La visión de Audran era deficiente, pero sus demás sentidos le informaban de lo que sucedía a su alrededor. El olor a brisa marina fue sustituido por infinidad de aromas sutiles que no podía describir, pero que le resultaban dolorosamente familiares. Llegaban hasta él sonidos sibilantes y fluidos que resonaban en tonos amortiguados.
Audran era un pez. Se sentía libre y fuerte y estaba hambriento. Se zambulló hasta el ondulante fondo del mar, cerca de las anémonas urticantes donde se reunían pequeños peces en busca de protección. Se abalanzó sobre ellos, tragando bocados de criaturas escarlata y amarillas. Había saciado el hambre, al menos por el momento. La corriente le traía el olor de otros de su especie y giró hacia ellos.
Nadó un buen rato hasta que se percató de que había perdido el rastro. Audran no podía decir cuánto tiempo había transcurrido. Ni le importaba. Nada le importaba en los mares resplandecientes y soleados. Atisbo por encima de un espléndido escollo, amenazando a los delicados plumeros, precipitando la fuga de gambas a franjas escarlata y cangrejos de porcelana.
De súbito el océano se oscureció por encima de él. Una sombra nadaba sobre él y Audran sintió un escalofrío de alarma. No podía mirar hacia arriba, pero la frecuencia de las olas le avisó de que algo enorme le acechaba. Audran recordó que no estaba solo en ese océano: había llegado el momento de huir. Se zambulló sobre el arrecife y describió un recorrido zigzagueante a pocos centímetros del suelo de arena.
La voraz sombra le perseguía de cerca. Audran buscó algún sitio para esconderse, pero no había dónde, ni restos de naufragios, ni rocas, ni cuevas ocultas. De un brusco y evasivo coletazo giró y volvió apresuradamente por donde había venido. La cosa que le perseguía continuó a la zaga, perezosa e indolente. De improviso, se lanzó sobre él una ávida y rabiosa máquina de matar, toda insensibles ojos negros y brillantes dientes de acero. Huyó del fondo del mar. Audran surcó el agua verde hacia la superficie, aunque sabía que allí no existía ningún refugio. La gran bestia le seguía de cerca. Audran cortó las olas dejando una estela de espuma, hasta el temible y denso aire, y… voló. Se deslizó sobre el agua vestida de blanco hasta que, por fin, se desplomó exhausto en el grato elemento.
Y ahí estaba la criatura de pesadilla, con la horrible boca abierta para devorarlo. La afilada mandíbula se cerró despacio, victoriosa, hasta que para Audran sólo hubo oscuridad y la certeza de la agonía venidera.
—Jo —murmuré, cuando el Transpex me devolvió la consciencia.
—Vaya juego —dijo Shaknahyi.
—¿Qué tal lo he hecho? —preguntó Chiri.
Parecía encantada.
—Muy bien —dijo Courane—, seiscientos veintitrés. Era un escenario prometedor, pero no llegaste a provocarle pánico.
—Pues juro que lo he intentado —dijo ella—. Quiero otra copa.
Me dedicó una sonrisa caprichosa.
Saqué mi caja de píldoras y me tragué ocho Paxium con un sorbo de ginebra. Puede que como pez no me hubiera paralizado el terror, pero ahora sentía una fuerte reacción nerviosa.
—Yo también quiero otra copa. Invito a todos a una ronda —dije.
—Pez gordo —bromeó Shaknahyi.
Tanto Chiri como yo esperamos a que nuestros latidos se ralentizaran hasta la normalidad. Courane trajo una bandeja con bebidas frescas y observé como Chiri se acababa la suya de dos largos tragos. Se estaba vacunando contra las maldades que yo me disponía a infligir a su mente. Lo necesitaría.
Chiri apretó Segundo Jugador en la consola del juego y vi como sus ojos se cerraban despacio. Parecía dormitar plácidamente. Terminaría en una huida infernal. En la pantalla holo apareció el mismo haz opalescente por el que yo vagaba hasta que Chiri decidió que era un océano. Alargué la mano y apreté el panel de Primer Jugador.
Audran miraba por encima de la bola de niebla, como Alá desde los cielos. Se concentró en construir una fantasía rica en detalles y le complacían sus progresos. En lugar de permitir que poco a poco tomara forma y realidad, Audran liberó una explosión de información sensorial. Mucho más abajo, la mujer se maravillaba de la pureza del color de ese mundo, la claridad del sonido, la intensidad del gusto, de la textura y el olor. Gritó y su voz reverberó como un carillón en el aire fresco y limpio. Cayó de rodillas, cerró fuertemente los ojos y se tapó los oídos con las manos.
Audran tenía paciencia. Deseaba que la mujer explorara su creación. No iba a esconderse tras un árbol, saltar y asustarla. Ya habría tiempo para el terror.
Después de un rato, la mujer bajó las manos y se levantó. Miró a su alrededor desconcertada.
—¿Marîd? —llamó.
Una vez más el sonido de su propia voz resonó con una estridencia artificial. Miró detrás de ella, hacia las montañas de niebla púrpura del oeste. Luego se volvió hacia el este, hacia la costa de un lago pantanoso que reflejaba el azul imposible del cielo. A Audran no le importaba la dirección que ella tomase, al final daría lo mismo.
La mujer decidió seguir la línea pantanosa hacia el sudeste. Caminó durante horas, escuchando el trino límpido de los pájaros cantores e inhalando el penetrante perfume de flores desconocidas. Después de un rato el sol descansó sobre los hombros de las colinas púrpura que había dejado atrás y luego se hundió, sumiendo la fantasía de Audran en la oscuridad. La dotó de una luna llena, enorme y brillante, plateada como una bandeja. La mujer empezaba a sentir cansancio y decidió acostarse sobre la hierba de olor dulce y dormir.
Audran la despertó por la mañana con una plácida lluvia.
—¿Marîd? —volvió a gritar, sin obtener respuesta alguna—, ¿cuánto tiempo piensas dejarme aquí? —dijo temblando.
El dorado sol se elevó aún más y, aunque entibiaba la mañana, el calor nunca era sofocante. Justo después del mediodía, cuando la mujer había recorrido casi la mitad del camino alrededor del lago, llegó hasta un pabellón hecho de seda carmín y azul zafiro.
—¿Qué demonios es todo esto, María? —gritó la mujer—. Termina de una vez, ¿quieres?
La mujer se acercó con desconfianza al pabellón.
—Hola —dijo.
Al cabo de un momento una joven vestida de blanco salió del pabellón. Andaba descalza y su rubísimo pelo caía descuidado sobre uno de sus hombros. Sonreía y llevaba una bandeja de madera.
—¿Tienes hambre? —le preguntó con voz cordial.
—Sí-dijo la mujer.
—Me llamo Maryam. Te estaba esperando. Lo siento, todo lo que tengo es pan y leche fresca.
Le sirvió leche de una jarrita de plata en un vaso de plata.
—Gracias.
La mujer comió y bebió con avidez.
Maryam ahuecó la mano para hacerse sombra en los ojos.
—¿Vas a la feria?
La mujer sacudió la cabeza.
—No sé nada de ninguna feria.
Maryam se echó a reír.
—Todo el mundo va a la feria. Vamos, te llevaré.
La mujer esperó mientras Maryam volvía a desaparecer dentro del pabellón con las cosas del desayuno. Regresó al cabo de un instante.