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—Ahora ya nos hemos encontrado —dijo alegremente—. Podemos conocernos mejor mientras caminamos.

Continuaron bordeando el lago hasta que la mujer divisó unas cuantas tiendas altas de lona a rayas, con pendones flotando al viento. Oyó la risa y los gritos de mucha gente, el sonido de las hachas cortando la madera y el del metal golpeando contra el metal. Podía oler el pan en el horno, buñuelos de canela y el cordero asándose sobre ascuas de carbón. La boca se le hizo agua y su inquietud crecía sin remedio.

—No tengo dinero —dijo.

—¿Dinero? —preguntó Maryam riendo—. ¿Qué es el dinero?

La mujer pasó la tarde yendo de tienda en tienda, viendo extrañas exhibiciones y espectáculos milagrosos. Probó comidas exóticas y bebió mezclas de licores desconocidos. De vez en cuando recordaba su temor. Miraba por encima del hombro, preguntándose cuándo cambiaría el lado afable de su fantasía.

—¿Marîd? —llamó—, ¿qué estás haciendo?

—¿A quién llamas? —preguntó Maryam.

—No estoy segura —dijo la mujer.

Maryam volvió a reír.

—Mira esto —dijo, tirando de la manga de. la mujer, mostrándole una caseta donde una musculosa mujer formaba un turbador collage con uñas, dientes y ojos de lagarto.

Escucharon a unos niños tocar una curiosa música con instrumentos hechos de los esqueletos de pequeños animales, y vieron a varias viejas hilar su propio cabello blanco en una hebra y luego tejer con ella servilletas y bufandas.

Una de las viejas desdentadas vio a Maryam y a la mujer.

—Tomad —dijo con voz áspera.

—Gracias, abuela —dijo Maryam, eligiendo un par de pañuelos de pelo humano.

Las horas pasaban y por fin el sol empezó a ponerse. La luna salió tan llena como la noche anterior.

—¿Seguirá esto toda la noche? —preguntó la mujer.

—Toda la noche y todo el día de mañana —dijo Maryam—. Siempre.

La mujer se encogió de hombros.

Desde ese momento no pudo evitar un terror creciente, ni la sensación de que había sido encantada y abandonada en ese lugar. No recordaba quién era antes de despertar junto al lago, pero le parecía que la habían engañado horriblemente. Rezaba a alguien llamado María. Se preguntaba si sería Dios.

—María —murmuró temerosa—, me gustaría que pusieras fin a esto.

Pero Audran no estaba dispuesto a concluir ahí. Vio como la mujer y Maryam, soñolientas, encontraban una gran tienda llena de cómodos almohadones y sábanas de satén y fino lino. Se acostaron y se durmieron.

Por la mañana la mujer se levantó alarmada por estar aún en la feria eterna. Maryam consiguió un buen desayuno de salchichas, pan frito, tomates asados y té caliente. El entusiasmo de Maryam era ilimitado y condujo a la mujer a entretenimientos aún más inquietantes. Sin embargo, en la mujer crecía un temor malsano.

—Me has tenido aquí dos días, Marîd-imploró—. Por favor, mátame y déjame salir.

Audran no dio ninguna señal, ninguna respuesta.

Pasaron el tercer día examinando una cosa sorprendente tras otra: muchachas adolescentes que parecían tener rosas vivas en lugar de pechos, un candelero cuyas velas no alumbraban en presencia de un infiel, la representación de un combate entre un ciego y dos dragones enloquecidos, una familia que construía con hierro una maqueta a escala de la feria, proyecto que les había ocupado durante generaciones y que quizá nunca terminasen, una jaula de grillos a quienes habían enseñado a recitar el Shahada, el testamento de la fe islámica.

Pasó la tarde y volvió a caer la noche. Por toda la feria, los hombres colocaban antorchas encendidas en baluartes de hierro, sobre altos postes. Maryam seguía llevando a la mujer de tienda en tienda, pero la mujer ya no disfrutaba del espectáculo. Sentía la proximidad de la catástrofe. Sentía la urgente necesidad de escapar, pero sabía que jamás encontraría la salida del infinito territorio de la feria.

Y entonces sonó un grito de alarma.

—¿Qué es eso? —preguntó atónita.

La gente huía a su alrededor.

Yallah! —gritó Maryam, con el rostro lleno de horror—. ¡Corre! ¡Corre y salva tu vida!

—¿Qué es eso? —gritó la mujer —. ¡Dime qué es eso!

Maryam cayó al suelo, llorando y sollozando.

—¡En el nombre de Alá, el clemente, el misericordioso! —murmuraba una y otra vez.

La mujer no pudo obtener más información de ella.

La dejó allí y siguió al río de gente aterrorizada que corría entre las tiendas. Y entonces la mujer los vio: dos inmensos gigantes, de un tamaño utópico, cientos de metros de altura, aplastando el paisaje al aproximarse. Caminaron por las remotas montañas y el estruendo de sus impresionantes pisadas agitaba las aguas del lago. La tierra palpitaba a medida que se acercaban. La mujer se llevó una mano al pecho, luego retrocedió unos pasos, temblorosa.

Uno de los gigantes volvió la cabeza y la miró directamente. Era espantoso y horrible, con una gran cicatriz que le surcaba la cuenca vacía de un ojo y un puñado de colmillos podridos y rotos. Extendió el brazo y señaló hacia ella.

—No —dijo ella, con la voz enronquecida por el miedo—, ¡a mí no!

Quiso correr pero no podía moverse. El gigante se detuvo ante ella, feroz y amenazador. Se inclinó para cogerla en su enorme mano.

—¡María! —sollozó la mujer—. ¡Por favor!

No ocurrió nada. El puño del gigante la atenazó.

La mujer intentó desconectarse el moddy, pero sus brazos estaban paralizados.

El gigante desfigurado la levantó del suelo y se la acercó a su único ojo. Esbozó una horrible sonrisa y se echó a reír del terror de la mujer. Su apestoso aliento le producía náuseas. Luchó por levantar las manos y quitarse el moddy. Pero sus manos estaban rígidas. Lloraba y lloraba y, por fin, se desmayó.

Se me nublaron los ojos por un instante y pude oír a Chiri recuperando el aliento a mi lado. No creí que estuviera tan alterada. Después de todo sólo era un juego Transpex, no era la primera vez que lo hacía. Sabía lo que le esperaba.

—Eres un cabrón morboso, Marîd —dijo por fin.

—Oye, Chiri, sólo estaba…

Movió la mano ante mí.

—Lo sé, lo sé. Has ganado el juego y la apuesta. Aún estoy un poco aturdida, eso es todo. Te daré el dinero esta noche.

—Olvídate del dinero, Chiri, yo…

No debí decir eso.

—Hey, hijo de puta, cuando pierdo una apuesta, pago. Cogerás el dinero o te lo haré tragar. Pero, Dios, tienes una imaginación retorcida.

—Esa última parte —dijo Courane con aprobación—, cuando no podía levantar las manos para desenchufarse el moddy, fue realmente desalmada.

—Algo endiabladamente sádico, por tu parte —dijo Chiri, temblando aún—. Es la última vez que toco un Transpex contigo.

—Unos cuantos puntos adicionales, eso es todo, Chiri. No sabía cuál era mi puntuación. Podía haber necesitado dos puntos más.