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—Me has hecho muy feliz, Marîd. Más de lo que merezco. Lo único que he deseado siempre ha sido una oportunidad para llevar una vida normal.

Bueno, qué cono, ¿qué me costaba?

—¿Qué quieres hacer, mamá? —le pregunté.

Frunció el ceño.

—En realidad no lo sé. Algo útil. Algo auténtico.

Tuve una visión lúdica de Ángel Monroe como un pirulí de caramelo en el hospital. Inmediatamente rechacé la impresión.

—Abu Adil te trajo a la ciudad para espiar a Papa, ¿no?

—Sí, fui una imbécil pensando que me quería de veras.

—¿Y en qué condiciones le dejaste? ¿Estarías dispuesta a espiarle para nosotros?

Dudó.

—Le hice saber que no me gustaba que me utilizaran. Si regreso no sé si creerá que me he arrepentido. Quizá sí. Tiene un gran ego, sabes. Los hombres como él siempre creen que las mujeres se mueren por ellos. Supongo que podría hacérselo tragar. —Me miró con una sonrisa irónica—. Siempre he sido una buena actriz. Khalid solía decirme que era la mejor.

Khalid…, ya recordaba, debía de ser su chulo.

—Deja que lo piense, mamá. No quiero meterte en nada peligroso, pero me gustaría tener un arma secreta sin que Abu Adil se enterara.

—Bueno, de cualquier modo, me siento como si le debiera algo a Papa. Por dejar que Abu Adil me tratase de ese modo y por todo lo que Papa ha hecho por mí desde que fui a vivir a su casa.

No me gustaba la idea de mezclar a mi madre en la intriga, pero sabía que podía ser una maravillosa fuente de información.

—Mamá —dije con indiferencia—, ¿qué significan las letras A.L.M. para ti?

—¿A.L.M.? No lo sé. Creo que nada. ¿La Alianza Licenciosa de Modelos? Es un sindicato de putas, pero ni siquiera sé si tienen local en esta ciudad.

—No importa. ¿Y el archivo Fénix? ¿Te suena?

Hizo una mueca.

—No —dijo despacio—, nunca he oído hablar de él.

Algo en su modo de decirlo me convenció de que estaba mintiendo. Me pregunté qué escondía esta vez. Reanudé el tono optimista de nuestra conversación, albergando mis dudas sobre la posibilidad de confiar en ella. No era el momento oportuno para resolver ese asunto, ya encontraría el momento cuando saliera del hospital.

—Mamá —dije, bostezando—, tengo un poco de sueño.

—Oh, querido, entonces me marcho. —Se levantó y me arregló las mantas—. Te dejo la leche de camello cuajada.

—Estupendo, mamá.

Se inclinó y me besó otra vez.

—Volveré mañana. Ahora voy a ver cómo está Papa.

—Dale recuerdos y dile que rezo a Alá por su bienestar.

Fue hacia la puerta y antes de salir me dijo adiós con la mano.

La puerta apenas se había cerrado, cuando recordé algo: la única persona que sabía que había visitado a mi madre en Argel era Saied Medio Hajj. Él debió de localizar a mamá para Reda Abu Adil. Debió de ser Saied quien la trajo a la ciudad para que nos espiara a Papa y a mí. Saied había estado trabajando para Abu Adil. Me había vendido.

Me prometí tener otro momento de lucidez, algo que Saied no olvidaría en la vida.

Fuera cual fuese el objetivo de la conspiración, o el significado del archivo Fénix, debía de ser algo terriblemente crucial para Abu Adil. En los últimos meses, había enviado a Saied, a Kmuzu y a Umm Saad para fisgar en nuestros asuntos. Me preguntaba cuántos otros faltaban por descubrir.

Por la tarde, justo antes de la hora de cenar, Kmuzu vino a visitarme. Vestía una camisa blanca, sin corbata, y un traje negro. Parecía un empleado de la funeraria. Tenía el semblante sombrío, como si una de las enfermeras le hubiera dicho que mi situación era desesperada. Quizá nunca volvería a crecerme el pelo quemado o tendría que vivir el resto de mi vida con ese asqueroso y frío ungüento blanco en la piel.

—¿Cómo te encuentras, yaa Sidil —Sufriendo el síndrome del estrés posincendio. Acabo de percatarme de lo cerca que estuve de palmarla. Si no me llegas a despertar…

—El fuego te habría despertado si no usaras ese potenciador del sueño.

Ya tenía bastante.

—Supongo —dije—. Te debo la vida.

—Tú rescataste al amo de la casa, yaa Sidi. Él me protege de Reda Abu Adil. Estamos en paz.

—Aún me siento en deuda contigo. —¿En cuánto valoraba yo mi vida? ¿Tendría algo de valor equivalente que ofrecerle?—. ¿Te gustaría ser libre?

Kmuzu frunció el ceño.

—Sabes que mi mayor deseo es la libertad. También sabes que está en manos del amo de la casa. Le corresponde a él decidir.

Me encogí de hombros.

—Tengo cierta influencia con Papa. Veré lo que puedo hacer.

—Te estaré muy agradecido, yaa Sidi.

La expresión de Kmuzu era neutra, pero yo sabía que no era tan frío como pretendía.

Hablamos unos minutos y se levantó para marcharse. Me hizo saber que mi madre y los criados estaban sanos y salvos, inshallah. Teníamos dos docenas de guardias armados. Claro que no habían previsto que alguien prendiese fuego al ala oeste. Confabulación, espionaje, incendio premeditado, intento de asesinato…, hacía mucho que los enemigos de Papa no expresaban su descontento de manera tan ruidosa.

Cuando Kmuzu se marchó, me aburrí en seguida. Encendí el aparato holo que estaba fijo en el mobiliario frente a mi cama. No era un buen aparato y la proyección estaba bastante fuera de cuadro. La variable vertical necesitaba un ajuste y los actores de alguna obra contemporánea centroeuropea se perdían de rodilla para abajo en la cómoda. La compleja producción era subtitulada, pero por desgracia los letreros, junto con las piernas de los actores, estaban fuera de mi vista en el cajón de los calcetines. Cuando se trataba de un primer plano, sólo veía a la persona desde la cúspide de su cabeza hasta la base de la nariz.

No me importaba, porque en casa nunca veía mucho holo. Sin embargo, en el hospital, donde el aburrimiento estaba a la orden del día, me sorprendí a mí mismo encendiéndolo y apagándolo todo el rato. Supervisé cien canales del mundo y no encontré nada que valiera la pena. Eso podía deberse a mi estado semicatatónico y a mi falta de concentración, o podía ser culpa de los personajes amputados paseando en torno a la cómoda, hablando una docena de idiomas distintos.

Así que abandoné la tragedia turingia y le dije al aparato holo que se desconectase. Luego salí de la cama y me puse la bata. Era un poco incómoda a causa de mis quemaduras y el ungüento blanco. Odiaba encontrarme así, pegado a la bata de hospital. Metí los pies en las zapatillas verdes de papel que me habían dado en el hospital y me dirigí hacia la puerta.

En ese momento un enfermero traía mi comida. Tenía un poco de hambre y empecé a segregar jugos gástricos antes de descubrir el contenido de las bandejas. Decidí quedarme en la habitación hasta después de comer.

—¿Qué es?

El enfermero lo dejó en la bandeja.

—Un suculento hígado frito —dijo.

Su tono me indicó que no era nada apetecible.

—Lo comeré más tarde.

Salí de la habitación y caminé despacio por el pasillo. Dije mi nombre al ascensor y en pocos segundos llegó la cabina. No sabía de cuánta libertad de movimientos disponía.

Cuando el ascensor me preguntó a qué piso quería ir, le pregunté el número de habitación de Friedlander Bey.

—Habitación VIP número uno.

—¿En qué piso está?

—Veinte.

No podías subir más. Este hospital era uno de los tres de la ciudad que tenían habitaciones VIP. Era el mismo hospital en donde me operaron el cerebro, hacía menos de un año. Me gustaba tener una habitación privada, pero en realidad no necesitaba una suite. No la encontraría divertida.