Bajé en ascensor hasta mi habitación y me subí a la cama. Me alegraba de que se hubieran llevado el hígado. Acababa de encender el aparato holo, cuando vino el doctor Yeniknani a visitarme. El doctor Yeniknani ayudó al neurocirujano que me modificó el cerebro. Era un turco de piel oscura y aspecto feroz, que estudiaba mística sufí. Había llegado a conocerlo bien durante mi última estancia y me alegraba de volver a verlo. Miré el aparato holo y le dije:
—Apágate.
—¿Cómo se encuentra, señor Audran? —dijo el doctor Yeniknani. Se acercó a mi cama y me sonrió. Sus fuertes dientes resaltaban blancos contra su tez morena y su gran bigote negro—. ¿Puedo sentarme?
—Por favor, póngase cómodo. ¿Ha venido a decirme que el fuego me ha chamuscado los sesos o es sólo una visita amistosa?
—Su reputación indica que no quedaba mucho seso para freír. No, sólo deseaba ver cómo se encontraba y si podía hacer algo por usted.
—Muchas gracias. No necesito nada. Lo único que quiero es salir cuanto antes.
—Todo el mundo dice lo mismo. Usted cree que aquí torturamos a la gente.
—He pasado vacaciones más maravillosas.
—Tengo que hacerle una proposición, señor Audran. ¿Le gustaría evitar algunos de los efectos del proceso de envejecimiento? ¿Impedir la degeneración de su mente, el lento deterioro de su memoria?
—Uf, oh. Me está usted tendiendo una horrible trampa, lo noto.
—No es ninguna trampa. El doctor Lisan está experimentando una técnica que promete lograr todo lo que le acabo de mencionar. Imagine que a medida que se hace viejo no se tendrá que preocupar por la pérdida de sus facultades mentales. Sus procesos mentales serán tan eficaces y rápidos ahora como dentro de doscientos años.
—Parece formidable, doctor Yeniknani. Pero no se trata de suplementos vitamínicos, ¿no es cierto?
Me dedicó una sonrisa de pesar.
—Bueno, no exactamente. El doctor Lisan trabaja en un aumento plexiforme cortical. Envuelve el córtex cerebral en una trama de reticulaciones de alambre. Esa trama está hecha de filamentos de oro increíblemente finos, que están conectados a las mismas nervaciones orgánicas que unen el implante corímbico al sistema nervioso central.
—Aja.
Me parecía una demente jerga científica.
—Los filamentos transmiten a su cerebro impulsos eléctricos de su córtex cerebral a la trama de oro y luego en dirección opuesta. La trama sirve como un mecanismo de almacenamiento artificial. Nuestros primeros resultados demuestran que se puede triplicar o cuadruplicar el número de conexiones neuronales de su cerebro.
—Como una expansión de memoria en un ordenador.
—Es una analogía demasiado fácil —dijo el doctor Yeniknani. Podía asegurar que le excitaba explicarme sus descubrimientos—. La naturaleza de la memoria es holográfica, ya sabe, de modo que no le estoy ofreciendo sólo un gran número de slots vacíos en los que archivar sus ideas y recuerdos. Es más que eso, le dotamos de un mejor sistema de redundancia. Su cerebro almacena cada recuerdo en muchos lugares, pero como las células cerebrales envejecen y mueren, muchos de estos recuerdos y actividades aprendidas se olvidan. Sin embargo, con el aumento cortical existe la posibilidad de multiplicar la información almacenada en mucha mayor medida de lo normal. Su mente estará a salvo, protegida contra el fallo gradual, excepto en el caso de una herida traumática.
—Todo lo que debo hacer —dije con escepticismo— es dejar que usted y el doctor Lisan envuelvan mi cerebro en una redecilla como una col del mercado.
—Eso es. No sentirá nada. —Sonrió—. Y, además, puedo prometerle que el aumento acelerará su proceso cerebral. Tendrá los reflejos de un superhombre. Usted…
—¿A cuánta gente se lo han hecho antes y cómo se encuentran ahora?
Estudió sus largos y finos dedos.
—Aún no hemos practicado la operación a ningún sujeto humano. Pero nuestro trabajo de laboratorio con ratas es muy prometedor.
Vaya alivio.
—Creo que está intentando venderme la operación.
—Piénselo, señor Audran. En un par de años buscaremos valientes voluntarios para que nos ayuden a derribar las fronteras de la medicina.
Levanté el brazo y me di unos golpecitos en mis dos implantes corímbicos.
—A mí no me mire. Yo ya he cumplido mi parte.
El doctor Yeniknani se encogió de hombros. Se reclinó en la silla y me miró pensativo.
—Tengo entendido que salvó la vida de su patrón. Una vez le dije que la muerte es deseable como paso al paraíso, y que no debía temerla. También es cierto que la vida es más deseable, como medio de reconciliación con Alá, si seguimos el Camino Recto. Es usted un hombre valiente.
—No creo, en realidad no hice nada heroico. En ese momento no lo pensé.
—Usted no sigue estrictamente los mandamientos del Mensajero de Dios —dijo—, pero es usted un hombre practicante a su modo. Hace doscientos años un hombre dijo que las religiones del mundo son como una linterna con paneles de cristal de muchos colores y Dios era la única llama que alumbraba en ellas. —Me estrechó la mano y se levantó—. Con su permiso.
Cada vez que hablaba con el doctor Yeniknani me brindaba su sabiduría sufí para que meditase.
—La paz sea con usted.
—Y con usted —dijo, saliendo de mi habitación.
Comí la cena más tarde, una especie de cordero asado, guisantes y un guiso de judías con cebollas y tomates, que habría sido delicioso si el personal de la cocina conociera la existencia de la sal y quizá de un poco de zumo de limón. Volvía a aburrirme y encendí el aparato holo, lo apagué, contemplé las paredes, lo encendí de nuevo. Por fin, para mi alivio, sonó el teléfono junto a mi cama. Lo cogí y dije:
—Alabado sea Alá.
Oí la voz de Morgan al otro extremo. No tenía el daddy de inglés conmigo y Morgan no sabía ni preguntar dónde estaba el lavabo en árabe; las únicas palabras que entendí fueron: «Jawarski» y «Abu Adil». Le dije que hablaría con él cuando saliera del hospital; sabía que no me entendía más que yo a él, así que colgué.
Me recosté sobre la almohada y contemplé el techo. No me sorprendí de que existiera una relación entre Abu Adil y el loco asesino americano. Por el cariz que tomaban las cosas, no me sorprendería descubrir que Jawarski era en realidad mi hermano perdido.
14
Me pasé casi una semana en el hospital. Miré el holo, leí un montón y, en contra de mis deseos, unas cuantas personas vinieron a verme: Lily, el transexual que estaba perdidamente enamorado de mí, Chiri, Yasmin. Recibí dos sorpresas: la primera fue una cesta de frutas de Umar Abdul-Qawy, la segunda una visita de seis completos desconocidos, gente que vivía en el Budayén y en el barrio de la comisaría. Entre ellos reconocí a la joven con el bebé a la que di algún dinero el día que nos enviaron a Shaknahyi y a mí a buscar a On Cheung.
Parecía tan tímida y cohibida como cuando se me acercó en la calle.
—Oh caíd —dijo con voz temblorosa, dejando una cesta cubierta por una tela sobre mi mesa—, suplicamos a Alá tu recuperación.
—Pues ha dado resultado —dije con una sonrisa—, porque el doctor dice que saldré de aquí hoy.
—Alabado sea Dios —dijo la mujer. Se volvió hacia los que la acompañaban—. Estas personas son los padres de los niños, los niños que te piden limosna en las calles y en la comisaría. Te están agradecidos por tu generosidad.
Esos hombres y mujeres vivían en una pobreza que yo había conocido la mayor parte de mi vida. Lo curioso es que no se mostraban quisquillosos conmigo. Puede parecer ingrato, pero a veces sientes resentimiento hacia tus benefactores. Cuando era joven, conocí la humillación que a veces supone recibir caridad, sobre todo cuando estás tan desesperado que no te puedes permitir el lujo del orgullo.