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Iba a ser peor de lo que me temía.

9

Tenía ante mí la pequeña libreta marrón de Shaknahyi, la que llevaba en el bolsillo. La primera vez que la vi fue cuando investigamos el asesinato de Blanca. Ahora contemplaba sus tapas de vinilo, manchadas con huellas de sangre, y meditaba sobre las entradas codificadas de Shaknahyi. Se suponía que debía descubrir su significado.

Esto ocurría una semana después de mi visita a la casa de Jirji e Indihar. El día había comenzado con mal pie y no mejoró. Levanté la vista para ver a Kmuzu junto a mi cama sosteniendo una bandeja de zumo de naranja, tostadas y café. Supuse que había esperado a mi daddy despertador para aparecer. Tenía tan mal aspecto que casi sentí lástima por el pobre mamón.

—Buenos días, yaa Sidi —dijo bajito.

Yo también me encontraba fatal.

—¿Dónde está mi ropa?

Kmuzu se encogió de hombros.

—No lo sé, yaa Sidi. No recuerdo lo que hiciste con ella anoche.

Yo tampoco me acordaba de nada. Sólo una molesta oscuridad desde que anoche crucé la puerta principal, ya tarde, hasta hace un momento. Salté de la cama desnudo, con la cabeza martilleándome y el estómago amenazando con una inmediata revolución.

—Ayúdame a encontrar los téjanos —dije—. Mi caja de píldoras está en los téjanos.

—Por esto es que el Señor prohibe beber —dijo Kmuzu.

Le eché una mirada, tenía los ojos cerrados y aún sostenía la bandeja, que oscilaba peligrosamente. En pocos segundos el café y el zumo de naranja se verterían sobre mi cama. Pero en aquel momento para mí no tenía ninguna importancia.

Mi ropa no estaba debajo de la cama, que era el lugar lógico donde buscar. No estaba en el armario, ni en el ropero, ni en el baño. Miré sobre la mesa de la zona del comedor y en mi pequeña cocina. Sin suerte. Por fin encontré los zapatos y la camisa hecha una pelota en la estantería, encajada entre unas novelas de Lutfy Gad, un escritor detective palestino de mediados del siglo xx. Mis téjanos estaban primorosamente doblados y escondidos en mi escritorio entre varios pliegues de papel de impresora.

Ni siquiera me puse los pantalones. Cogí la caja de píldoras y volví a entrar en el dormitorio. Mi plan era tragarme varios opiáceos, tal vez una docena de soneínas, con el zumo de naranja.

Demasiado tarde. Kmuzu contemplaba horrorizado el pegajoso charco de mis sábanas apestosas a sudor. Se quedó mirándome.

—Limpiaré eso ahora mismo —dijo, reprimiendo una náusea.

Su expresión decía que esperaba perder su cómodo empleo en la Casa Grande y ser enviado a los polvorientos campos con los otros brutos no cualificados.

—No te preocupes por eso ahora, Kmuzu. Acércame esa taza de…

Oí el chasquido de la taza de café y el platillo deslizándose hacia el sur y cayéndose por el borde de la bandeja. Miré las sábanas hechas un asco. Al menos ya no se distinguía la mancha del jugo de naranja derramado.

Yaa Sidi…

Quiero un vaso de agua, Kmuzu, inmediatamente.

Había sido una noche infernal. Tuve la brillante idea de ir al Budayén después de trabajar.

—Hace mucho tiempo que no salgo de noche —le dije a Kmuzu cuando vino a buscarme a la comisaría.

—Al amo de la casa le complace que te concentres en tu trabajo.

—Sí, tienes razón, pero eso no significa que no pueda ver a mis amigos de vez en cuando.

Le di la dirección del club griego de Jo-Mama.

—Si lo haces, volverás a casa tarde, yaa Sidi.

Ya sé que será tarde. ¿Prefieres que salga a tomar unas copas por la mañana?

—Por la mañana debes estar en la comisaría.

—Falta mucho para entonces —puntualicé.

—El amo de la casa…

—¡Gira a la derecha, Kmuzu, vamos!

No iba a tolerar ni una queja más. Le guié hacia el norte por las intrincadas calles de la ciudad. Dejamos el coche en el bulevar y cruzamos la puerta del Budayén.

El club de Jo-Mama estaba en la calle Tres, descansando contra la alta muralla norte del barrio. Rocky, la camarera auxiliar, frunció el ceño cuando acerqué un taburete a la barra. Era bajita y corpulenta, con un hirsuto cabello negro, y no se alegró de verme.

—¿Quieres ver mi licencia de encargada, policía? —dijo en tono mordaz.

—Déjame en paz, Rocky. Sólo quiero ginebra y bingara. —Me volví hacia Kmuzu, que estaba de pie a mi espalda—. Siéntate.

—¿Y éste quién es? —dijo Rocky—, ¿tu esclavo o algo así?

Asentí.

—Sírvele lo mismo.

Kmuzu levantó una mano.

—Simplemente un soda club, por favor —dijo.

Rocky me miró y yo le hice un discreto gesto con la cabeza.

Jo-Mama salió de su despacho y me sonrió.

—Marîd, ¿cómo estás? Ya no se te ve el pelo.

—He estado muy ocupado.

Rocky dejó una bebida ante mí y otra idéntica ante Kmuzu.

Jo-Mama le dio una palmada en el hombro a Kmuzu.

—Sabes, tu jefe tiene cojones —dijo con admiración.

—Algo he oído —respondió Kmuzu.

—Sí. Todos hemos oído algo —dijo Rocky, torciendo un poco la boca.

Kmuzu dio un sorbo a su ginebra con bingara e hizo un aspaviento.

—Este soda club sabe raro.

—Es el zumo de lima —dije sin pensar.

—Sí, te he puesto un poco de lima —dijo Rocky.

—Oh —dijo Kmuzu, dando otro sorbo.

Jo-Mama se rió. Era la mujer más grande que he visto en mi vida, grande, corpulenta y siempre cordial. Tenía una voz fuerte y ronca y una memoria prodigiosa para acordarse de quién le debe dinero y quién le ha hecho alguna mala pasada. Cuando se ríe, ves la cerveza espumear en los vasos por todo el bar, y cuando se enfada, no te da tiempo a ver nada.

—Tus amigos están en la mesa del fondo —me dijo.

—¿Quién?

—Mahmoud, Medio Hajj y ese cristiano altanero.

—Mis antiguos amigos.

Jo-Mama se encogió de hombros. Yo cogí mi bebida y me interné en la oscura caverna del club. Kmuzu me siguió.

Mahmoud, Jacques, Saied y ese adolescente americano, Abdul-Hassan, amante de Saied, estaban sentados a una mesa cerca del escenario. Al principio no me vieron porque estaban calibrando a la bailarina, a quien yo no conocía, pero era una mujer auténtica. Acerqué un par de sillas a su mesa y Kmuzu y yo nos sentamos.

—¿Cómo estás, Marîd? —dijo Medio Hajj.

—Mirad quién está aquí —dijo Mahmoud—. ¿Has venido a inspeccionar los permisos?

—Es un chiste malo que ya me ha contado Rocky.

Mahmoud ni se inmutó. Aunque como mujer había sido lo bastante ágil y hermosa como para bailar aquí en el club de Jo-Mama, después del cambio de sexo había ganado unos cuantos kilos y unos cuantos músculos. No tenía ganas de luchar con él para ver cuál de los dos era más duro.

—¿Por qué estamos mirando a esta titi? —preguntó Saied.

Abdul-Hassan contemplaba con rencor a la chica del escenario. Medio Hajj era un buen maestro.

—No es tan mala —dijo Jacques, haciéndonos partícipes de su punto de vista de heterosexual militante—. Es muy bonita, ¿no creéis?

Saied dio una patada en el suelo.

—Los travestis de la Calle lo son más.

—Los travestis de la Calle son productos —dijo Jacques—. Esta chica es natural.

—La toxina de los moluscos es natural, si es eso lo que te preocupa —dijo Mahmoud—. Prefiero mirar a alguien que ha perdido algo de tiempo y esfuerzo en mejorar su aspecto.

—Alguien que ha gastado una fortuna en moddies corporales, querrás decir —dijo Jacques.