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—No me gusta tener que hacer esto —dijo, y parecía realmente apenado.

—Entonces olvídalo, teniente —le dije—. Vamos, Jirji, dejémoslo solo.

—Cállate, Audran —dijo Hajjar—. Reda Abu Adil ha presentado una queja oficial. Creo que os dije que le dejarais en paz.

No habíamos vuelto a ver a Abu Adil, pero hablamos con todos sus macarras a sueldo que pudimos arrinconar.

—Muy bien —dijo Shaknahyi—, lo suspenderemos.

—La investigación ha terminado. Hemos reunido toda la información que necesitábamos.

—Vale —dijo Shaknahyi.

—¿Comprendéis? A partir de ahora dejad tranquilo a Abu Adil. No tenemos nada contra él. No está bajo ningún tipo de sospecha.

—Correcto —dijo Shaknahyi.

Hajjar me miró.

—Perfecto —dije.

Hajjar asintió.

—Muy bien. Ahora, hay algo que quiero que comprobéis.

Le ofreció a Shaknahyi una hoja de papel azul claro.

Shaknahyi la observó.

—Esta dirección está por aquí cerca.

—Aja —respondió Hajjar—. Hemos recibido ciertas quejas del vecindario. Parece otro traficante de bebés, pero ese tipo tiene un horrible método. Si encontráis a On Cheung, detenedlo y traedlo a la comisaría. No os molestéis por las pruebas, ya las fabricaremos más tarde. Si no está allí, mirad a ver qué encontráis y traedlo.

—¿De qué le acusamos? —pregunté.

Hajjar se encogió de hombros.

—No es necesario acusarle de nada. Ya oirá bastantes cargos en el juicio.

Miré a Shaknahyi, que se encogió de hombros. Así era como antaño solía actuar el departamento de policía. El teniente Hajjar debía de sentir nostalgia de los viejos tiempos.

Salimos de la oficina de Hajjar y nos dirigimos al ascensor. Shaknahyi se metió el papel azul en el bolsillo de la camisa.

—No tardaremos mucho —dijo—. Luego iremos a comer algo.

La mera idea de la comida me produjo náuseas. Me di cuenta de que todavía estaba medio borracho. Pedí a Alá que mi estado no acarreara complicaciones en la calle.

Circulamos seis manzanas hacia una zona de desmedrados edificios de ladrillo rojo. Los niños jugaban en la calle, chutando un balón de fútbol de aquí para allá y lanzando fuertes gritos.

Yaa Sidi! Yaa Sidi! —gritaron cuando divisaron el coche policía.

Observé que algunos de ellos eran los niños a quienes daba dinero cada mañana.

—Te estás convirtiendo en una celebridad en este barrio —dijo Shaknahyi divertido.

Grupos de hombres se sentaban frente a los edificios en viejas sillas de cocina, bebiendo té, conversando y mirando pasar el tráfico. Dejaron de hablar en cuanto aparecimos. Nos miraron caminar con los ojos entornados, llenos de odio. Al pasar alcancé a oír sus comentarios sobre nosotros.

Shaknahyi consultó la hoja azul y comprobó la dirección de uno de los edificios.

—Éste es —dijo.

Se trataba de una turbia tienda, cuyo escaparate estaba tapado por trozos de cajas de cartón pegados por dentro.

—Parece abandonado —dije.

Shaknahyi asintió y nos acercamos a algunos de los hombres que nos vigilaban de cerca.

—¿Alguien sabe algo sobre un tal On Cheung? —preguntó.

Los hombres se miraron entre sí, pero ninguno de ellos dijo nada.

—Un bastardo que compra niños. ¿Lo habéis visto?

No creí que ninguno de esos hombres desaliñados y muertos de hambre nos tendiera una mano, pero al fin uno de ellos se levantó.

—Yo os lo explicaré —dijo.

Los demás se burlaron de él y escupieron a sus pies mientras nos seguía a Shaknahyi y a mí hasta la acera.

—¿Qué es lo que sabes? —preguntó Shaknahyi.

—Ese tal On Cheung apareció hace unos meses —dijo el hombre. Miraba por encima del hombro con nerviosismo—. Cada día acudían mujeres a su tienda. Al entrar llevaban niños. Poco después salían, pero no con los niños.

—¿Qué hacía con los niños? —pregunté.

—Les rompía las piernas —dijo el hombre—. Les cortaba las manos o les arrancaba la lengua para que la gente se compadeciera de ellos y le diesen dinero. Luego los vendía a los propietarios de esclavos, quienes los lanzaban a la calle a mendigar. A veces vendía a las niñas más mayores a los chulos.

—On Cheung morirá al atardecer si Friedlander Bey se entera de esto —dije.

Shaknahyi me miró como si me hubiera vuelto loco. Se dirigió a nuestro informador.

—¿Cuánto pagaba por un niño?

—No lo sé. Quizá quinientos kiams. Los niños valen más que las niñas. A veces acudían a él mujeres embarazadas de otros barrios de la ciudad. Se quedaban una semana, un mes. Luego se iban a casa y decían a su familia que el niño había muerto —dijo encogiéndose de hombros.

Shaknahyi fue a la tienda y trató de abrir la puerta. Se movió, pero no se abrió. Sacó su pistola de agujas y disparó al panel de cristal por encima de la cerradura, luego alargó el brazo y abrió la puerta. Nos internamos en la tienda oscura y maloliente.

Había basura por todas partes, botellas rotas y envases de poliestireno, papeles de periódico rasgados y material de embalar. Un fuerte olor a desinfectante con aroma de pino flotaba en el aire. Tan sólo una vieja mesa contra la pared, una bombilla colgando del techo y en un rincón un asqueroso lavabo de porcelana con un grifo que goteaba. No había más muebles. Era evidente que a On Cheung le habían advertido del interés de la policía por su negocio. Caminamos por la habitación, aplastando cristales y plásticos. Allí ya no podíamos hacer nada más.

—Cuando eres policía —dijo Shaknahyi—, pasas por un montón de frustraciones.

Salimos al exterior. Los hombres en las sillas de cocina estaban vociferando a nuestro informador. Ninguno de ellos sentía ninguna estima por On Cheung, pero su amigo había quebrantado cierto código no escrito al hablar con nosotros. Le costaría caro.

Los dejamos en ello. El asunto me asqueó y me alegré de no ver ninguna prueba de las ocupaciones de On Cheung.

—¿Y ahora qué pasa? —pregunté.

—¿Sobre On Cheung? Redactaremos un informe. Quizá se haya trasladado a otra parte, quizá haya salido de la ciudad. Quizá algún día alguien le atrape y le corte los brazos y las piernas. Entonces podrá sentarse en un rincón de la calle y mendigar, me gustaría verlo.

Una mujer con un largo abrigo negro y un pañuelo gris cruzó la calle. Llevaba un niño pequeño envuelto en una keffiya a cuadros rojos y blancos.

Yaa Sidil —me dijo.

Shaknahyi levantó las cejas y echó a andar.

—¿Puedo ayudarte, hermana? —le dije.

Era bastante raro que una mujer abordase a un hombre extraño en la calle. Claro que para ella yo era sólo un policía.

—Los niños me han dicho que eres un hombre bueno —dijo—. El propietario nos pide más dinero porque ahora he tenido otro niño. Dice…

Suspiré.

—¿Cuánto necesitas?

—Doscientos cincuenta kiams, yaa Sidi.

Le di quinientos. Los saqué de los beneficios del club de la noche anterior. Aún me quedaba mucho.

—Lo que decían es cierto, ¡oh elegido! —me dijo, con lágrimas en los ojos.

—Haces que me sienta incómodo —dije—. Paga el alquiler al propietario y compra comida para ti y para tus hijos.

—Que Alá aumente tu fuerza, yaa Sidi.

Que él te bendiga, hermana.

Atravesó la calle corriendo y se metió en su casa.

—Te hace sentir bien, ¿no? —dijo Shaknahyi.