Se sacó algo del bolsillo y me lo tiró.
Yo lo recogí. Era pesado, reluciente y de acero, tendría unos quince centímetros. Nunca había sostenido uno en la mano, pero sabía lo que era: un cargador vacío de pistola automática.
La gente ya no utilizaba las viejas armas de proyectiles, pero Paul Jawarski empleaba una pistola del calibre 45. Y de ahí era de donde procedía éste.
—¿Dónde lo encontraste, Fuad? —pregunté con indiferencia, girando el cargador en mis manos.
—Oh, en el callejón trasero de Gay Che. A veces encuentras dinero allí, se les cae de los bolsillos cuando salen al callejón. Primero se lo enseñé a Saied y me dijo que te gustaría verlo.
—Aja. Nunca he oído hablar de Gay Che.
—No te gustaría, es un lugar violento. Nunca he entrado, sólo merodeo por el callejón.
—Parece divertido, ¿dónde está?
Fuad cerró un ojo y lo pensó un poco.
—Hámidiyya. En la calle Aknouli.
Hámidiyya. El pequeño reino de Reda Abu Adil.
—¿Por qué creyó Saied que me gustaría verlo?
Fuad se encogió de hombros.
—No me lo dijo. ¿Te gusta? Verlo, me refiero.
—Sí, gracias, Fuad. Te debo una.
—¿De verdad? Entonces, quizá…
—En otra ocasión, Fuad.
Hice un movimiento distraído de desprecio con la mano. Supongo que captó la indirecta, porque un instante más tarde noté que se había largado. Tenía un montón de cosas en las que pensar.
¿Se trataba de una pista? ¿Se escondía Paul Jawarski en una de las empresas más miserables de Abu Adil? ¿O era una especie de trampa tendida por Saied Medio Hajj, en quien ya no podía confiar?
No tenía más remedio. Trampa o no, iba a seguirla. Pero todavía no.
15
Esperé hasta la mañana siguiente para comprobar la información de Fuad. Tenía la desconcertante sensación de que me estaban tendiendo una trampa, pero al mismo tiempo me sentía capaz de vivir peligrosamente. No iba a encontrar a Jawarski utilizando métodos más convencionales. Quizá asomando la cabeza por la manzana tentaría al ejecutor a dejarse ver.
Después de todo el cargador podía no pertenecer a Jawarski y en Gay Che no encontraría más que a un montón de chicos vestidos con caftanes de un corte exquisito.
Caminaba por la Calle pensando en ello, dejando atrás el club de Frenchy Benoit, camino del cementerio. Tenía la impresión de que los acontecimientos se precipitaban hacia su fin, aunque aún no podía decir si para mí sería un final trágico o feliz. Me hubiera gustado que Shaknahyi estuviera allí para aconsejarme y haber hecho mejor uso de su experiencia mientras aún estaba vivo. Antes que nada quería visitar su tumba.
Había mucha gente a la entrada del cementerio, sentada o acuclillada sobre las irregulares y quebradas losas de cemento. Al verme, todos se pusieron en pie, los viejos que vendían Coca-Cola y sharáb en ruinosos carricoches y triciclos, las viejas desdentadas que sonreían, robaban los ramos a los muertos y me arrojaban flores a la cara, mientras los niños gritaban: «¡Oh generoso! ¡Oh compasivo!» y me bloqueaban el paso. A veces no reacciono ante la mendicidad organizada y clamorosa. Perdí muchas simpatías. Me abrí paso a empellones a través de la multitud, sólo me detuve para cambiar un par de kiams por un mustio ramo. Luego entré en el cementerio, por debajo del arco de ladrillo.
La tumba de Shaknahyi estaba enfrente, cerca de la pared del lado occidental. La sepultura estaba aún desnuda, aunque empezaba a brotar un poco de hierba. Me agaché para colocar el pequeño ramo en la cabecera de la tumba, que, de acuerdo con la tradición musulmana, apuntaba hacia la Meca.
Luego me incorporé y miré hacia la calle Dieciséis, por encima de las diversas tumbas dispersas al azar. Las tumbas musulmanas estaban señaladas por un creciente lunar y una estrella, pero también había unas pocas cruces cristianas, unas pocas estrellas de David y muchas sin ninguna señal. La morada de Shaknahyi tenía sólo una piedra plana sin fijar, con su nombre y la fecha de su muerte. Algún día no muy lejano la piedra desaparecería, robada sin duda por alguien demasiado pobre para comprar una. Borrarían el nombre de Shaknahyi con papel de lija o un estropajo metálico y la roca serviría como piedra sepulcral de otro, hasta que la volvieran a robar. Pensé en pagar por una piedra sepulcral permanente. Era lo mínimo que merecía.
Un joven con túnica y turbante me tiró de la manga.
—Oh padre de tristeza —dijo con voz aguda—. Puedo recitar.
Era uno de los jóvenes caíds que se sabían el Corán entero de memoria. Seguramente mantenía a su familia recitando versos en el cementerio.
—Te daré diez kiams si rezas por mi amigo —dije.
Me pescó en un momento de debilidad.
—¡Diez kiams, effendi! ¿Quieres que recite todo el Libro?
Le puse la mano en su hombro huesudo.
—No. Sólo algo consolador sobre Dios y el cielo.
El chico frunció el ceño.
—Hay mucho más sobre el infierno y las llamas eternas.
—Lo sé, no quiero oír eso.
—Muy bien, effendi.
Y empezó a murmurar las antiguas frases canturreando. Le dejé junto a la tumba de Shaknahyi y me fui hacia la entrada.
Nikki, mi amiga y amante en ocasiones, descansaba en una humilde tumba encalada que ya se estaba desmoronando. Sin duda la familia de Nikki podía permitirse el lujo de repatriar su cadáver para enterrarlo en casa, pero habían preferido dejarla aquí. Nikki se había sometido a una operación de cambio de sexo y su familia no quería sufrir esa vergüenza. En cualquier caso, esa solitaria tumba parecía estar en consonancia con la vida dura y desamparada de Nikki. En mi despacho de la comisaría aún guardaba un pequeño escarabajo de bronce de Nikki. No pasaba una semana en la que no pensara en ella.
Paseé entre las tumbas de Tamiko, Devi y Selima, las Viudas Negras, y de Hassan el chiíta, el hijo de puta que casi me mata. Me lamentaba sombrío a lo largo de los angostos caminos de ladrillo y decidí que no era así como deseaba pasar el resto de la tarde. Me deshice de la incipiente depresión y me dirigí de nuevo hacia la Calle. Cuando miré por encima del hombro, el joven caíd aún estaba junto a la tumba de Shaknahyi, recitando las sagradas palabras. Sabía a ciencia cierta que se quedaría allí por el valor de los diez kiams, incluso después de que me hubiera ido.
Tuve que abrirme paso entre la muchedumbre de pordioseros, pero esta vez les arrojé un puñado de monedas. Al pelearse por mi dinero me facilitaron la escapada. Descolgué el teléfono del cinturón y pronuncié el código de Saied Medio Hajj. Dejé que sonara unas veces y cuando ya estaba a punto de colgar, Saied respondió.
—Marhaba —dijo.
—Soy Marîd, ¿Cómo estás?
—Muy bien. ¿Qué pasa?
—Oh, nada del otro mundo. Ya he salido del hospital.
—¡Ah! Me alegro de oírlo.
—Sí, ya estaba harto de ese sitio. ¿Estás con Jacques y Mahmoud?
—Sí. Estamos tomando unas copas en Courane. ¿Por qué no te pasas?
—Creo que sí. Necesito que me hagas un favor.
—¿Sí?
—Ya te lo diré más tarde. Hasta dentro de media hora. Ma’assalaama.
—Allah yisallimak.
Volví a guardar el teléfono en mi cinturón. Caminaba en dirección al local de Chiriga y de repente me abordó la terrible necesidad de entrar a ver si Indihar o alguna de las chicas tenían sunnies o trifets para venderme. No era que me retractase, era un deseo que había ido alimentando durante muchos días. Se necesita gran fuerza de voluntad para vencer el mono. Habría sido más fácil admitir mi verdadera naturaleza y ceder. Estuve a punto, pero sabía que más tarde necesitaría tener el cerebro despejado.