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13

Mi madre me había traído pistachos e higos frescos, pero aún me costaba un poco tragar.

—Entonces toma un poco de esto —dijo ella—. Hasta te he traído una cucharita.

Destapó una fiambrera de plástico y la puso sobre la bandeja del hospital. Durante la visita estuvo muy cohibida.

Yo estaba sedado, aunque no todo lo que me habría gustado. Pero más vale una dosis inocua de soneína administrada por un dosificador que un golpe en el ojo con un palo afilado. Claro que si me hubiera enchufado el daddy experimental que bloquea el dolor habría tenido la cabeza totalmente despejada y lúcida. Simplemente no quería usarlo. No les había hablado a los doctores ni a las enfermeras de él, porque prefería la droga. Los hospitales son demasiado aburridos para soportarlos sobrio.

Levanté la cabeza de la almohada.

—¿Qué es? —pregunté con la voz ronca, inclinándome a coger la fiambrera de plástico.

—Leche de camello cuajada —dijo mi madre—. De pequeño te encantaba cuando estabas enfermo.

Me pareció detectar una ternura poco frecuente en su voz.

La leche cuajada de camello no parece algo como para saltar de la cama de gozo. No lo es y no lo fue. Sin embargo, agarré la cuchara e hice el número de que me gustaba sólo para complacerla. Tal vez si comía algo se quedaría satisfecha y se largaría. Entonces podría pedir otra soneína y echar un maravilloso sueñecito.

Eso era lo peor de estar en el hospitaclass="underline" consolar a las visitas y escuchar las historias de sus propias enfermedades y accidentes, que siempre eran de proporciones mucho más traumáticas que los tuyos.

—¿Estabas verdaderamente preocupado por mí, Marîd? —me preguntó.

—Claro que sí —dije dejando caer la cabeza sobre la almohada—. Por eso envié a Kmuzu para asegurarme de que estabas a salvo.

Sonrió con melancolía y sacudió la cabeza.

—Quizá hubieras sido más feliz si me hubiera abrasado en el incendio. Entonces no tendrías que molestarte más por mí.

—No te preocupes por eso, mamá.

—Muy bien, cariño —dijo. Me miró en silencio durante un buen rato—. ¿Cómo tienes las quemaduras?

Me encogí de hombros y eso me provocó una mueca de dolor.

—Todavía me duelen. Las enfermeras me untan con esa mugre blanca un par de veces al día.

—Debe de ser bueno para ti. Déjales que te hagan lo que quieran.

—De acuerdo, mamá.

Se produjo otro incómodo silencio.

—Supongo que debo contarte ciertas cosas —dijo ella por fin—. No he sido del todo sincera contigo.

—¿Oh?

No era ninguna sorpresa, imagino que me tragué los sarcásticos comentarios que afloraron a mi mente y dejé que me contara la historia a su manera.

Se miraba las manos, que retorcían en su regazo un pañuelo de lino deshilachado.

—Sé más de Friedlander Bey y Reda Abu Adil de lo que te he explicado.

—Ah.

Me miró.

—Los conozco a ambos de antes. Antes incluso de que tú nacieras, cuando era joven. Yo era mucho más guapa que ahora. Quería salir de Sidi-bel-Abbés, ir a algún lugar como El Cairo o Jerusalén y ser una estrella del espectáculo holo. Operarme el cerebro y hacer algunos moddies, no moddies de sexo como Dulce Pilar, sino algo con clase y respetable.

—Así que ¿Papa o Abu Adil te prometieron convertirte en una estrella?

Volvió a mirarse las manos.

—Vine aquí, a la ciudad. Cuando llegué no tenía dinero y estaba hambrienta. Entonces encontré a alguien que se ocupó de mí una temporada y me presentó a Abu Adil.

—¿Y qué hizo Abu Adil por ti?

Alzó de nuevo la vista, pero ahora las lágrimas le rodaban por las mejillas.

—¿Tú qué crees? —dijo con amargura.

—¿Te prometió casarse contigo?

Movió la cabeza.

—¿Te dejó embarazada?

—No. Al final, se rió de mí y me dio un billete de vuelta para Sidi-bel-Abbés. —Su expresión adquirió cierta ferocidad—. Lo odio, Marîd.

Asentí. Ahora que había iniciado su confesión, me daba pena.

—¿No irás a decirme que Abu Adil es mi padre? ¿Qué pasó con Friedlander Bey?

—Cuando llegué por primera vez a la ciudad Papa siempre fue bueno conmigo. Por eso, incluso cuando estaba tan furiosa en Argel, me alegré de oír que Papa cuidaba de ti.

—Mucha gente lo odia, ¿sabes?

Me miró y se encogió de hombros.

—Regresé a Sidi-bel-Abbés y después de diez años conocí a tu padre. Mi vida transcurrió tan rápido… Naciste tú, luego creciste y te marchaste de Argel. Pasaron veinte años. Y poco antes de que vinieras a verme recibo un mensaje de Abu Adil. Me decía que había estado pensando en mí y quería volverme a ver.

Se estaba poniendo cada vez más nerviosa y se detuvo hasta que se calmó un poco.

—Le creí —dijo—. No sé por qué. Quizá pensé que podía tener una segunda oportunidad para vivir mi vida, recuperar todos los años que perdí, enmendar todos los errores. De cualquier modo, maldita sea, ojalá no la hubiera vuelto a joder.

Cerré los ojos y me los froté. Luego observé la cara angustiada de mi madre.

—¿Qué hiciste?

—Volví a mudarme con Abu Adil. A esa gran casa que tiene en los suburbios. Por eso sé todo sobre él y sobre Umm Saad. Tendrás que vigilarla, querido. Trabaja para Abu Adil y planea arruinar a Papa.

—Lo sé.

Mi madre se sorprendió.

—¿Ya lo sabes? ¿Cómo?

Sonreí.

—Ese jodido capullo del ayudante de Abu Adil me lo dijo. Se quieren deshacer de Umm Saad, ya no se adapta a sus planes.

—Sin embargo —dijo mi madre levantando un dedo admonitorio—, debes vigilarla. Tiene su propio programa.

—Sí, eso creo.

—¿Sabes lo del moddy de Abu Adil? ¿El que se ha hecho de sí mismo?

—Aja. Ese hijo de puta de Umar me lo contó todo. Me gustaría ponerle la mano encima unos minutos.

Se mordió el labio pensativa.

—Quizá yo sepa el modo.

Epa, eso era lo que necesitaba.

—No es tan importante, mamá.

Empezó a llorar de nuevo.

—Lo siento mucho, Marîd. Siento todo lo que he hecho, siento no ser la clase de madre que tú necesitabas.

Jo, no me sentía bien del todo como para afrontar su repentino ataque de conciencia.

—Yo también lo siento, mamá —dije, sorprendido al darme cuenta de que lo sentía de veras—. Nunca te he demostrado respeto…

—Nunca me he ganado tu respeto…

Levanté las manos.

—¿Por qué no dejamos de pelearnos para ver quién hace más daño a quién? Llamémosle tregua.

—¿Tal vez pudiéramos volver a empezar? —dijo con una peculiar timidez.

Lo dudaba mucho. No sabía si era posible empezar de nuevo, sobre todo después de lo que había ocurrido entre nosotros, pero pensé que podía darle otra oportunidad.

—Por mí está bien —dije—. No tengo ningún aprecio por el pasado.

Sonrió torcidamente.

—Me gusta vivir en casa de Papa contigo, querido. Me hace creer que no tendré que regresar a Argel y… ya sabes.

Respiré hondo.

—Te lo prometo, mamá, no tendrás que volver a esa vida nunca. Deja que a partir de ahora sea yo quien se ocupe de ti.

Se levantó y se acercó a mi cama, con los brazos abiertos, pero yo no estaba preparado para un intercambio de afecto maternofilial. Creo que tenía ciertos problemas para expresar mis sentimientos, nunca he sido una persona muy afectiva. Dejé que se inclinara, me besara la mejilla y me diera un abrazo, mientras murmuraba algo que no pude entender. Yo le di unas palmaditas en la espalda. Era todo lo más que pude hacer. Luego volvió a sentarse y suspiró.