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—Has terminado con novecientos cuarenta y uno —dijo Shaknahyi. Me miraba con extrañeza, impresionado por mi puntuación y al mismo tiempo con repugnancia—. Tenemos que irnos.

Se levantó y echó el último trago de su bebida floja.

Yo también me levanté.

—¿Estás bien ya, Chiri? —dije, poniéndole la mano en el hombro.

—Estoy perfectamente. Aún tiemblo por el juego. Fue como una pesadilla —dijo mientras respiraba hondo—. Tengo que regresar al club para que Indihar pueda irse a casa.

—¿Te acercarnos? —dijo Shaknahyi.

—Gracias —dijo Chiri—, pero tengo mi propio vehículo.

—Entonces, nos vemos luego —le dije.

Kwa herí, bastardo.

Al menos se rió al decirlo. Pensé que quizás las cosas se habían arreglado entre nosotros. Me alegraba mucho de eso.

Una vez afuera, Shaknahyi sacudió la cabeza y sonrió.

—Ella tenía razón, sabes. Fue algo muy sádico. Como una tortura innecesaria. Eres un degenerado hijo de puta.

—Tal vez.

—Y tengo que circular por la ciudad contigo.

Ya estaba harto de hablar de eso.

—¿Es hora de fichar? —pregunté.

—Casi. Vayamos a la comisaría y luego ¿por qué no vienes a cenar a mi casa? ¿Tienes algún plan? ¿Crees que Friedlander Bey se las arreglará sin ti por una noche?

No soy una persona muy sociable y siempre me siento incómodo en las casas de los demás. Sin embargo, la idea de pasar una noche lejos de Papa y su circo de emociones me resultó extraordinariamente atractiva.

—Seguro —dije.

—Déjame llamar a mi esposa y preguntarle si le va bien esta noche.

—No sabía que estuvieras casado, Jirji.

Se limitó a levantar las cejas y dictar su código al teléfono. Mantuvo una breve conversación con su esposa y luego volvió a colgarse el teléfono en el cinturón.

—Dice que perfecto. Ahora se dedicará a limpiar y a cocinar. Se vuelve loca cuando llevo a alguien a casa.

—No tiene que molestarse por mí —le dije.

Shaknahyi sacudió la cabeza.

No es por ti, créeme. Procede de una familia anticuada y se pasa todo el tiempo demostrando que es la perfecta esposa musulmana.

Nos detuvimos en la comisaría, cedimos el coche patrulla a los muchachos del turno de noche y nos reportamos brevemente a Hajjar. Luego fichamos y bajamos la escalera hacia la calle.

—Normalmente voy a casa caminando a no ser que llueva —dijo Shaknahyi.

—¿A cuánto queda? —pregunté.

Era una tarde agradable pero no deseaba dar una larga caminata.

—A unos cinco kilómetros o cinco y medio.

—Olvídalo —dije—. Buscaré un taxi.

Siempre había siete u ocho taxis esperando pasajeros en el bulevar il-Jameel, cerca de la puerta este del Budayén. Busqué a mi amigo Bill, pero no lo vi. Tomamos otro taxi y Shaknahyi indicó la dirección al taxista.

Era una casa de apartamentos en una zona de la ciudad llamada Haffe al-Khala, el umbral del desierto. Shaknahyi y su familia vivían tan al sur como se extendía la ciudad, tan cerca del desierto que montañas de arena, que parecían pequeñas dunas, reptaban hasta las paredes de los edificios. En estas calles no había ni árboles ni flores. Estaban desiertas, silenciosas y muertas, era el lugar más triste que había visto en mi vida.

Shaknahyi debió de adivinar lo que estaba pensando.

—Es todo lo que puedo pagar —dijo amargamente—. Vamos, es mejor por dentro.

Lo seguí hasta el zaguán de la casa y luego escalera arriba hasta su piso de la tercera planta. Abrió la puerta de la entrada y de inmediato fue atajado por dos niños pequeños. Se colgaron de sus piernas mientras entraba en el recibidor. Shaknahyi se inclinó riendo y puso las manos en las cabezas de los niños.

—Mis hijos —dijo con orgullo—. Éste es el pequeño Jirji, tiene ocho años, y Hakim de cuatro. Zahra tiene seis. Seguramente está ayudando a su madre en la cocina.

Bueno, no tengo demasiada paciencia con los niños. Supongo que a los demás les gustan, pero yo nunca he comprendido para qué son. Sin embargo, cuando se tercia puedo ser educado con ellos.

—Tienes unos hijos muy guapos —dije—. Te hacen honor.

—Es la voluntad de Alá —dijo Shaknahyi, encendido de orgullo como una maldita linterna.

Dijo al pequeño Jirji y a Hakim que fueran a jugar y, para mi desilusión, me dejó a solas con ellos mientras iba a comprobar los progresos de la cena. A los niños no les deseo ningún mal, pero mi filosofía sobre la crianza de los niños es algo excesiva. Creo que se debe conservar al niño unos pocos días después de su nacimiento —hasta que la sensación de novedad se extingue— y entonces meterlo en una gran caja de cartón con los mejores libros de las civilizaciones oriental y occidental. Luego enterrar la caja y abrirla cuando el niño tenga dieciocho años.

Miré con aprensión primero al pequeño Jirji y luego a Hakim, que me controlaban mientras me sentaba en el sofá. Hakim se me acercó con un muñeco de juguete de color encarnado intenso y otro en su boca.

—¿Y ahora qué hago? —murmuré.

—¿Muchachos, cómo lo estáis pasando ahí fuera? —dijo Shaknahyi.

Estaba salvado. Shaknahyi regresó al salón y se sentó a mi lado en un viejo y ruinoso sillón.

—Fantástico —dije.

Elevé una pequeña oración a Alá. Parecía que iba a ser una noche muy larga.

Una niña muy guapa, con una cara muy seria, entró en la habitación, llevando una bandeja de porcelana con hummus y pan. Shaknahyi le cogió la bandeja y la besó en ambas mejillas.

—Ésta es Zahra, mi pequeña princesa —dijo—. Zahra, éste es el tío Marîd.

¡Tío Marîd! Nunca había oído algo tan grotesco.

Zahra me miró, se sonrojó violentamente y corrió a la cocina mientras su padre reía. Siempre he causado ese efecto en las mujeres.

Shaknahyi señaló la bandeja de hummus.

Por favor —dijo—, sírvete tú mismo.

—Que crezca tu prosperidad, Jirji.

—Que Dios prolongue tu vida. Voy a buscar un poco de té —dijo, levantándose y entrando en la cocina.

Deseaba que cesara de preocuparse. Me ponía nervioso y además me dejaba en inferioridad numérica con los niños. Corté un trozo de pan y lo mojé en el hummus, sin perder de vista al pequeño Jirji y a Hakim. Parecían jugar entre ellos sin, en apariencia, prestarme atención, pero no iban a concederme una tregua tan fácilmente.

Shaknahyi regresó al cabo de unos minutos.

—Creo que conoces a mi esposa.

Alcé la vista. Allí estaba Indihar. Esbozando una sonrisa, aunque parecía absolutamente enojada.

Me levanté azorado.

—Indihar, ¿cómo estás? —dije, sintiéndome un idiota—. No sabía que estuvieras casada.

—Se supone que nadie lo sabe —dijo ella, mirando a su marido y luego mirándome a mí.

—Está bien, cariño —dijo Shaknahyi—. Marîd no se lo dirá a nadie, ¿verdad?

—Marîd es un… —empezó Indihar, pero entonces se acordó de que yo era un huésped en su hogar. Humilló los ojos con pudor—. Tu visita es un honor para nuestra familia, Marîd.

Yo no sabía qué decir. Vaya sorpresa: Indihar, durante el día hermosa bailarina del Budayén, púdica esposa musulmana por la noche.

—Por favor —dije, un poco incómodo—, no os molestéis por mí.

Indihar me miró fijamente antes de echar a Zahra de la habitación. No pude leer lo que estaba pensando.

—Toma un poco de té —dijo Shaknahyi—. Y un poco más de hummus.

Por fin Hakim encontró el valor para acercarse. Se cogió de mi pierna y me tiró del pantalón.