—No hay duda de que te has vuelto loco —dijo Jawarski.
—Entonces lo haré yo mismo —dijo Audran. Y así lo hizo, orinó en la batería destruida—. ¡Ahora hemos de esperar un momento! ¡Ya está! ¿Lo oís?
—Yo no oigo nada —dijo Hassan.
—Escucha —dijo Audran. Y entonces se produjo un delicado «cling, cling» por debajo del coche—. Echad un vistazo —les ordenó.
Reda Abu Adil se puso a cuatro patas, ignorando el polvo y la indignidad, y miró debajo del coche.
—¡Maldita sea su fe! —gritó—. ¡Oro!
Se estiró en el suelo y alargó el brazo por debajo del coche; cuando se puso en pie tenía un puñado de monedas de oro. Las enseñó a sus compañeros asombrado.
—Escuchad —dijo Audran.
Y ellos oyeron el tintineo de más monedas de oro cayendo al suelo.
—Mea amarillo en el coche —murmuró Hassan— y de él manan monedas amarillas.
—Que Alá te conceda prosperidad si me permites recuperar mi coche —gritó el teniente Hajjar.
—Me temo que no —dijo Audran.
—Quédate tu maldito sedán westfaliano color crema y lo consideraremos un trato honrado —dijo Jawarski.
—Me temo que no —dijo Audran.
—También te daremos cien kiams —dijo Abu Adil.
—Me temo que no —dijo Audran.
Imploraron una y otra vez y Audran se negó. Por último se ofrecieron a devolverle el sedán más quinientos kiams de cada uno y él aceptó.
—Pero volveré dentro de una hora —dijo—. Todavía está mi orina en la batería.
Ellos aceptaron. Entonces Audran y Saied se largaron y se repartieron los beneficios.
Bostecé al quitarme el Sabio Consejero. Me gustó la visión, a no ser por la presencia de Hassan el chiíta, que estaba muerto y por mí podía seguir así. Reflexioné sobre el significado de la historia. Tal vez mi mente inconsciente se esforzaba en ingeniar sagaces modos de vencer a mis enemigos. Me alegraba de saberlo. Era consciente de que por la fuerza no conseguiría nada. Carecía de ella.
Me sentí sutilmente diferente después de la sesión de Sabio Consejero, más decidido, pero también maravillosamente lúcido y libre. Ahora mi rostro esbozaba una sonrisa y tenía la sensación de que nadie podría frenarme. La muerte de Shaknahyi me había cambiado, proyectado a un nivel de energía más alto. Me sentía como si viviera en oxígeno puro, brillante y limpio y peligrosamente explosivo.
—Yaa Sidi —dijo Kmuzu bajito.
—¿Qué ocurre?
—El amo de la casa está hoy enfermo y desea que atiendas un pequeño asunto de negocios.
Volví a bostezar.
—Sí, ¿qué clase de negocios?
—No lo sé.
Esa sensación liberadora había conseguido que me olvidara de lo que Friedlander Bey pensaría de mis ropas. Ya no iba a preocuparme nunca más de eso. Papa me tenía bajo el pulgar y tal vez yo no pudiera evitarlo, pero no iba a permanecer pasivo más tiempo. Intenté hacérselo saber, pero cuando lo vi, parecía tan enfermo que lo dejé para más tarde.
Estaba en la cama incorporado sobre una pequeña montaña de almohadas. Tenía una mesa bandeja sobre sus piernas y estaba llena de archivadores, informes, placas de memoria multicolores y un diminuto microordenador. Sostenía una taza de té aromático en una mano y uno de los dátiles rellenos en la otra. Umm Saad debió de creer que podía sobornar a Papa con ellos o que éste olvidaría el ultimátum que le dio. Para ser honesto, en aquel momento el problema de Friedlander Bey con Umm Saad parecía casi trivial, ni se lo menté.
—Rezo por tu bienestar —dije.
Papa alzó los ojos hacia mí e hizo una mueca.
—No es nada, hijo mío. Me siento un poco mareado y me duele el estómago.
Me incliné hacia Papa, le besé en la mejilla y murmuró algo que no pude oír con claridad.
Esperé a que me explicara el asunto de negocios del que deseaba que me ocupase.
—Youssef me dice que hay una mujer grande y enojada en la sala de espera —dijo, torciendo la boca hacia abajo—. Se llama Tema Akwete. Ella intenta ser paciente porque ha recorrido una gran distancia para pedir un favor.
—¿Qué clase de favor? —pregunté.
Papa se encogió de hombros.
—Representa al nuevo gobierno de la República de Songhay.
—Nunca he oído hablar de ella.
—El mes pasado el país se llamaba Reino Unificado Segu. Antes de eso era la Magistratura de Tombuctú y antes que eso Mali y antes formaba parte del África occidental francesa.
—Y la mujer Akwete ¿es una emisaria del nuevo régimen?
Friedlander Bey asintió. Empezaba a decir algo, pero se le cerraron los ojos y se le cayó la cabeza contra las almohadas. Se pasó la mano por la frente.
—Perdóname, hijo mío —dijo—. No me encuentro bien.
—Entonces no te preocupes por la mujer. ¿Cuál es su problema?
—Su problema es que el rey Segu estaba muy enfadado al descubrir que había perdido su trabajo. Antes de huir de su palacio saqueó el tesoro real, por supuesto, no hacía falta decirlo. Su banda también destruyó todas las terminales de ordenador más importantes de la capital. La República de Songhay ha abierto el tenderete sin la menor idea de sobre cuánta gente gobierna, ni siquiera de cuáles son los límites del país. Carecen de una base impositiva legítima, listas de los empleados del gobierno ni descripciones de sus obligaciones, y no existe información precisa sobre las fuerzas armadas. Songhay se encamina hacia la catástrofe.
Comprendía.
—De modo que han enviado a alguien. Te necesitan para restaurar el orden.
—Sin los ingresos de los impuestos, el nuevo gobierno no puede pagar a sus empleados ni continuar los servicios normales. Es probable que pronto Songhay se vea paralizada por huelgas generales. El ejército puede desertar y entonces el país estará a merced de las naciones vecinas mejor organizadas.
—¿Por eso la mujer está enfadada contigo?
Papa separó las manos.
—Los problemas de Songhay no son asunto mío —dijo—. Te expliqué que Reda Abu Adil y yo nos dividimos el mundo musulmán. Ese país es de su jurisdicción. No tengo nada que ver con los estados subsaharianos.
—Akwete debió acudir primero a Abu Adil.
—Exacto. Youssef le transmitió el mensaje, pero ella gritó y pegó al pobre hombre. Cree que intentamos extorsionar a su gobierno por un pago más sustancioso. —Papa dejó su taza de té y buscó entre las desordenadas pilas de papeles sobre sus mantas, escogió un grueso sobre y me lo ofreció con mano temblorosa—. Éstas son las condiciones materiales y el contrato que me ha ofrecido. Dile que se lo lleve a Abu Adil.
Respiré profundamente. No parecía que tratar con Akwete resultase divertido.
—Se lo diré.
Papa asintió ausente. Había arreglado una molestia de orden menor y ya volcaba su atención en otra cosa. Después de un momento murmuré unas palabras y abandoné la habitación. Ni siquiera notó que me había ido.
Kmuzu me esperaba en el pasillo que conducía a las dependencias privadas de Papa. Le conté lo que habíamos hablado Friedlander Bey y yo.
—Voy a ver a esa mujer —dije—, y luego tú y yo daremos un paseo hasta la casa de Abu Adil.
—Sí, yaa Sidi, pero será mejor que te espere en el coche. Sin duda, Reda Abu Adil me considera un traidor.
—Aja. ¿Porque fuiste contratado como guardaespaldas de su esposa y ahora te cuidas de mí?