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»Estaba encantado de que aquel hombre me hubiera tomado tanto afecto, porque me contaba cosas que ninguno de los demás mercaderes me habría contado. De modo que le cambié mi inútil ponedora por un pollo listo para comer, aun cuando me pareció un poco famélico, olía raro y tenía un color muy extraño. Recordé lo que mi mamá me había dicho, así que lo até con un cordel y lo llevé a rastras camino a casa.

»¡ Tendrías que haber oído los alaridos de mi mamá cuando llegué a casa! Ese pobre pollo desplumado estaba completamente estropeado. “¡Por mis ojos! ¡Eres el mayor idiota de todas las tierras del Islam! ¡La próxima vez cárgatelo a hombros!”, gritó.

»“¡Ah! ¿Cómo no se me ocurrió antes?”, respondí.

»De modo que sólo quedaba una gallina, y me prometí a mí mismo que al día siguiente iba a hacer el mejor trato. No esperé a que mi mamá se despertara. Me levanté pronto, me lavé la cara y las manos, me puse mi mejor traje y salí al corral. Tardé una hora en coger a la última gallina, que era la favorita de mi mamá. Se llamaba Mouna. Por fin le eché el guante a su escurridizo y aleteante cuerpo. La saqué del corral, bajé una cuesta, subí la otra, crucé el puente, caminé por las calles hasta el zoco, con la gallina.

»Pero esa mañana el pollero no estaba en su tenderete. Le esperé unos minutos, pensando dónde podría estar mi amigo, hasta que por fin se me acercó una muchacha. Vestía como una musulmana recatada debe vestir y debido al velo no podía verle la cara, pero cuando habló, supe por su voz que sin duda era la muchacha más linda que había conocido en mi vida.

—Así puedes verte metido en un montón de líos —le dije a Fuad—. Yo he cometido el error de enamorarme por teléfono más de una vez.

Puso mala cara ante la interrupción y prosiguió.

—Sin duda era la muchacha más hermosa que había conocido en mi vida. Y me dijo: «¿Eres el caballero que ha estado vendiendo sus gallinas a mi padre cada mañana?».

»Yo le dije: “No estoy seguro. No sé quién es tu padre. ¿Es éste su tenderete?”. Ella dijo que sí. Yo le respondí: “Entonces yo soy ese caballero y aquí traigo nuestra última gallina. ¿Dónde está tu padre esta mañana?”.

»Grandes lagrimones asomaron a sus ojos. Me miraba con una expresión digna de lástima, al menos la que yo podía ver. “Mi padre está gravemente enfermo. El doctor no espera que pase de este día”, dijo.

»Vaya, estaba muy impresionado por la noticia. “Alá tenga piedad de tu padre y le conceda salud. Si muere, hoy tendré que vender mi gallina a otro.”

»La muchacha no dijo nada durante un momento. No creo que le importara lo más mínimo lo que le ocurriese a mi gallina. Por fin dijo: “Mi padre me ha enviado a buscarte. Le remuerde la conciencia. Dice que hizo un trato injusto y desea enmendarlo antes de ser llamado al seno de Alá. Te suplica que aceptes este asno, el mismo que ha arrastrado la carreta de mi padre desde hace diez años”.

»Sospechaba un poco de su oferta. Después de todo, no conocía a la chica tanto como a su padre. “A ver si lo entiendo”, dije, “¿quieres cambiarme tu precioso asno por esta gallina?”.

»“Sí”, respondió ella.

»“Tendré que pensarlo. Es nuestra última gallina, ¿sabes?” Lo pensé una y otra vez y no encontré nada que pudiera irritar a mi mamá. Estaba segura de que por fin se alegraría de uno de mis cambalaches. “Muy bien”, dije, y aferré el arnés del asno. “Coge la gallina y dile a tu padre que rezaré por su recuperación. Quizá él vuelva mañana a su puesto en este zoco, inshallah.”

»“Inshallah”, dijo la muchacha, y bajó púdicamente los ojos. Se fue con la última gallina de mi mamá y nunca la volví a ver. Sin embargo, he pensado mucho en ella, porque sin duda es la única mujer que he amado.

—Sí, seguro —dije riendo.

A Fuad le vuelven loco las putas baratas, de esas que llevan navaja. Lo puedes encontrar toda la noche en el Red Light, el local de Fátima y Nassir. No conozco a nadie que tenga redaños para entrar allí solo. Fuad se pasa la vida allí, enamorándose y dejándose rajar.

—De cualquier modo —dijo—, llevaba el asno a casa, cuando recordé lo que mi mamá me había dicho. Así que forcejeé y me esforcé hasta que pude llevar el asno a hombros. Debo admitirlo, no entendí por qué mi mamá quería que lo llevase de ese modo, cuando podía andar por su propio pie lo mismo que yo. Pero no quería que se volviera a enojar.

»Me dirigía tambaleante a casa con el asno a hombros y, mientras subía la colina, pasé por el hermoso palacio amurallado del caíd Salman Mubarak. Ya sabes que el caíd Salman vive en esa gran mansión con su bella hija de dieciséis años, que no se ha reído desde el día en que nació. Ni siquiera ha sonreído. Puede hablar perfectamente, pero no lo hace. Nadie, ni siquiera su rico padre, la ha oído pronunciar palabra desde que la esposa del caíd, la madre de la muchacha, murió cuando ésta tenía tres años. Los médicos le dijeron que si alguien podía hacerla reír, recuperaría el habla, o que si alguien la podía hacer hablar, volvería a reír como cualquier persona normal. El caíd Salman hizo la tradicional oferta de riquezas y la mano de su hija en matrimonio a quien lo lograra, pero fracasaron pretendiente tras pretendiente. La muchacha se sentaba melancólica junto a la ventana y veía pasar el mundo.

»Eso es lo que hacía cuando pasé yo, llevando el asno a cuestas. Debía de tener un aspecto un tanto extraño, boca abajo moviendo las pezuñas en el aire. Más tarde me dijeron que la hermosa hija del caíd nos miró a mí y al asno unos segundos y rompió a reír en un estallido irrefrenable. También recuperó el habla, porque llamó en voz alta a su padre para que nos fuera a ver. El caíd estaba tan agradecido que corrió a buscarme al camino.

—¿Te dio a su hija? —preguntó Indihar.

—Qué te apuestas —dijo Fuad.

—Qué romántico —le respondió Indihar.

—Y cuando me casé con ella me convertí en el hombre más rico de la ciudad, después del propio caíd. Y mi madre estaba tan satisfecha que no le importó que no nos quedaran más gallinas. Vino a vivir conmigo y mi esposa al palacio del caíd.

Suspiré.

—¿Qué hay de cierto en todo eso, Fuad?

—Oh —dijo—. Olvidé una parte. Resulta que el caíd era en realidad el pollero que vendía en el zoco cada mañana. No recuerdo por qué. Y la chica del velo era tan hermosa como yo había imaginado.

Indihar se inclinó y cogió la jarra de cerveza medio vacía de Fuad. Se la llevó a los labios y acabó la cerveza.

—Creí que el pollero se estaba muriendo —dijo ella.

Fuad puso una cara pensativa y seria.

—Sí, bueno, lo estaba, pero cuando oyó a su hija reír y pronunciar su nombre, se curó milagrosamente.

—Aja —dijo Indihar—. Y tu mamá ¿de verdad cría gallinas?

—Oh, claro que sí —dijo, nervioso—, pero en este momento no tiene ninguna.

—¿Porque tú las vendiste?

—Le dije a mamá que debíamos empezar con gallinas más jóvenes que aún tuvieran dientes.

—Gracias a Dios tengo que ir a limpiar la cerveza derramada —dijo Indihar, regresando a la barra.

Apuré el último sorbo de mi Muerte Blanca. Después de la historia de Fuad me apetecían tres o cuatro copas.

—¿Otra cerveza? —le pregunté.

Se levantó.

—Gracias, Marîd, pero tengo que ganar algún dinero. Quiero comprarle una cadena de oro a esa muchacha.

—¿Por qué no le das una de esas que intentas vender a los turistas?

Se quedó horrorizado.

—¡Me sacaría los ojos! —Me daba la impresión de que había encontrado otro amorcito ardiente—. Por cierto, Medio Hajj me dijo que te enseñara esto.