Rodeó la esquina del café por el norte, dirigiéndose a la entrada trasera.
Dudé. Sabía que las unidades de refuerzo llegarían pronto y decidí dejar que ellos controlasen a la muchedumbre. En ese momento había cosas más importantes que hacer. Tenía el Guardián Completo. Abrí el precinto con los dientes y me lo conecté.
Audran estaba sentado ante una mesa del tenuemente iluminado salón San Saberlo de Florencia, escuchando a un grupo de músicos interpretar un tímido cuarteto de Schubert. Frente a él se sentaba una hermosa mujer rubia llamada Costanzia. Ella se llevó una taza a los labios y sus ojos azules le miraron por encima del borde. Su sutil y fascinante fragancia le hizo pensar a Audran en atardeceres románticos y promesas pronunciadas a media voz.
—Debe de ser el mejor café de la Toscana —murmuró.
Su voz era dulce y agradable. Le brindó una amable sonrisa.
—No hemos venido aquí para beber café, querida. Hemos venido a ver los nuevos modelos de la temporada.
Ella gesticuló con la mano.
—Ya tengo bastante. Ahora relajémonos.
Audran le sonrió con ternura y levantó su delicada taza. El café tenía el exquisito color de la caoba pulida y los haces de vapor que emanaba destilaban un aroma celestial, fascinante. El primer sorbo le pareció suculento. Mientras el café, caliente y extraordinariamente delicioso, bajaba por su garganta, se percató de que Costanzia tenía toda la razón. Nunca antes le había satisfecho tanto una taza de café.
—Siempre recordaré este café —dijo Audran.
—Volvamos el año que viene, querido —dijo Costanzia.
Audran sonrió con indulgencia.
—¿Por la nueva moda de San Saberlo?
Costanzia alzó la taza y sonrió.
—Por el café.
Después del anuncio se produjo un apagón durante el que Audran no pudo ver nada. Se preguntó quién era Costanzia, pero la desterró de su mente. Mientras empezaba a atenazarle el pánico, la visión se aclaró. Sintió un ligero mareo y entonces fue como si despertase de un sueño. Era frío y calculador, y tenía un trabajo que hacer. Se había convertido en el Guardián Completo.
No podía ver ni oír lo que estaba ocurriendo dentro. Supuso que Shaknahyi entraba con sigilo por la trastienda del café. Audran planeaba dar a su compañero todo el apoyo que le fuera posible. Saltó la verja de hierro.
El viejo de la mesa le miró.
—No dudo de que estás ansioso por leer mis manuscritos —dijo.
Audran reconoció a Ernst Weinraub, un expatriado de algún país centroeuropeo. Weinraub se creía un escritor, pero Audran nunca le había visto terminar otra cosa que no fueran cantidades industriales de anisette o bourbon.
—Señor —le dijo—, aquí corre peligro. Le ruego que salga a la calle. Por su propia seguridad, haga el favor de salir del café.
—Aún no es medianoche —se quejó Weinraub—. Déjeme al menos acabar mi bebida.
Audran no tenía tiempo para bromear con el viejo borracho. Cruzó el patio con decisión, hacia el interior del bar.
La escena del interior no parecía muy temible. Monsieur Gargotier estaba de pie tras la barra, ante el inmenso y agrietado espejo. Su hija Maddie estaba sentada a una mesa cerca de la pared trasera. Un joven se sentaba a una mesa junto a la pared oeste, bajo la colección de Gargotier de descoloridas fotos de la colonia de Marte. Las manos del joven descansaban sobre una cajita. Su cabeza se movió para mirar a Audran.
—¡Lárgate de aquí o todo este lugar explotará! —gritó.
—Estoy seguro de que hará lo que dice, Monsieur —dijo Gargotier, que parecía aterrorizado.
—¡Apuéstate el culo a que lo haré! —dijo el joven.
Ser un oficial de policía significaba enfrentarse a situaciones peligrosas y ser capaz de tomar decisiones rápidas y seguras. El Guardián Completo sugirió que, para tratar con un individuo mentalmente perturbado, Audran debía intentar descubrir qué le preocupaba e intentar calmarlo. El Guardián Completo recomendaba que Audran no se burlase del individuo, ni mostrase hostilidad, ni le desafiase a cumplir su amenaza. Audran levantó la mano y le habló con serenidad.
—No voy a amenazarte —dijo Audran.
El individuo se echó a reír. Llevaba el pelo largo y sucio, una barba de varios días, y vestía unos téjanos desgastados y una camisa de algodón a cuadros arremangada. Se parecía un poco a Audran antes de que Friedlander Bey elevara su nivel de vida.
—¿Te importa si me siento y charlamos? —preguntó Audran.
—Puedo acabar con esto cuando se me antoje —dijo el joven—. Siéntate, si tienes cojones. Pero extiende las manos sobre la mesa.
—Seguro.
Audran apartó una silla y se sentó. Daba la espalda al encargado, pero por el rabillo del ojo podía ver a Maddie Gargotier llorar en silencio.
—No vas a convencerme para que lo deje —dijo el joven.
Audran se encogió de hombros.
—Sólo quiero saber de qué va todo esto. ¿Cómo te llamas?
—¿Y eso qué cono importa?
—Yo me llamo Marîd. Nací en Mauritania.
—Me puedes llamar Al-Muntaqim.
El muchacho de la bomba se había apropiado de uno de los noventa y nueve hermosos nombres de Dios. Significaba «el vengador».
—¿Siempre has vivido en la ciudad? —le preguntó Audran.
—Claro que no. Misr.
—Ése es el nombre común de El Cairo, ¿no? —preguntó Audran.
Al-Muntaqim se irguió furioso. Apuntó con un dedo a Gargotier detrás de la barra y sollozó:
—¿Lo ves? ¿Ves lo que quiero decir? ¡Eso es precisamente de lo que estaba hablando! Bueno, ¡voy a acabar con esto de una vez por todas! Agarró la caja y la destapó.
Audran sintió un terrible dolor por todo el cuerpo. Era como si le estiraran y retorcieron todas las junturas hasta separarle los huesos. Cada músculo de su cuerpo parecía retorcido y la superficie de la piel le dolía como si se la hubieran lijado. La agonía duró escasos segundos y Audran perdió la consciencia.
—¿Estás bien?
No, no me encontraba bien. Por fuera me sentía ardiendo e incandescente como si hubiera estado atado bajo el sol del desierto un par de días. Por dentro mis músculos trepidaban. Pequeños espasmos incontrolados me recorrían los brazos, las piernas, el tronco y el rostro. Tenía un fuerte dolor de cabeza y un horrible gusto amargo en la boca. Me costaba mucho enfocar la vista, como si alguien hubiera extendido un velo ante mis ojos.
Me esforzaba por descubrir quién me hablaba. Apenas podía distinguir la voz porque me retumbaban los oídos. Debía de ser Shaknahyi y eso me indicaba que aún estaba vivo. Durante un terrible minuto, pensé que podía estar en la habitación verde de Alá o en algún otro sitio. No es que estar vivo fuese algo excitante en aquel preciso momento.
—Qué… —dije con voz ronca.
Tenía la garganta tan seca que apenas podía hablar.
—Toma.