—En el Budayén —dijo Shaknahyi.
—Sí —dijo el sargento.
—¿Quién dio el aviso? ¿Nadie reconoció la voz?
—¿Por qué debían reconocer la voz? —preguntó Catavina.
Shaknahyi se encogió de hombros.
—Hemos tenido dos o tres avisos como éste en los últimos dos meses, por eso.
Catavina me miró.
—Es uno de esos tipos intrigantes. Los hay por todas partes.
El sargento se fue, moviendo la cabeza.
Shaknahyi volvió a mirar la dirección y se metió el papel en un bolsillo de su camisa.
—La trastienda del Budayén, a un escupitajo del cementerio.
—Si no se trata de la llamada de un chiflado —dije—, si es que hay un cadáver.
—Lo habrá.
Le seguí hasta el garaje. Subimos al coche patrulla y atravesamos el bulevar il-Jameel y la gran puerta. Esa mañana la Calle estaba llena de peatones, de modo que Shaknahyi giró hacia el sur por la calle Uno y luego hacia el oeste por uno de los callejones estrechos, llenos de basura, que serpenteaban entre las casas de tejado plano, fachadas estucadas y los antiguos inmuebles de ladrillo.
Shaknahyi subió el coche a la acera. Salimos y echamos una detallada mirada al edificio. Era una casa de dos plantas, pintada de verde pálido, en un estado deplorable. La entrada principal y el vestíbulo apestaban a orina y vómitos. Las celosías de madera que cubrían las ventanas se habían roto hacía tiempo, a juzgar por el aspecto de las cosas. Por dondequiera que pisáramos, aplastábamos ladrillos rotos y fragmentos de cristales. El lugar llevaba meses, o quizás años, abandonado.
Estaba muy silencioso, la calma mortal de una casa en la que han cortado la luz y se echa de menos incluso el débil zumbido de los motores. Mientras nos dirigíamos desde la planta a las habitaciones de la familia en el piso superior, creí oír algo pequeño y rápido escabullirse a través de la basura ante nosotros. Noté el latido de mi corazón y añoré la sensación de serena eficacia que me producía el Guardián Completo.
Shaknahyi y yo registramos un gran dormitorio que una vez perteneció al propietario y a su mujer, y otra habitación que había sido la de los niños. No encontramos nada, excepto más destrucción patética. Un rincón de la casa se había derrumbado por completo, abriéndose al exterior; el clima, los gusanos y los vagabundos habían completado la ruina del cuarto de los niños. Al menos el aire fresco limpiaba el olor agrio y rancio que sofocaba el resto de la casa.
Encontramos el cadáver en la siguiente habitación. Era el cuerpo de una mujer joven, un transexual llamado Blanca que solía bailar en el club de Frenchy Benoit. La conocía lo suficiente para saludarla, pero no mucho más. Yacía en el suelo con las piernas dobladas hacia un lado y los brazos levantados por encima de la cabeza. Sus ojos azules estaban abiertos, mirando de soslayo al techo descolorido por el agua, por encima de mi hombro. Su rostro dibujaba una mueca, como si en la habitación algo horrible la hubiera aterrorizado primero y matado después.
—Te encuentras bien, ¿no? —me preguntó Shaknahyi.
—¿De qué hablas?
Golpeó levemente la mano de Blanca con la punta de su bota.
—¿No irás a vomitar o algo así?
—Las he visto peores.
—Simplemente, no quiero que vomites ni nada de eso. —Se inclinó junto a Blanca—. Sangre en su nariz y oídos. Labios retraídos, dedos engarfiados. Apuesto a que le dispararon a quemarropa con un arma estática de gran calibre. Mírala. No lleva muerta ni media hora.
—¿Sí?
Levantó su brazo y lo dejó caer.
—Todavía no hay rigidez. Y su carne aún está rosada. Cuando te mueres, la gravedad hace que la sangre se estanque. El forense lo explicará mejor.
Algo me resultó extraño.
—Así que el aviso que dieron en la comisaría…
—Apuéstate tus kiams contra el pozo a que llamó el propio asesino.
Sacó su radio y su diario electrónico.
—¿Por qué haría eso un asesino?
Shaknahyi me miró, absorto en sus cavilaciones.
—¿Y qué demonios sé yo? —dijo por fin.
Llamó a Hajjar pidiéndole un equipo de detectives. Luego entró un breve informe en su diario.
—No toques nada —me ordenó sin levantar la vista.
No hacía falta que me lo dijera.
—¿Hemos acabado? —le pregunté.
—En cuanto aparezcan los placas doradas. ¿Tienes prisa por largarte?
No respondí. Le observé guardarse su diario electrónico. Luego sacó una libreta de tapas de vinilo marrón y un lápiz e hizo algunas anotaciones.
—¿Para qué es eso?
—Tomo algunas notas por mi cuenta. Digamos que me gusta, últimamente han ocurrido un par de casos como éste. Han aparecido algunos muertos y parece como si el propio asesino nos lo notificase.
«Por mis ojos —pensé—, si esto resulta ser una serie de asesinatos, hago las maletas y me largo de la ciudad.» Miré a Shaknahyi, que aún estaba en cuclillas junto al cuerpo de Blanca.
—No crees que se trate de asesinatos en serie, ¿verdad?
Se quedó mirándome, pensativo, durante unos segundos.
—No —dijo por fin—. Creo que es algo mucho peor.
8
Me acordaba de lo mucho que al teniente Okking, el predecesor de Hajjar, le gustaba atormentarme. Sin embargo, al margen de esto, Okking siempre acababa su trabajo. Fue un policía astuto, si no brillante, y le preocupaban de verdad las víctimas que veía en un día de trabajo. Hajjar era diferente. Para él todo era el trabajo de un día, pero nada más.
No me sorprendió saber que Hajjar era casi un inepto. Shaknahyi y yo le observamos proceder con la investigación. Frunció el ceño y miró a Blanca.
—Muerta, ¿no? —dijo.
Observé a Shaknahyi hacer una mueca.
—Todo parece indicar que así es, teniente —dijo con voz monótona.
—¿Alguna idea sobre quién quería matarla?
Shaknahyi me miró en busca de ayuda.
—Pudo ser cualquiera —dije—. Probablemente se puso el moddy equivocado con el cliente equivocado.
Hajjar parecía interesado.
—¿De verdad crees eso?
—Mira —dije—. Su enchufe está vacío.
El teniente Hajjar entornó los ojos.
—¿Y qué?
—Una moddy como Blanca nunca iba a ningún sitio sin algo conectado. Resulta sospechoso, eso es todo.
Hajjar se frotó el bigote ralo.
—Me gustaría que os enterarais de todo. Aunque no hay mucho por donde empezar.
—Los chicos de paisano a veces hacen milagros —dijo Shaknahyi.
Parecía muy sincero, pero me guiñó un ojo para indicarme el mal concepto que tenía de ellos.
—Sí, tienes razón —dijo Hajjar.
—Por cierto, teniente —dijo Shaknahyi—, me preguntaba si deseas que sigamos con Abu Adil. No hemos avanzado mucho con él esta última semana.
—¿Queréis volver allí? ¿A su casa?
—A su mayestático palacio, querrás decir —le respondí.
Hajjar me ignoró.
—No os dije que lo hostigarais. Tiene mucho peso en esta ciudad.
—Aja —dijo Shaknahyi—. De cualquier modo, no le estamos hostigando.
—¿Por qué queréis volver a molestarle?
Hajjar me miró, pero no obtuvo ninguna respuesta.
—Tengo la intuición de que Abu Adil tiene algo que ver con estos homicidios sin resolver —dijo Shaknahyi.
—¿Qué homicidios sin resolver? —exigió saber Hajjar.
Noté que Shaknahyi apretaba los dientes.
—Ha habido tres homicidios sin resolver en los últimos dos meses. Cuatro con éste —dijo señalando el cuerpo de Blanca, que el ayudante del forense había cubierto con una sábana—. Pueden estar relacionados entre sí y con Reda Abu Adil.
—Por el amor de Dios, no se trata de homicidios sin resolver —dijo Hajjar irritado—. Son simples casos abiertos. Eso es todo.