por cuestiones morales. Dios sabe que yo nunca lo hago.
Eso era lo que necesitaba oír.
—Ya nos veremos, Saied.
—Sí —dijo regresando a la Fée Blanche.
Fui al club de Chiri, eché a todo el mundo, cerré el local y volví a casa de Friedlander Bey. Subí pesadamente la escalera hasta mi habitación, satisfecho de que el largo día lleno de sorpresas hubiera acabado por fin. Mientras me disponía a acostarme, Kmuzu apareció por la puerta.
—No debes engañarme, yaa Sidi.
—¿He herido tus sentimientos, Kmuzu?
—Estoy aquí para ayudarte. Lamento que rechaces mi protección. Llegará el día en que te alegres de poder llamarme.
—Es posible —dije—, pero, mientras tanto, ¿qué tal si me dejas tranquilo?
Se encogió de hombros.
—Alguien quiere verte, yaa Sidi.
Pestañeé.
—¿Quién?
—Una mujer.
No tenía la suficiente energía como para hablar con Umm Saad ahora. Pero podía tratarse de Chiri…
—¿Le digo que entre? —preguntó Kmuzu.
—Sí, qué demonios.
Todavía estaba vestido, aunque muy cansado. Me prometí que sería una conversación breve.
—¿Marîd?
Miré a mi alrededor. Enmarcada por la puerta, con un viejo y desastrado abrigo marrón, sosteniendo una cutre maleta de plástico estaba Ángel Monroe. Mamá.
—He venido a pasar unos cuantos días contigo en la ciudad —me dijo, riendo ebriamente—. Hey, ¿no te alegras de verme?
5
El lunes por la mañana, cuando mi fabuloso potenciador me despertó, me quedé unos instantes en la cama, pensando. Estaba dispuesto a admitir que quizás había cometido algunos errores la noche anterior. No estaba seguro de cómo podía haber arreglado la situación con Chiri, pero al menos podía haberlo intentado. Se lo debía, a ella y a nuestra amistad. Más tarde, tampoco me llenó de alegría ver a mi madre en la puerta. Resolví la situación soltándole cincuenta kiams y devolviéndola a la noche. Hice que Kmuzu la acompañara a buscar habitación en un hotel. Durante el desayuno, Friedlander Bey me brindó una crítica constructiva sobre dicha decisión.
Estaba furioso. Un matiz tosco y áspero en su voz me indicaba que se contenía para no gritarme. Me puso la mano en el hombro y le noté temblar de emoción. Percibí el perfume a menta de su aliento mientras recitaba el noble Corán.
—Si uno de tus progenitores o ambos llegan a la vejez, no te avergüences de ellos ni los rechaces, habíales con palabras amables. Inclínate ante ellos con sumisión y benevolencia y di: «¡Señor! Ten misericordia de ellos, tal como cuidaron de mí cuando yo era pequeño».
Me estremecí. Que te inunde la ira de Friedlander Bey es una especie de práctica para el día del juicio final. Él habría considerado sacrílega la comparación, pero nunca había sido el blanco de su propia furia.
No pude evitar tartamudear.
—Te refieres a Ángel Monroe.
Jo, fue una tontería decirlo, pero Papa me había sorprendido con su diatriba. Aún no podía pensar con claridad.
—Hablo de tu madre. Vino a ti en la necesidad y tú le diste la espalda.
—Hice lo que pude por ella.
Me preguntaba cómo se había enterado Papa del incidente.
—¡No rechaces a tu madre para que viva con extraños! Ahora debes implorar el perdón de Alá.
Eso me hizo sentir un poco mejor. Era una de esas ocasiones en las que «Alá» quería decir «Friedlander Bey». Había pecado contra su código personal, pero si encontraba las palabras y las acciones adecuadas volvería a la buena senda.