—Es posible, tío. Se lo preguntaremos a Jawarski cuando lo cojamos.
—Sí, tienes razón —dije sombríamente—. Gracias, Morgan, sigue husmeando.
—Lo tendrás, tío. Quiero ganarme el resto del dinero. Ten cuidado.
—Apuesta a que sí —dije colgando otra vez el teléfono en mi cinturón.
Era una suerte saber más que mis enemigos. Disponía de la ventaja de tener los ojos bien abiertos. No sabía adonde me conduciría todo eso, pero al menos adivinaba la magnitud de la conspiración que intentaba descubrir. No sería tan idiota como para confiar en alguien por completo. En nadie en absoluto.
Cuando acabé el turno, llevé el coche patrulla hasta «la salita de recreo para oficiales de policía» y recogí al sargento Catavina, que para entonces ya estaba muy borracho. Lo tiré en la comisaría, devolví el coche a los del turno de noche y esperé a que llegara Kmuzu. La jornada laboral había acabado, pero aún tenía mucho que investigar antes de irme a dormir.
12
Fuad il-Manhous no era la persona más brillante que conocía. Una mirada a Fuad y te decías «este tipo es un idiota». Era como el personaje de un cuento de hadas al que un djinn le concedía tres deseos y se gastaba el primero en un plato de judías, el segundo en una cuchara y el tercero en limpiar el plato y la cuchara después de comer.
Era alto, pero tan delgado y enclenque que podía pasar por un refugiado de los campos de exterminio de Benghazi. Una vez vi a mi amigo Jacques retorcerle el brazo a Fuad por encima del codo con el pulgar y el índice. Las articulaciones de Fuad eran largas y distendidas como si fueran la secuela de alguna horrible enfermedad ósea o una insuficiencia vitamínica. Peinaba su pelo largo y sucio en un alto copete y llevaba gruesas gafas de pesada montura de plástico. Supongo que nunca tenía el dinero suficiente para pagarse unos ojos nuevos, ni siquiera de esos baratos guatemaltecos con lentes de imitación Nikon. Su expresión era de permanente asombro e indefensión, porque Fuad siempre llevaba un compás y medio de retraso con respecto a la banda.
Il-manhous significa algo así como «el permanentemente desventurado», pero a Fuad no le importaba el sobrenombre. En realidad le hacía feliz que lo reconocieran. Y se hacía el imbécil mejor que nadie a quien haya conocido. Tenía cierta genialidad para ello.
Estaba en el club sentado con Kmuzu a una mesa cerca del fondo. Hablábamos de lo que mi madre había hecho últimamente. Llegó Fuad il-Manhous y se quedó de pie a mi lado sosteniendo una caja de cartón.
—Indihar me deja venir aquí durante el día, Marîd —dijo con su voz gangosa y nasal.
—No hay ningún problema —dije. Hizo que me olvidara de lo que estaba a punto de decir. Le miré y él me sonrió y agitó la caja. Algo sonó en su interior—. ¿Qué llevas en esa caja?
Fuad lo consideró una invitación a sentarse. Acercó una silla de otra mesa haciendo que las patas rechinaran contra el suelo.
—Indihar dijo que mientras nadie se quejara, por ella estaba bien.
—¿Qué estaba bien? —le pregunté impaciente. Odiaba tener que arrancar información a la gente—. ¿Qué demonios llevas ahí dentro?
Fuad se pasó una mano deformada por su pelo grasiento y miró a Kmuzu con desconfianza. Luego se inclinó sobre la mesa, dejó la caja en ella y la destapó. Contenía una docena de cadenas baratas, chapadas en oro. Fuad las cogió con el índice y las levantó.
—¿Ves?
—Aja —le dije.
Guiñé un ojo a Kmuzu, que en ese momento se terminaba un vaso de té helado; estaba arrepentido de haberle engañado aquella vez para que bebiera tanto alcohol y desde entonces respetaba sus deseos. Dejó su vaso con cuidado sobre la servilleta de cóctel. Su rostro era inexpresivo pero podía decir que no aprobaba a Fuad. Kmuzu no aprobaba nada de lo que veía en el local de Chiri.
—¿De dónde las has sacado, Fuad? —le pregunté.
—Echa un vistazo —dijo sonriendo; sus dientes también estaban fatal.
Saqué una de las cadenas de la caja e intenté examinarla de cerca, pero la luz del club era demasiado débil. Di la vuelta a la etiqueta del precio. Ponía doscientos cincuenta kiams.
—Seguro, Fuad —dije con escepticismo—. Los turistas y los parroquianos se quejan cuando pagan ocho kiams por una copa. Creo que encontrarás cierta resistencia a tus ventas.
—Bueno, no las vendo por ese precio.
—¿Por cuánto las vendes?
Il-Manhous cerró los ojos, simulando concentración. Luego me miró como si me suplicase un favor.
—¿Cincuenta kiams?
Volví a mirar la caja y aparté las cadenas. Luego moví negativamente la cabeza.
—Muy bien —dijo Fuad—, diez kiams, pero yaa lateef. Me quedaré sin beneficio.
—Puede que las vendas por diez kiams —admití—. La etiqueta del precio es de una de las mejores tiendas de la ciudad.
Fuad me quitó la caja.
—O sea que valen más de diez kiams.
Me eché a reír.
—Mira —le dije a Kmuzu—, las cadenas son de metal barato plateado. Es probable que no valgan ni cincuenta fíqs. Fuad ha entrado en alguna boutique exclusiva y ha robado algunas etiquetas con el elegante nombre de la tienda y un precio de tres cifras. Luego ha puesto las etiquetas en su mierda de joyas y se las vende a los turistas borrachos. Se figura que no notarán lo que compran, sobre todo lejos de la radiante luz del sol.
—Por eso quiero pedirte que me dejes venir durante el turno de noche —dijo Fuad—. De noche es más oscuro. Seguro que lo haría mucho mejor.
—No —dije—. Si Indihar te deja timar a los turistas durante el día, eso es cosa suya. Yo prefiero no tenerte aquí por la noche cuando vengo.
—Fuera del Budayén, yaa Sidi —dijo Kmuzu amenazador—, a los que pillan haciendo esto les cortan las manos.
Fuad se horrorizó.
—¿Tú no dejarías que me hicieran nada parecido, verdad, Marîd?
Me encogí de hombros.
—«En cuanto al ladrón, sea hombre o mujer, cortadle las manos. Es la recompensa de sus actos, un castigo ejemplar de Alá. Alá es poderoso y sabio.» Es una cita del sagrado Corán. Puedes buscarla.
Fuad apretujó la caja contra su pecho hundido.
—¡Espera a que necesites algo de mí, Marîd! —gritó.
Luego salió disparado hacia la puerta, golpeándose con una silla y chocando contra Pualani por el camino.
—Insistirá —le dije a Kmuzu—. Mañana volverá a estar aquí. Ni siquiera recordará lo que le he dicho.
—Muy mal —dijo Kmuzu con seriedad—. Algún día intentará venderle una de esas cadenas a la persona errónea. Puede que se arrepienta el resto de su vida.
—Sí, pero así es Fuad. De cualquier modo, necesito hablar con Indihar antes de que cambie el turno. ¿Te importa si te dejo solo un par de minutos?
—En absoluto, yaa Sidi.
Me miró con los ojos en blanco durante un momento. Siempre me desconcertaba cuando lo hacía.
—Le diré a alguien que te traiga otro té helado —dije.
Luego me levanté y fui hacia la barra.
Indihar llevaba gafas oscuras. Le dije que no tenía que venir a trabajar hasta que se sintiera mejor, pero me dijo que prefería trabajar a quedarse en casa con los niños y sentirse peor. Necesitaba ganar dinero para pagar a la canguro y aún tenía un montón de gastos del funeral. Todas las chicas andaban de puntillas a su alrededor, sin saber qué decirle ni qué hacer. Eso creaba un ambiente sombrío en el club.
—¿Necesitas algo, Marîd? —me dijo.
Tenía los ojos enrojecidos y ojerosos. Desvió la mirada hacia los vasos del fregadero.