Выбрать главу

—¿Que venden qué?

—Orden. Continuidad. Gobierno.

—¿Cómo?

—Mira, la mitad de los países del mundo se han dividido y recombinado hasta que resulta casi imposible saber a quién pertenece uno y quién vive en otro y quién paga impuestos a quién.

—Como lo que sucede ahora mismo en Anatolia —dijo Shaknahyi.

—Exacto. En vida de sus antepasados, el pueblo de Anatolia se llamaba Turquía. Antes había sido el imperio otomano y antes Anatolia otra vez. Precisamente ahora parece que Anatolia se está disgregando en Galacia, Lidia, Capadocia, Nicea y el Bizancio asiático. Una democracia, un emirato, una república popular, una dictadura fascista y una monarquía constitucional. Alguien debe estar encima de todo eso, controlando la situación.

—Tal vez, aunque parece un trabajo arduo.

—Sí, pero quien lo consigue se convierte en el verdadero gobernador del lugar. Ostenta el poder real, porque todos los pequeños estados necesitarán su ayuda para evitar el desmoronamiento.

—Eso es asombroso. ¿Insinúas que ése es el juego de Friedlander Bey?

—Se trata de un servicio. Un importante servicio. Y existen múltiples modos de beneficiarse de la situación.

—Si, tienes razón —dijo admirado.

Al doblar una esquina se alzó ante nosotros una gruesa y alta muralla hecha de ladrillos marrones. Era la mansión de Reda Abu Adil. Parecía tan grande como la de Papa. Cuando nos detuvimos en la puerta custodiada, el lujo de la casa principal parecía aún mayor en contraste con la desolación del vecindario que la rodeaba.

Shaknahyi presentó sus credenciales al guarda.

—Venimos a ver al caíd Reda.

El guarda cogió un teléfono y se comunicó con alguien. Después de un momento nos permitió continuar.

—Hace un siglo o más —dijo Shaknahyi pensativo—, los jefes del crimen utilizaban procedimientos ilícitos para hacer dinero. A veces también se dedicaban a pequeños negocios legales por razones prácticas, para blanquear su dinero.

—¿Sí? ¿Y qué?

—Mira, dices que Reda Abu Adil y Friedlander Bey son dos de los hombres más poderosos del mundo, como «asesores» de estados extranjeros. Eso es perfectamente legal. Sus contactos criminales son mucho menos importantes. Proporcionan el medio de mantener a los asalariados y asociados de los viejos. El mundo al revés.

—Eso es el progreso —dije.

Shaknahyi se limitó a mover la cabeza.

Bajamos del coche patrulla al cálido sol del atardecer. Las tierras frente a la casa de Abu Adil habían sido esmeradamente ajardinadas. En el aire flotaba una fragancia de rosas y el fuerte y agradable perfume de los limoneros. A cada lado de una antigua fuente se encontraban jaulas de pájaros cantores y la música de sus trinos colmaba el aire de letárgica paz. Subimos por el camino de cerámica hacia la puerta, geométricamente tallada, de la mansión. Ya la había abierto un criado y esperaba a que le explicáramos qué se nos ofrecía.

—Soy el agente Shaknahyi y éste es Marîd Audran. Queremos ver al caíd Reda.

El criado asintió pero no dijo nada. Le seguimos dentro de la casa y cerró la pesada puerta de madera detrás de nosotros. Los rayos de sol se filtraban a través de las celosías por encima de nuestras cabezas. Oí a alguien tocando el piano en la lejanía. Distinguí el olor del cordero asado y de la mezcla del café. La miseria, sólo a un tiro de piedra, había sido definitivamente erradicada. La casa era un pequeño mundo autosuficiente, estoy seguro de que eso era lo que pretendía Abu Adil.

Nos condujeron directamente ante la presencia de Abu Adil. Ni siquiera yo podía ver a Friedlander Bey con tanta rapidez.

Reda Abu Adil era un hombre alto y rechoncho. Al igual que Papa era imposible adivinar su edad. Sabía a ciencia cierta que era tan anciano como Friedlander Bey. Vestía una holgada túnica blanca y no portaba ninguna joya. Tenía la barba blanca y el bigote cuidadosamente recortados y un espeso cabello blanco, entre el que sobresalía un moddy de color gris pichón y dos daddies. Era lo bastante experto como para percatarme de que Abu Adil no tenía un enchufe, como el que yo llevaba, y su hardware se conectaba a una entrada corímbica.

Abu Adil se reclinaba sobre una cama de hospital, elevada para que pudiera vernos con comodidad mientras hablábamos. Se tapaba con una costosa manta bordada a mano, y sus nudosas manos descansaban por encima de la manta a cada lado de su cuerpo. Parecían pesarle los párpados, como si estuviera drogado o profundamente dormido. Gesticuló y gimió mientras estuvimos allí. Esperarnos a que dijese algo.

Pero no lo hizo. En cambio, un joven de pie ante el lecho de hospital se dirigió a nosotros.

—El caíd Reda os da la bienvenida a su hogar. Me llamo Umar Abdul-Qawy. Podéis hablar al caíd Reda a través de mí.

Este tal Umar tendría unos cincuenta años. Tenía ojos brillantes y desconfiados y una amarga expresión que parecía no alterarse jamás. También parecía bien alimentado, y vestía una impresionante túnica dorada y un caftán azul metálico. Llevaba la cabeza desnuda y, al igual que su amo, un moddy dividía su escaso pelo. Me desagradó desde el principio.

Era evidente que me encontraba ante mi homólogo. Umar Abdul-Qawy hacía por Abu Adil lo que yo por Friedlander Bey, aunque estoy seguro de que llevaban más tiempo juntos y estaba más familiarizado con el funcionamiento interno del imperio de su amo.

—Si no es un buen momento —dije—, regresaremos más tarde.

—Es un mal momento —dijo Umar—. El caíd Reda sufre los tormentos de un cáncer terminal. Pero, por eso mismo, es difícil que haya un momento mejor.

—Rezaremos por su bienestar —respondí.

Las comisuras de los labios de Abu Adil esbozaron una sonrisa.

Allah yisallimak —dijo Umar—. Dios te bendiga. Ahora, decidme qué os trae por aquí esta tarde.

Era intolerablemente directo. En el mundo musulmán, no se deben hacer averiguaciones sobre el asunto de una visita. La costumbre exige que se observen las leyes de la hospitalidad, al menos un mínimo. Esperaba que nos sirvieran café, cuando no comida. Miré a Shaknahyi.

No pareció molestarle.

—¿Qué negocios tiene el caíd Reda con Friedlander Bey?

Eso desconcertó a Umar.

—¿Por qué? Ninguno en absoluto —dijo, separando las manos.

Abu Adil exhaló un largo y doloroso quejido y cerró los ojos. Umar nunca se volvía hacia él.

—¿Entonces el caíd Reda no se comunica con él para nada? —preguntó Shaknahyi.

—Para nada. Friedlander Bey es un hombre grande e influyente, pero sus intereses están en otra parte de la ciudad. Los dos caíds no han discutido jamás nada que tenga que ver con negocios. Sus intereses no tienen ningún punto en común.

—¿Y Friedlander Bey no es un impedimento ni un obstáculo para los planes del caíd Reda?

—Mirad a mi amo —dijo Umar—. ¿Qué clase de planes creéis que tiene?

Abu Adil parecía totalmente indefenso en su agonía. Me preguntaba por qué nos había enviado Hajjar a un recado tan estúpido.

—Hemos recibido cierta información y debíamos comprobarla —dijo Shaknahyi—. Lamentamos la intromisión.

—Está bien. Kamal os mostrará la salida.

Umar nos contemplaba con una expresión pétrea. Sin embargo, Abu Adil intentó alzar la mano como despedida o bendición, pero se le desplomó inerte sobre la manta.

Seguimos al criado hasta la puerta principal. Cuando nos encontramos solos en el exterior, Shaknahyi rompió a reír.

—Ha sido una especie de representación —dijo.

—¿Qué representación? ¿Me he perdido algo?

—Si hubieras leído todo el fichero, sabrías que Abu Adil no tiene cáncer. Nunca ha padecido cáncer.

—Entonces…

Shaknahyi torció la boca con un gesto de desprecio.