—Porque dispuso que me convirtiera en un espía en la casa de Friedlander Bey y ya no me considero en ese empleo.
Sabía desde el principio que Kmuzu era un espía. Sólo que pensaba que era espía de Papa y no de Abu Adil.
—¿Ya no le informas de todo?
—¿Informar a quién, yaa Sidil —A Abu Adil.
Kmuzu me dedicó una breve y solemne sonrisa.
—Te aseguro que no. Ahora informo al amo de la casa.
—Bueno, está bien.
Bajamos la escalera y me detuve fuera de una de las salas de espera. Las dos Rocas Parlantes flanqueaban la puerta. Miraron amenazadoramente a Kmuzu. Kmuzu les devolvió la mirada. Yo hice caso omiso y entré.
La mujer negra se puso en pie tan pronto pisé el umbral.
—¡Exijo una explicación! —gritó—. Se lo advierto, como embajadora legítima de la República de Songhay…
La hice callar con una mirada incisiva.
—Señora Akwete —dije—, el mensaje que ha recibido antes era muy explícito. De verdad, ha venido al sitio equivocado. Sin embargo, puedo acelerar sus trámites. Transmitiré la información y el contrato que contiene este sobre al caíd Reda Abu Adil, que participo en la fundación del Reino Segu. Podrá ayudarla a usted del mismo modo.
—¿Y qué pago espera como mediador? —me preguntó agriamente Akwete.
—Ninguno en absoluto. Es un gesto de amistad por parte de nuestra casa hacia la nueva república islámica.
—Nuestro país es aún joven. Desconfiamos de semejante amistad.
—Están en su derecho —dije encogiéndome de hombros—. Sin duda al rey Segu le pasó lo mismo.
Le di la espalda y abandoné la sala de espera.
Kmuzu y yo cruzamos enérgicamente el vestíbulo hacia las grandes puertas de madera. Oía los zapatos de Akwete repicar en el parquet detrás de nosotros.
—Espere —gritó.
Me pareció distinguir un tono de excusa en su voz.
Me detuve y la miré.
—¿Sí, señora?
—Ese caíd… ¿puede hacer lo que usted dice? ¿O se trata de un complicado truco?
Le sonreí con frialdad.
—No creo que ni usted ni su país estén en condiciones de dudarlo. Su situación es desesperada y Abu Adil no la empeorará. No tiene nada que perder y todo que ganar.
—No somos ricos —dijo Akwete—. No después del modo en que el rey Olujimi sangró a nuestro pueblo y disipó nuestra escasa riqueza. Tenemos un poco de oro…
Kmuzu alzó una mano. Era muy raro que él interrumpiera.
—El caíd Reda no está tan interesado en su oro como en el poder —dijo.
—¿Poder? —preguntó Akwete—. ¿Qué clase de poder?
—Estudiará vuestra situación —dijo Kmuzu—, y luego se reservará cierta información para él.
Noté que la mujer negra vacilaba.
—Insisto en ir con ustedes a ver a ese hombre. Estoy en mi derecho.
Kmuzu y yo nos miramos. Ambos sabíamos que era una ingenua al creerse con derechos en tales circunstancias.
—Muy bien —dije—, pero dejará que yo hable con Abu Adil primero.
Parecía sospechar.
—¿Y eso por qué?
—Porque lo digo yo.
Salí al exterior con Kmuzu, donde esperé al sol mientras él iba a buscar el coche. La señora Akwete me siguió al cabo de un momento. Parecía furiosa, pero no dijo nada más.
En el asiento trasero del sedán, abrí mi maletín y cogí el moddy de tipo duro de Saied y me lo conecté. Me invadió una sensación de seguridad, de que nadie podía interponerse en mi camino, no a partir de ahora, ni Abu Adil, ni Hajjar, ni Kmuzu, ni Friedlander Bey.
Akwete se sentó tan lejos de mí como pudo, con las manos crispadamente cruzadas sobre su regazo y la cabeza hacia el lado contrario. No me importaba la opinión que tenía de mí. Miré la libreta de tapas de vinilo de Shaknahyi. En la primera página había escrito Archivo Fénix en letras grandes. Debajo de eso había varias entradas:
Ishaq Abdul-Hadi Bouhatta — Elwau Chami (Corazón, pulmones) Andreja Svobik — Fatima Hamdan (Estómago, intestino, hígado) Abbas Karami — Nabil Abu Khalifeh (Riñones, hígado) Blanca Mataro Shaknahyi estaba convencido de que los cuatro nombres de la izquierda tenían alguna relación, pero en palabras de Hajjar eran sólo «casos abiertos». Bajo los nombres, Shaknahyi había escrito tres letras árabes: alif, lam, mim, que corresponden a las letras latinas A.L.M.
¿Qué podían significar? ¿Se trataba de unas siglas? Podía encontrar cientos de organizaciones cuyas iniciales eran A.L.M. La A y la L podían formar el artículo definido y la M podía ser la primera letra de un nombre, alguien llamado al-Mansour o al-Magre-bi. O eran letras de la taquigrafía de Shaknahyi, una abreviación referente a un alemán (almání) o un diamante (almas) o a cualquier otra cosa. Me pregunté si alguna vez descubriría el significado de esas tres letras sin que Shaknahyi me explicara su código.
Coloqué un audiochip en el sistema holo del coche, luego guardé la agenda y el sobre de Tema Akwete en el maletín y lo cerré. Mientras Umm Khalthoum, la dama del siglo xx, cantaba sus lamentos, imaginé que era una canción fúnebre por Shaknahyi, que lloraba por Indihar y sus hijos. Akwete seguía mirando por la ventana, sin prestarme atención. Mientras tanto Kmuzu conducía el coche por las angostas, serpenteantes calles de Hámidiyya, los suburbios que encerraban los alrededores de la mansión de Reda Abu Adil.
Después de conducir durante casi media hora entramos en la finca. Kmuzu se quedó en el coche simulando dormitar. Akwete y yo salimos y subimos por el camino de baldosas hacia la casa. En la visita que hicimos Shaknahyi y yo, me impresionaron los lujosos jardines y la hermosa casa. Aquel día no noté nada de eso. Llamé a la puerta de madera tallada y un sirviente respondió de inmediato, mirándome con insolencia pero sin decir nada.
—Tenemos negocios con el caíd Reda —dije, empujándolo—. Vengo de parte de Friedlander Bey.
Gracias al moddy de Saied mis modales eran rudos y bruscos, pero al criado no pareció preocuparle demasiado. Cerró la puerta tras de mí, se alejó por un pasillo de alto techo esperando a que lo siguiéramos. Lo seguimos. Se detuvo ante una puerta cerrada al final de un corredor largo y fresco. En el aire flotaba una fragancia de rosas, olor que yo identificaba con la mansión de Abu Adil. El criado no dijo ni una palabra más. Se detuvo para mirarme con insolencia, luego se fue.
—Espere aquí —le dije a Akwete.
Empezó a discutir, pero lo pensó mejor.
—Esto no me gusta nada —dijo.
—Peor para usted.
No sabía lo que me aguardaba al otro lado de la puerta, pero no iba a llegar a ninguna parte esperando en medio del pasillo con Akwete, así que giré el picaporte y entré.
Ni Reda Abu Adil ni Umar Abdul-Qawy me oyeron entrar en el despacho. Abu Adil estaba en su cama de hospital, como la otra vez. Umar se inclinaba sobre él. No podría decir qué estaba haciendo.
—Que Alá te dé salud —dije tajante.
Umar se irguió y me miró.
—¿Cómo has llegado hasta aquí? —me preguntó.
—Tu criado me condujo hasta la puerta.
Umar asintió.
—Kamal. Tendré que hablar con él. —Me examinó con más detenimiento—. Lo siento. No recuerdo tu nombre.
—Marîd Audran. Trabajo para Friedlander Bey.
—Ah sí —dijo Umar. Su expresión se ablandó un poco—. La última vez que viniste eras policía.
—No soy un verdadero agente. Me ocupo de los intereses de Friedlander Bey con la policía.
Una ligera sonrisa deformó los labios de Umar.
—Como sea. ¿Y hoy te estás ocupando de ellos?
—De los suyos y también de los vuestros.
Abu Adil levantó una débil mano y tocó la manga de Umar. Umar se inclinó para oír las palabras que le susurraba el viejo, luego volvió a erguirse.