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—Casos abiertos —exclamó Shaknahyi. Estaba verdaderamente enojado—. ¿Nos necesitas para algo más, teniente?

—Supongo que no. Vosotros dos podéis volver al trabajo.

Dejamos a Hajjar y a los detectives merodeando entre los restos de Blanca, sus ropas y el polvo de las roñosas ruinas de la casa. Una vez en la acera, Shaknahyi me cogió del brazo y me detuvo antes de entrar en el coche patrulla.

—¿Qué rollo era ese de que la puta había perdido el moddy? —me preguntó.

Me eché a reír.

—Sólo una fanfarronada, pero Hajjar no nota la diferencia. Eso le dará qué pensar.

—Es bueno que el teniente piense de vez en cuando. Su cerebro necesita ejercicio —me sonrió Shaknahyi.

Estábamos a punto de concluir el día. El cielo se había nublado y un fuerte aire caliente nos lanzaba basura y humo a la cara. Un trueno furioso y gruñón amenazaba a lo lejos. Shaknahyi quería volver a la comisaría, pero antes debía ocuparme de algo. Descolgué el teléfono y pronuncié el código de Chiri. Oí como sonaba ocho o nueve veces antes de que ella descolgara.

—Dígame.

Parecía furiosa.

—¿Chiri? Soy Marîd.

—¿Qué quieres, cabrón?

—Mira, no me has dado oportunidad de explicarme. No es culpa mía.

—Ya lo has dicho antes —dijo con una risa arrogante—. Las famosas últimas palabras, querido: «No es culpa mía». Eso es lo que mi tío dijo cuando vendió a mi madre a un maldito comerciante de esclavos árabe.

—No sabía…

—Olvídalo, ni siquiera es cierto. Querías la oportunidad de explicarte, pues explícate.

Bueno, había llegado el momento, pero de repente no sabía qué decirle.

—Lo siento de veras, Chiri.

Volvió a reírse. No era un sonido cordial.

—Una mañana me desperté —proseguí— y Papa me dijo: «Toma, ahora eres el propietario del club de Chiriga, ¿no es maravilloso?». ¿Qué esperabas que le dijera?

—Te conozco, cielo. No espero que le digas nada a Papa. No hace falta que te corte las pelotas, tú se las vendes.

Debí mencionarle que Friedlander Bey había pagado por controlar el centro de castigo de mi cerebro y que podía estimularlo siempre que le diera la gana. Así era como me tenía en el bolsillo. Pero Chiri no lo habría entendido. Podía haberle descrito el tormento que Papa me infligía con sólo apretar un botón. Pero nada de eso le importaba. Lo único que sabía era que la había traicionado.

—Chiri, hace tiempo que somos amigos. Trata de comprenderlo. A Papa se le ocurrió comprar ese club y regalármelo. No tenía ni la menor idea. No quería que me lo regalase. Intenté decírselo, pero…

—Apuesto a que sí. Apuesto a que se lo dijiste.

Cerré los ojos y respiré hondo. Creo que disfrutaba con esto.

—Se lo dije en la medida en que a Papa se le pueden decir las cosas.

—¿Por qué mi local, Marîd? El Budayén está lleno de bares cutres. ¿Por qué eligió el mío?

Yo sabía la respuesta: Friedlander Bey intentaba obligarme a romper los escasos contactos que me ligaban a mi vida anterior. Hacerme policía me separó de la mayoría de mis amigos. Obligar a Chiriga a vender el club la pondría en mi contra. Lo siguiente sería conseguir que Saied Medio Hajj también me odiara.

—Por su sentido del humor, Chiri —dije desesperado—. Sólo para demostrar que Papa siempre está a nuestro alrededor, siempre vigilante, dispuesto a golpearnos con sus flechas ígneas cuando menos lo esperemos.

Hubo un largo silencio.

—Tú no tienes huevos.

Abrí la boca y la volví a cerrar. No sabía de qué estaba hablando.

—¿Qué?

—He dicho que no tienes huevos, panya.

A mí siempre me decía cosas en suahili.

—¿Qué es panya, Chiri? —le pregunté.

—Es una rata grande, sólo que más estúpida y más fea. No te atreves a hacer esto en persona, cabrón. Prefieres llorarme por teléfono. Bien, vas a tener que verme. Hasta aquí hemos llegado.

Cerré los ojos e hice una mueca.

—Muy bien, Chiri, donde quieras. ¿Puedes venir al club?

—El club, ¿dices? Querrás decir mi club, el club que me pertenecía.

—Sí —dije—. Tu club.

—Ni lo sueñes, imbécil de mierda —gruñó—. No voy a poner un pie allí hasta que cambien las cosas. Pero te veré en cualquier otro sitio. Estaré en el local de Courane en media hora. No está en el Budayén, cielo, pero estoy segura de que lo encontrarás. Déjate ver si crees que podrás soportarlo.

Colgó bruscamente y luego escuché la señal de comunicar.

—Te está arrastrando, ¿no? —dijo Shaknahyi.

Shaknahyi disfrutaba de cada momento de mi mortificación. Me caía bien ese tipo, pero a veces era un bastardo.

Colgué el teléfono de mi cinturón.

—¿Has oído hablar de un bar llamado Courane?

Dio un bufido.

—Ese tronco cristiano se dejó caer por la ciudad hace unos años —dijo Shaknahyi mientras conducía el coche patrulla por Rasmiyya, un barrio al este del Budayén en el que no había estado nunca—. Se llama Courane. Se considera un poeta, pero nadie ha visto nunca una prueba de ello. Sea como fuere goza de gran influencia en la comunidad europea. Un día abrió lo que el llama un salón. Un bar tranquilo y oscuro donde todo está hecho de mimbre, cristal y acero inoxidable, lleno de tiestos con plantas de plástico. Ahora ya no atrae a las multitudes, pero rezuma esa melancolía de expatriado.

—Como Weinraub, en el patio de Gargotier —dije.

—Sí —me respondió Shaknahyi—, la diferencia es que Courane dispone de su propio medio de vida. Se queda allí y no molesta a nadie. Al menos concédele eso. ¿Es ahí donde vas a entrevistarte con Chiri?

Le miré y me encogí de hombros.

—Ha sido idea suya.

Me sonrió.

—¿Quieres llamar la atención al entrar?

—No, por favor —murmuré.

Ese Jirji era un guasón.

Veinte minutos más tarde estábamos en un distrito de clase media con casas de dos y tres pisos. Las calles eran más amplias que las del Budayén y los edificios encalados tenían parcelas de tierra a su alrededor, donde habían plantado matorrales y arbustos en flor. Altas palmeras se inclinaban ebriamente a lo largo de los márgenes de la acera. El vecindario parecía desierto, a no ser por los gritos de los niños luchando en las aceras o persiguiéndose unos a otros por las esquinas de las casas. Era una parte de la ciudad muy tranquila y pacífica, tanto que me hacía sentir incómodo.

—Courane está justo allí —dijo Shaknahyi.

Entró en una calle de aspecto más pobre, era poco más que un callejón. Un lado estaba flanqueado por las paredes negras de las mismas casas de tejado plano. Del segundo piso colgaban pequeños balcones y ventanas veladas por gruesas celosías de madera. En el otro lado del callejón se levantaban edificios de madera y unos pocos comercios: una tienda de curtidos, una panadería, un restaurante especializado en platos de judías y un puesto de libros.

Y también Courane, algo insólito en aquel exiguo pasadizo. El propietario había sacado unas pocas mesas fuera, pero nadie se sentaba en las sillas de mimbre pintadas de blanco, bajo las sombrillas de Cinzano. Shaknahyi detuvo el motor y salimos del coche patrulla. Supuse que Chiri no había llegado aún o que me esperaba dentro. Me dolía el estómago.

—¡Agente Shaknahyi!

Un hombre de mediana edad se acercó a nosotros con una sonrisa de bienvenida. Debía de ser de mi estatura, quizás unos ocho o nueve kilos más pesado, con el cabello castaño peinado hacia atrás. Se dieron las manos y luego se volvió hacia mí.

—Sandor —dijo Shaknahyi—, éste es mi compañero, Marîd Audran.