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—Entonces, estará en el callejón. Debes de haberlo perdido la última vez que fuiste a mear.

Saied dio un puñetazo en la barra.

—Está oscureciendo y debo coger el autobús.

—Aún te da tiempo a buscarlo —dijo Hisham, sin demasiada convicción.

Medio Hajj se rió sin ganas.

—Una piedra como ésa, que vale cuatro mil dinares tunecinos, parece un fino guijarro entre un millón. Nunca la encontraré a la luz del crepúsculo. ¿Qué voy a hacer?

El viejo se mordió los labios y pensó un instante.

—¿Estás resuelto a tomar el autobús cuando pase? —le preguntó.

—Oh hermano, debo hacerlo. Tengo negocios urgentes.

—Te ayudaré si puedo. Tal vez encuentre tu piedra. Dame tu nombre y dirección, si encuentro el diamante te lo enviaré.

—¡Qué Alá te bendiga a ti y a tu familia! —dijo Saied—. Tengo pocas esperanzas de que lo logres, pero me consuela que hagas lo que puedas. Estoy en deuda contigo. Convendremos una recompensa apropiada.

Hisham miró a Saied entornando los ojos.

—No pido ninguna recompensa —dijo despacio.

—Por supuesto que no, pero insisto en ofrecértela.

—No es necesario que me recompenses. Considero mi deber ayudarte, como hermano musulmán.

—A pesar de todo —prosiguió Saied—, si encuentras la funesta piedra, te daré mil dinares tunecinos para la manutención de tus hijos y el consuelo de tus ancianos padres.

—Sea como desees —dijo Hisham con una pequeña reverencia.

—Vamos —dijo mi amigo—, déjame apuntarte mi dirección.

Mientras Saied apuntaba su nombre en el pedazo de papel, oí el traqueteo del autobús en la parada del exterior del edificio.

—¡Que Alá te conceda un buen viaje! —dijo el viejo.

—¡Y que él te conceda prosperidad y paz! —dijo Saied, apresurándose a subir al autobús.

Esperé unos tres minutos. Ahora era mi turno. Me levanté y di un par de pasos tambaleantes. Tenía grandes problemas para caminar en línea recta. Podía ver como el dueño me miraba con desprecio.

—¿Qué diablos quieres, asqueroso mendigo?

—Un poco de agua.

—¡Agua! ¡Compra algo o lárgate!

—Una vez un hombre preguntó al Mensajero de Dios, que Alá le bendiga, qué era lo más noble que podía hacer un hombre. La respuesta fue: «Dar de beber al sediento». Eso es lo que te pido.

—Pídeselo al Profeta. Estoy ocupado.

Asentí. No esperaba que ese mal bicho me diera de beber gratis.

Me apoyé contra el mostrador y contemplé la pared. El establecimiento no se estaba quieto.

—¿Qué quieres ahora? Te he dicho que te largues.

—Intentaba recordar —dije con obstinación—. Tenía algo que decirte. Ah sí, ya sé.

Busqué en el bolsillo de mis téjanos y saqué una resplandeciente piedra redonda.

—¿No es eso lo que andaba buscando ese hombre? La encontré fuera. ¿Es ésta…?

El viejo intentó arrebatármela de la mano.

—¿Dónde la encontraste? En el callejón, ¿no es cierto? En mi callejón. Luego es mía.

—No, yo la encontré. Es…

—Me dijo que quería que la buscara.

El tendero ya imaginaba en qué iba a gastar el dinero de la recompensa.

—Dijo que te daría dinero por ella.

—Es cierto. Escucha, tengo su dirección. De nada te sirve la piedra sin la dirección.

Lo pensé unos segundos.

—Sí, oh caíd.

—Y de nada me sirve a mí la dirección sin la piedra. Así que ésta es mi oferta: te daré doscientos dinares por ella.

—¿Doscientos? Pero él dijo…

—Dijo que me daría mil. A mí, estúpido borracho. Para ti no tiene ningún valor. Toma los doscientos. ¿Cuánto hace que no tienes doscientos dinares en el bolsillo?

—Mucho tiempo.

—Apuesto a que sí. ¿Entonces?

—Primero dame el dinero.

—Dame la piedra.

—El dinero.

El viejo murmuró algo y se dio media vuelta. Sacó una herrumbrosa lata de café de debajo del mostrador. Contenía un grueso fajo de billetes viejos y gastados. Sacó doscientos dinares.

—Aquí los tienes, y me cago en tu puta madre.

Cogí el dinero y me lo metí en el bolsillo. Luego le di la piedra a Hisham.

—Si te das prisa —dije, farfullando las palabras a pesar de que no había bebido nada, ni ingerido ninguna droga, en todo el día—, todavía lo pescas. El autobús aún no ha salido.

El hombre me sonrió.

—Voy a darte una lección de ingenio mercantil. El respetable caballero me ofreció mil dinares por una piedra que vale cuatro mil. ¿Debo aceptar la recompensa o vender la piedra por lo que vale?

—Vender la piedra te acarreará problemas —le dije.

—Ya me ocuparé yo de ellos. Ahora, vete al infierno. No quiero volver a verte por aquí nunca más.

No debía preocuparse por ello. Al salir del cochambroso café, me quité el moddy. No sabía de dónde lo había sacado Medio Hajj, tenía una etiqueta de Malacca, pero no creo que fuera una pieza de hardware legal. Era un moddy idiotizante, cuando me lo conectaba se comía la mitad de mi inteligencia y me volvía vacilante, estúpido y apenas capaz de llevar a cabo mi mitad del plan. Sin él, de repente volví a cobrar consciencia del mundo y fue como despertar de un vago sueño narcótico. Después de enchufarme ese moddy pasaba media hora enfadado. Me odiaba a mí mismo por haber aceptado llevarlo, odiaba a Saied por inducirme a hacerlo. No se lo iba a enchufar él, Medio Hajj, con su preciosa imagen. Así que yo lo llevaría, a pesar de estar dotado de dos modificaciones intracraneales como nadie y de la capacidad de daddy suficiente como para convertirme en el hijo de puta más inteligente de la creación. Y aun así, Saied me convenció para reducirme a mí mismo hasta casi un vegetal.

En el autobús me senté junto a él, pero no tenía ganas de hablarle ni de escucharle bravuconear.

—¿Qué hemos sacado por ese pedazo de cristal? —quería saber Saied.

Ya había restituido el verdadero diamante a su anillo.

Me limité a darle el dinero. Era su juego, era su puntuación. Nada podía importarme menos. Aún no sé por qué le seguía la corriente, sólo porque me dijo que si no lo hacía no me acompañaba a Argelia.

Contó los billetes.

—¿Doscientos? ¿Eso es todo? Las dos últimas veces sacamos más. Bueno, ¡qué demonios!, son doscientos dinares más que podemos gastar en Argel. «Ven conmigo a la Kasbah.» Poco se imaginan esos muchachos con ojos de gacela lo que les espera, durante la noche perfumada de limón.

—Este apestoso autobús, eso es lo que les espera, Saied.

Me miró con los ojos muy abiertos, luego se echó a reír.

—No eres nada romántico, Marîd —me dijo—. Desde que te llenaron el cerebro de cables, no resultas nada divertido.

—Y qué pasa.

No deseaba seguir hablando. Simulé dormir. Simplemente cerré los ojos y escuché el traqueteo del autobús sobre el pavimento roto, entre las risas y las incesantes disputas de los demás pasajeros. El apestoso autobús estaba lleno y hacía calor, pero hora tras hora me conducía hasta la solución de mi propio misterio. Había llegado a un punto en mi vida en que necesitaba averiguar quién era yo en realidad.

El autobús se detuvo en la ciudad beréber de Annaba y subió a bordo un viejo de barba entrecana que vendía néctar de albarico-que. Pedí uno para mí y otro para Medio Hajj. Los albaricoques son el orgullo de Mauritania, y el zumo era el primer signo patente de que nos acercábamos a casa. Cerré los ojos e inhalé ese delicado aroma de albaricoque, luego di un trago y saboreé la densa dulzura. Saied engulló el suyo sin un gruñido y me dio unas rudas «gracias», con la delicadeza de un murciélago muerto.

La carretera viró hacia el sur, alejándose de la oculta e invisible costa, hacia la ciudad de Constantino. Aunque era tarde, casi medianoche, le dije a Saied que deseaba bajar del autobús y pillar algo de cena. No había comido nada desde el mediodía. Constantino, construida sobre un elevado risco de piedra caliza, es la única ciudad antigua del este de Argelia que ha sobrevivido durante siglos a las invasiones extranjeras. Pero lo único que me preocupaba era la comida. Hay un plato típico de Constantino llamado chorba be’ida bel kefta, una sopa de albóndigas cocinada con cebollas, pimienta, guisantes, almendras y canela. Lo menos hacía quince años que no la probaba, me importaba un comino si perdíamos el autobús y teníamos que esperar otro hasta mañana, iba a tomarme la sopa. Saied pensó que estaba loco.