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La bailarina que acababa de finalizar su último número era una muchacha egipcia llamada Indihar. Hace años que la conozco, solía trabajar para Frenchy Benoit, pero ahora movía el culo en el club de Chiri. Me abordó cuando salió de bastidores, envuelta en un chal de color melocotón que intentaba, sin éxito, ocultar su voluptuoso cuerpo.

—¿Me das una propina por mi baile? —me preguntó.

—Sería para mí un placer indecible —le dije.

Saqué un billete de un kiam de mi cambio y lo deposité en su escote. Si me trataba como a un macarra, yo actuaría como tal, —No me sentiré culpable si voy a casa y sueño contigo toda la noche.

—Eso te costará un suplemento —dijo ella recorriendo la barra hacia el tipo de pecho desnudo y pantalones de vinilo.

La observé caminar.

—Me gusta esa chica —le dije a Chiriga.

—Ésa es nuestra Indihar, un espléndido montón de alegría bronceada —me contestó Chiri.

Indihar era una mujer auténtica con una personalidad auténtica, una rareza en ese club. Chiri parecía preferir en sus empleadas el atractivo rápido de un transexual. Chiri me dijo una vez que los transexuales cuidan más su aspecto. Su belleza prefabricada es toda su vida. Alá prohibe que un simple pelo de su entrecejo esté desarreglado.

Indihar era una buena musulmana, por principios. No se había operado el cerebro como la mayoría de las bailarinas. Los imanes más conservadores dicen que los implantes entran en la misma prohibición que las drogas, porque algunas personas se llenan de cables los centros del placer y pasan el resto de sus breves vidas como amperioadictos. Incluso cuando se deja en paz el centro del placer, como en mi caso, el uso de un moddy oculta tu propia personalidad y eso se considera indigno. Huelga decir que, aunque siento el más tierno afecto por Alá y su mensajero, disto mucho de ser un fanático. Me decanto hacia ese rey saudí del siglo xx que exigió a los líderes islámicos de su país que dejaran de inmiscuirse en lo referente al progreso tecnológico. No veo ningún conflicto esencial entre la ciencia moderna y un enfoque reflexivo de la religión.

Chiri miró bajo la barra.

—Está bien —dijo en voz alta—. ¿A qué mamona le toca el turno? ¿Janelle? No quiero volver a decirte que te levantes y bailes. Si tengo que recordarte que toques tu maldita música una vez más, te descontaré cincuenta kiams. Y ahora, mueve tu culo gordo.

Chiri me miró y suspiró.

—La vida es dura —dije.

Indihar regresó a la barra tras reunir lo que pudo arrancarles a unos pocos clientes displicentes. Se sentó en el taburete a mi lado. Lo mismo que a Chiri, hablar conmigo no parecía provocarle pesadillas.

—¿Cómo es trabajar para Friedlander Bey? —preguntó.

—Dímelo tú.

De una forma u otra todo el mundo en el Budayén trabaja para Papa.

Se encogió de hombros.

—No aceptaría su dinero aunque estuviera muerta de hambre, en la cárcel y tuviera cáncer.

Eso era una alusión, no muy velada, al hecho de que me hubiera vendido al someterme a los implantes. Di un trago de ginebra y bingara.

Quizá uno de los motivos por los que voy al local de Chiri siempre que necesito un poco de afecto es porque crecí en lugares similares. Siendo yo un bebé mi madre había sido bailarina, después de que mi padre nos abandonara. Cuando la situación se puso realmente fea, mi madre empezó a alternar con hombres. En los clubes unas chicas lo hacen, otras no. Mi madre no tuvo más remedio. Cuando las cosas se pusieron aún peor, vendió a mi hermano pequeño. Eso es algo de lo que a ella no le gustaba hablar. Ni a mí tampoco.

Mi madre hizo lo que pudo. El mundo árabe nunca ha valorado demasiado la educación de las mujeres. Todos sabemos cómo tratan a sus esposas y a sus hijas los árabes más tradicionales —es decir, los más regresivos y reaccionarios—. Respetan más a sus camellos. Ahora, en las grandes ciudades como Damasco y El Cairo, pueden verse mujeres modernas vistiendo ropas de estilo occidental, trabajando fuera de casa e incluso, a veces, fumando cigarrillos en plena calle.

En Mauritania, me he dado cuenta de que persiste la rigidez de costumbres. Las mujeres visten largas túnicas blancas y velos, y cubren su cabello con capuchas o pañuelos. Hace veinticinco años, no había lugar para mi madre en el mercado de trabajo legal. Pero siempre hay una pequeña población de almas descarriadas, gente que se burla de los dictados del santo Corán, hombres y mujeres que beben alcohol, juegan y disfrutan del sexo por placer. Siempre hay un hueco para una mujer joven cuya moral se ha venido abajo debido al hambre y la desesperación.

Cuando volví a verla en Argel, el aspecto de mi madre me conmovió. En mi imaginación la dibujaba como una respetable, moderadamente acomodada matrona, que habitaba en un próspero vecindario. Hacía años que no la veía ni hablaba con ella, pero me figuré que se las había ingeniado para salir de la pobreza y la degradación. Ahora creo que quizás vivía feliz tal como era, una harapienta y estrafalaria puta vieja. Pasé una hora con ella, esperando oír lo que había ido a escuchar, pensando cómo comportarme y avergonzándome de ella delante de Medio Hajj. Ella no deseaba que sus hijos la molestaran. Tuve la impresión de que se arrepintió de no haberme vendido a mí también cuando vendió a Hussain Adbul-Qahhar, mi hermano. No le gustó que me dejara caer en su vida después de todos aquellos años.

—Créeme —le dije—. A mí tampoco me ha gustado seguirte el rastro. Lo hice sólo porque debía hacerlo.

—Y ¿por qué debías hacerlo? —quiso saber ella.

Estaba reclinada en un viejo sofá rasgado, que olía a rancio, recubierto de piel de gato. Se sirvió otra copa, pero olvidó ofrecernos algo a nosotros.

—Para mí es importante —dije.

Le conté mi vida en la lejana ciudad, mi vida como camorrista infrasónico hasta que Friedlander Bey me eligió para ser el instrumento de su voluntad.

—¿Ahora vives en la ciudad? —dijo con un dejo nostálgico.

No sabía que ella hubiera vivido allí.

—Vivía en el Budayén, pero Friedlander Bey me llevó a su palacio.

—¿Trabajas para él?

—No tuve elección.

Me encogí de hombros. Ella asintió. Me sorprendió que supiera cómo era Papa.

—¿A qué has venido?

Eso iba a ser difícil de explicar.

—Quiero averiguar todo lo posible sobre mi padre.

Me miró desde el filo de su vaso de whisky.

—Ya lo has oído todo —dijo.

—No lo creo. ¿Por qué estás tan segura de que ese marinero francés era mi padre?

Respiró hondo y soltó el aire despacio.

—Se llamaba Bernard Audran. Nos conocimos en un café. Entonces yo vivía en Sidi-bel-Abbés. Me llevó a cenar, nos gustamos. Me mudé a su casa. Más tarde fuimos a vivir a Argel y pasamos juntos un año y medio. Un día, después de que tú nacieras, se marchó. Nunca volví a saber de él. No sé adonde fue.

—Yo sí. Al hoyo, allí es donde fue. Me costó mucho tiempo, pero rastreé los ficheros de un ordenador argelino. Existió un Bernard Audran en la marina de Provenza y estuvo en Mauritania cuando la Unión Confederada Francesa intentó recuperar el control sobre nosotros. Lo malo fue que un noraf no identificado le voló los sesos más de un año antes de que yo naciera. Quizá puedas recordar el pasado y sacar una imagen más clara de los acontecimientos.

Eso la enfureció. Se levantó y me arrojó su vaso medio vacío. Se hizo añicos en la pared ya manchada y arañada, a mi derecha. Percibía el olor penetrante y sin aguar del whisky irlandés. Oí a Saied murmurar algo junto a mí, tal vez una oración. Mi madre avanzó un par de pasos hacia mí, con la cara afeada por la ira.