—Oh caíd —dije despacio, midiendo mis palabras—, conozco tus sentimientos sobre alojar mujeres en casa. Dudé en invitarla a quedarse a pasar la noche bajo tu techo y era demasiado tarde para consultarte. Valoré la necesidad de mi madre y tus costumbres e hice lo que creí conveniente.
Bueno, era casi cierto.
Me miró, pero podía ver que su ira se había desvanecido.
—Tu acción fue para mí peor afrenta que albergar a tu madre como huésped en mi casa.
—Lo comprendo, oh caíd, y te ruego que me perdones. No quiero ofenderte ni pasar por alto las enseñanzas del Profeta.
—Que la bendición de Alá y la paz sean con él —murmuró Papa automáticamente. Movió la cabeza apesadumbrado, pero su expresión se iluminaba a cada segundo—. Eres aún muy joven, hijo mío. No es el último error de apreciación que cometerás. Si quieres convertirte en un hombre justo y un líder clemente, debes aprender de mi ejemplo. Cuando tengas dudas, nunca temas buscar mi consejo, a la hora que sea y en el lugar que sea.
—Sí, oh caíd —dije bajito.
La tormenta había pasado.
—Ahora debes encontrar a tu madre, traerla aquí y alojarla en los aposentos adecuados. Tenemos muchas habitaciones vacías, esta casa es tan tuya como mía.
Por su tono supe que la conversación había concluido y me alegré. Había sido como pasar entre los minaretes de la mezquita Shimaal sobre la cuerda floja.
—Eres el padre de la amabilidad, oh caíd.
—Ve en paz, hijo mío.
Regresé a mi habitación, olvidando el desayuno. Kmuzu, como siempre, me siguió.
—Oye, ¿le dijiste a Friedlander Bey lo que sucedió anoche? —le pregunté como si se me acabara de ocurrir.
—Yaa Sidi —dijo con una expresión vacua—, es voluntad del amo de la casa que le cuente estas cosas.
Me mordí el labio, pensativo. Hablar con Kmuzu era como dirigirse a un oráculo mítico: debía asegurarme de plantear mis preguntas con absoluta precisión, u obtendría una respuesta absurda. Simplemente le dije:
—Kmuzu, tú eres mi esclavo, ¿no es así?
—Sí.
—¿Y me obedeces a mí?
—Te obedezco a ti y al amo de la casa, yaa Sidi.
—Aunque no necesariamente en ese orden.
—No necesariamente —admitió.
—Bien, voy a darte una orden sencilla, sin ambages. No tienes que aclararlo con Papa porque ha sido él quien me lo ha insinuado. Quiero que encuentres una habitación vacía en algún lugar de la casa, preferiblemente alejada de aquí, e instales a mi madre con toda comodidad. Quiero que dediques todo el día a velar por sus necesidades. Cuando vuelva del trabajo, hablaré con ella sobre sus planes para el futuro, eso significa que no debe ingerir ni drogas ni alcohol.
Kmuzu asintió.
—No puede conseguir esas cosas en esta casa, yaa Sidi.
Yo no tenía ningún problema en agenciarme mis fármacos y supuse que Ángel Monroe también tendría su propia reserva de emergencia oculta en algún lugar.
—Ayúdala a deshacer sus maletas y aprovecha la oportunidad para asegurarte de que deja todos sus productos tóxicos en la puerta.
Kmuzu me dirigió una mirada ceñuda.
—La mides por un rasero más estricto que a ti mismo —dijo con calma.
—Sí, tal vez —le respondí, molesto—. En cualquier caso, tú no eres quién para decirlo.
—Perdóname, yaa Sidi.
—Olvídalo. Hoy yo mismo conduciré el coche para ir a trabajar.
A Kmuzu no le gustó la idea.
—Si te llevas el coche, ¿cómo traeré a tu madre desde el hotel?
Sonreí despacio.
—En una litera, en una carreta de bueyes, alquila una recua de camellos, no me importa. Tú eres el esclavo, arréglatelas como puedas. Te veré esta noche.
Sobre mi escritorio había otro grueso sobre repleto de billetes. Uno de los pequeños ayudantes de Friedlander Bey lo había dejado en mi habitación mientras yo estaba abajo. Cogí el sobre y el maletín, y me largué antes de que Kmuzu pusiera alguna otra pega.
Mi maletín todavía contenía el fichero sobre Abu Adil en la célula de memoria. Se suponía que debía haberlo leído la noche anterior, pero ni lo había mirado. Seguramente Hajjar y Shaknahyi se iban a enfadar, pero no me importaba. ¿Qué podían hacerme? ¿Despedirme?
Primero conduje hasta el Budayén, dejé mi coche en el bulevar y caminé desde allí hasta la tienda de moddies de Laila en la calle Cuatro. La tienda de Laila era pequeña, pero tenía estilo, encajonada entre un oscuro antro y un bullicioso bar que hacía las delicias de los transexuales adolescentes. Los moddies y los daddies, almacenados en cubos, estaban cubiertos de polvo y de una fina arenilla, y generaciones de pequeños insectos se habían reunido con su creador entre sus mercancías. No era elegante, pero lo que te daba, la mayoría de las veces, era bueno y a un precio honrado. El resto de las veces te llevabas mercancía defectuosa, sin valor e incluso peligrosa. Enchufarme uno de esos antiguos y carcomidos moddies de Laila directamente en el cerebro, solía producirme una pequeña descarga de adrenalina.
Siempre llevaba un moddy conectado y nunca dejaba de sollozar. Sollozaba un «hola», sollozaba un «adiós», sollozaba de placer y de dolor. Cuando rezaba, sollozaba a Alá. Tenía una piel negra y curtida, tan arrugada como una uva pasa, y un despoblado pelo blanco. Laila no era alguien con quien deseases pasar un montón de tiempo. Esa mañana llevaba un moddy, pero aún no podía decir cuál. A veces era una famosa actriz de película euroamericana o de holo, o un personaje de una novela olvidada o la propia Dulce Pilar. Fuera quien fuese, estaba lloriqueando. Eso era todo lo que podía apreciar.
—¿Qué tal, Laila?
Esa mañana la tienda despedía un olor acre a amoníaco. Laila vertía el asqueroso líquido rosa de una botella de plástico por los rincones de la tienda. No me preguntéis por qué.
Me miró y me ofreció una sonrisa lenta y encantadora. Era la expresión que se te pone después de la completa satisfacción sexual o de una gran dosis de soneína.
—Marîd —dijo con serenidad.
Aún sollozaba, pero ahora era un sollozo sereno.
—Hoy voy a salir a patrullar y pensé que tal vez tú tendrías…
—Marîd, esta mañana ha venido una muchachita y me ha dicho: «Madre, los ojos de los narcisos están abiertos y las mejillas de las rosas arreboladas. ¿Por qué no sales y ves lo maravillosamente que la naturaleza ha adornado el mundo?».
—Laila, si me concedes sólo un minuto…
—Y yo le dije: «Hija, eso que hace tus delicias se esfumará en una hora y ¿qué provecho le habrás sacado? En lugar de eso, ven dentro y busca conmigo la belleza superior de Alá, que creó la primavera».
Laila terminó su pequeña homilía y me miró expectante como si esperara que yo aplaudiera o me desmayara de la iluminación.
Había olvidado el éxtasis religioso. Sexo, drogas y éxtasis religioso. Ésas eran las grandes ventas de la tienda de Laila y ella las comprobaba todas personalmente. Cada moddy llevaba su Sello de Aprobación personal.
—¿Puedo hablar ahora? ¿Laila?
Me miró, balanceándose precariamente. Levantó despacio uno de sus huesudos brazos y se desenchufó el moddy. Parpadeó unas cuantas veces y su sonrisa amable desapareció.
—¿Quieres algo, Marîd? —dijo en su estridente voz.
Laila era gata vieja, corría el rumor de que de niña había visto a los imanes poner los cimientos de los muros del Budayén. Pero conocía sus moddies. No conozco a nadie que sepa más sobre viejos moddies fuera de circulación. Creo que Laila debe de haber sido uno de los primeros implantes experimentales del mundo, porque su cerebro nunca ha funcionado bien desde entonces. El modo en que abusa de la tecnología debe de haber quemado sus células grises hace tiempo. Ha soportado torturas cerebrales que habrían convertido a cualquiera en un zombie errante. Probablemente a Laila se le había hecho un callo en el cerebro que evitaba que nada se filtrase. Nada en absoluto.