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Tomé la sopa y fue maravilloso. Saied se limitó a mirarme sin mediar palabra y a beberse un vaso de té. Regresamos al autobús a tiempo. Me sentía bien, satisfecho, saciado, y templado por una nostálgica calidez. Tomé asiento al lado de la ventana, creyendo que divisaría un paisaje familiar al cruzar Jijel y Mansouria. Pero tras el cristal estaba tan oscuro como el interior de mi bolsillo, y no vi más que la luna y las estrellas destellando rabiosamente. Sin embargo, creí distinguir los mojones que indicaban que me acercaba a Argel, la ciudad donde había pasado buena parte de mi infancia.

Cuando por fin llegamos a Argel, en algún momento después del amanecer, Medio Hajj me despertó. No recordaba haberme dormido. Me encontraba fatal. Como si tuviera la cabeza llena de afilados cristales rotos, y sentía un pinzamiento en la nuca. Saqué mi caja de píldoras y la contemplé durante unos instantes. ¿Prefería entrar en Argel alucinado, narcotizado o sonámbulo? Era una decisión difícil. Me decidí por librarme del dolor pero conservar la consciencia, de modo que saqué ocho tabletas de soneína. Los sunnies eliminaron el dolor de cabeza —y cualquier otra sensación medianamente desagradable— y más o menos floté desde la estación de autobús de Mustafá hasta un taxi.

—Estás ñipado —dijo Saied cuando nos sentamos en el taxi.

Le dije al taxista que nos llevara a un banco de datos público.

—¿Yo? ¿Flipado? ¿Cuándo me has visto a mí estar flipado tan temprano?

—Ayer, anteayer y el día antes.

—Quiero decir aparte de estos días. Funciono mejor con una tonelada de opiáceos encima que la mayoría de la gente sin nada.

—Seguro que sí.

Miré por la ventanilla del taxi.

—De cualquier modo —dije—, tengo una ristra de daddies para compensar.

Ninguna otra mente privilegiada del mundo árabe posee mi equipo fabricado a medida. Daddies especiales controlan mis funciones hipotalámicas de modo que puedo ahuyentar el miedo y la fatiga, el hambre, la sed y el dolor. También incrementan mis percepciones sensoriales.

—Marîd Audran, supermán de silicona.

—Mira —dije enfadado por la actitud de Saied—, durante mucho tiempo sentí terror a modificarme el cerebro, pero ahora no sé cómo pude arreglármelas sin operarme.

—Entonces, ¿por qué sigues diezmando tus células cerebrales con drogas? —me preguntó Medio Hajj.

—Llámame anticuado. Cuando me desconecto los daddies, me encuentro fatal. Toda esa fatiga y ese dolor aplazados me acometen de golpe.

—¿Me vas a decir que los sunnies y los beauties no te dan resaca?

—Cállate, Saied. ¿Por qué demonios te preocupas tanto de repente?

Me miró de reojo y sonrió.

—La religión prohibe el licor y las drogas duras, ya lo sabes.

Y eso viniendo de Medio Hajj, que si había estado alguna vez en su vida en una mezquita había sido para echarles el ojo a los niños de la escuela.

En diez o quince minutos el taxista nos condujo hasta el banco de datos. Sentía un nerviosismo especial, aunque no comprendía por qué. Sólo estaba subiendo la escalera de granito de un edificio público. ¿Por qué estaba tan tenso? Intenté distraer mi mente con pensamientos más agradables.

En el interior había muchas terminales vacantes. Me senté ante la pantalla gris de un Bab el-Marifi hecho polvo. Me preguntó que tipo de investigación deseaba emprender. El sintetizador de voz del aparato había sido diseñado en las repúblicas norteamericanas y le costaba mucho la pronunciación árabe. Le dije: «Nombre», luego «enter». Cuando el cursor volvió a aparecer, le dije: «Monroe coma Ángel». La consola se lo pensó un rato, antes de que las letras blancas empezaran a parpadear en su rostro brillante:

Ángel Monroe 16, Rué du Sahara Kasbah (alta) Argel Mauritania 04-B-28

Ordené a la máquina que imprimiera la dirección. Medio Hajj arqueó las cejas y yo asentí.

—Parece que voy a hallar algunas respuestas.

Inshallah —murmuró Saied—. Si Dios quiere.

Salimos de nuevo a la cálida y húmeda mañana para buscar otro taxi. En seguida llegamos desde el banco de datos a la Kasbah. No había tanto tráfico como recordaba de mi infancia, apenas circulaban vehículos, pero subsistían las lentas e inevitables recuas de burros encajonados en las angostas callejas.

La Rué du Sahara es un error. Recuerdo que alguien me contó hace mucho tiempo que el verdadero nombre de la calle era Rué N’sara, calle de los cristianos. No sé cómo llegó a corromperse. Poco en Argel guarda relación con el Sahara. Después de todo, es un paseo endiabladamente largo ir desde el puerto del Mediterráneo hasta el desierto. En estos días no tiene demasiada importancia, todo el mundo usa el nuevo nombre. Incluso se ha colado en todos los mapas oficiales, lo cual zanja la cuestión.

El número 16 era una pobre y derruida pila de ladrillos con dos plantas superiores que sobresalían por encima de la calle empedrada. La casa de enfrente era parecida y los dos edificios casi se besaban por encima de mi cabeza, como dos desaliñadas matronas viejas apoyadas sobre una barandilla. En uno de los destartalados buzones figuraba una tarjeta con el nombre de Ángel Monroe escrito con tinta desvaída. Apreté el timbre del portero automático con el pulgar. La puerta principal no tenía cerradura, de modo que entré y subí la primera tanda de escalones. Saied me seguía.

Su casa resultó estar en el tercer piso, en la parte de atrás. El zaguán estaba alfombrado, si se lo puede llamar así, con un deslucido y granulado tejido que había sido marrón en otro tiempo. El paso de innumerables pies había desgastado por completo muchas zonas del tejido y a través de los agujeros se podía ver la reseca madera gris del suelo. Un papel raído, del que colgaban tiras despegadas por aquí y por allá, empapelaba las paredes. El aire encerraba un peculiar olor ácido, como si ocuparan el edificio personas que habían ido allí a morir, o lo bastante enfermas como para morir, pero que, en vez de hacerlo, se aferraban a una miseria solitaria. Detrás de una puerta se oía una disputa familiar, con berridos, amenazas y rotura de cacharros, mientras que de otro piso llegaban agudas risas enloquecidas y el sonido de la carne batiendo estrepitosamente contra la carne. No quise indagar.

Respiré hondo ante la miserable puerta de Ángel Monroe. Miré a Medio Hajj pero se limitó a encogerse de hombros, haciéndose significativamente el despistado. Vaya amigo. Estaba solo. Me dije a mí mismo que no iba a suceder nada raro —me mentí para obligarme a dar el siguiente paso— y acto seguido golpeé la puerta. No hubo respuesta. Esperé unos segundos y volví a llamar más fuerte. Esta vez oí el crujido de un somier y a alguien que arrastraba los pies despacio hacia la puerta. Ésta se abrió. Ángel Monroe me miró de arriba abajo, tratando a duras penas de enfocar su visión.

Era una cabeza más baja que yo, y recogía su pelo cano y rizado, teñido de rubio, en un peinado que yo calificaría de «andrajoso». Parecía como si nadie hubiera dedicado atención a las raíces negras desde el cumpleaños del Profeta. Maquillaje azul oscuro y negro ribeteaba sus ojos, de una manera que recordaba el más pintoresco pez mediterráneo. Se había aplicado colorete generosamente, pero no en los lugares adecuados, de modo que no resultaba perdidamente sexy sino febrilmente enferma. Su lápiz de labios, por razones que sólo Alá y Ángel Monroe conocían, era de color carne, como si primero hubiera comprado los labios y se hubiera olvidado de ponerlos en la nevera mientras compraba el resto de su cara.