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—¿Me llamas mentirosa? —gritó.

Bueno, eso era lo que estaba haciendo.

—Sólo te digo que los archivos oficiales dicen algo muy distinto.

—¡A la mierda los archivos oficiales!

—Los archivos también dicen que te has casado siete veces en dos años. No mencionan los divorcios.

La ira de mi madre cedió algo.

—¿Cómo ha ido a parar eso a los ordenadores? Oficialmente nunca me he casado, ni obtenido licencia ni nada por el estilo.

—Creo que subestimas el talento del gobierno para seguir la pista de la gente. Está allí, todo el mundo puede verlo.

Ahora parecía asustada.

—¿Qué más has descubierto?

Dejé que mordiera el anzuelo.

—Nada más. No había nada más. Si quieres que algo se quede enterrado, no tienes por qué preocuparte.

Era una mentira, aprendí muchas más cosas sobre mi madre.

—Bien —dijo ella aliviada—. No quiero que metas las narices en mi pasado. No me parece respetuoso.

Tenía una respuesta para ello, pero no la empleé.

—Esta búsqueda nostálgica —dije con voz serena— empezó con cierto asunto del que me ocupé para Papa. —En el Budayén todo el mundo llama «Papa» a Friedlander Bey. Es un cariñoso signo de terror—. El teniente que manejaba los hilos del Budayén murió, de modo que Papa decidió que necesitábamos una especie de oficial de asuntos públicos, alguien que mantuviera el contacto entre él y el departamento de policía. Me pidió que aceptara el empleo.

Torció la boca.

—¿Ah sí? ¿Ahora usas pistola? ¿Tienes una placa?

Aprendí de mi madre a despreciar a los policías.

—Sí —dije—, tengo un arma y una placa.

—Tu placa no tiene ningún valor en Argel, salaud.

Me depara cierta cortesía profesional allí donde voy. —No sabía si eso era cierto allí—. La cuestión es que, mientras me metí en el ordenador de la policía, tuve la oportunidad de leer mi archivo y algunos más. Lo divertido fue que mi nombre y el de Friedlander Bey aparecieron juntos. Y no sólo en la información de los últimos años. Conté al menos ocho entradas, insinuaciones, ya comprendes, pero nada concreto, las cuales me sugirieron que nos unía cierto parentesco de sangre.

Eso provocó una sonora reacción en Medio Hajj, quizá debí hablarle de todo esto antes.

—¿Y? —dijo mi madre.

—¿Qué mierda de respuesta es ésa? ¿Qué demonios significa? ¿Nunca te tiraste a Friedlander Bey en tus años dorados?

Pareció enloquecer de ira otra vez.

—Me tiré a un montón de tipos. ¿Esperas que me acuerde de todos? Ni siquiera recordaba cómo eran mientras me los estaba tirando.

—No querías comprometerte, ¿no es cierto? Sólo buscabas buenos amigos. ¿Eran lo bastante amigos como para fiarles o siempre les pedías el dinero en metálico?

—¡Magrebí, es tu madre! —gritó Saied.

Me parecía imposible que eso le conmoviera.

—Sí, es mi madre. Mírala.

Atravesó la habitación en tres zancadas y me cruzó la cara de una bofetada que me hizo trastabillar.

—¡Lárgate de aquí! —gritó.

Me llevé la mano a la mejilla y la miré.

—Primero contéstame a una cosa: ¿Friedlander Bey podría ser mi verdadero padre?

Su mano estaba preparada para otro tortazo.

—Sí, es posible, prácticamente cualquier hombre podría serlo. Vuelve a la ciudad y ponte de rodillas ante él, hijito. No quiero volver a verte nunca más por aquí.

Podía estar segura de ello. Le di la espalda y salí de ese repulsivo agujero en la pared. Al salir no me molesté en cerrar la puerta.

Medio Hajj la cerró y luego se apresuró a alcanzarme. Bajé la escalera como una furia.

—Escucha, Marîd —dijo. Hasta que abrió la boca no me percaté de lo rabioso que me sentía—. Adivino que todo esto es una sorpresa para ti…

—¿Ah sí? Hoy estás muy perspicaz, Saied.

—Pero no puedes actuar así con tu madre. Recuerda lo que dice…

—¿El Corán? Sí, ya lo sé. Bien, ¿qué dice el Camino Recto sobre la prostitución? ¿Qué dice sobre la especie de degenerada en que mi santa madre se ha convertido?

—Has ido demasiado lejos. Si hubo un camorrista más barato en el Budayén, nunca lo conocí.

Sonreí con frialdad.

—Muchas gracias, Saied, pero ya no vivo en el Budayén. ¿Lo has olvidado? Y no busco nada ni a nadie. Tengo un empleo seguro.

Saied escupió a mis pies.

—Hacías lo que fuera por ganar unos cuantos kiams.

—Qué mas da, que yo fuera la escoria de la tierra no quiere decir que esté bien que mi madre también lo sea.

—¿Por qué no dejas de hablar de ella? No quiero oír nada más.

—Tu sensiblería va en aumento, Saied. Tú no sabes todo lo que yo sé. Mi querida madrecita estuvo vendiéndose a los extraños mucho antes de que necesitara mantenernos a mi hermano y a mí. No fue la heroína abandonada que siempre decía que era. Ocultó parte de la verdad.

Medio Hajj me miró implacablemente a los ojos durante unos segundos.

—¿Sí? La mitad de las chicas, transexuales y travestís que conocemos hacen lo mismo, y no representa ningún problema para ti tratarlas como seres humanos.

Estuve a punto de decir: «Sí, pero ninguna de ellas es mi madre». Pero me contuve. Habría sacado partido de ese sentimiento y, además, a mí mismo empezaba a sonarme estúpido. Mi ira se desvanecía. Creo que lo que me irritaba más era saberlo después de tantos años. Quiero decir, ahora que había olvidado casi todo lo que creía saber sobre mí mismo. Siempre había estado orgulloso del hecho de ser medio beréber y medio francés. Casi siempre vestía a la europea, botas, téjanos y camisas. Supongo que siempre me he sentido un poco superior a los árabes entre los que vivía. Ahora debía acostumbrarme a la idea de que podía muy bien ser medio beréber y medio árabe.

El sonido penetrante y sordo de un rock hispano de mediados del siglo xxi interrumpió mis sueños. Cualquier olvidada banda murmuraba una horrible canción sobre no sé qué horrible cosa. Nunca he tenido ocasión de aprender ningún dialecto español y no poseo daddy de español. Si alguna vez me tropiezo con algún industrial colombiano, éste puede perfectamente hablar árabe. Tengo una mancha blanda en el hígado debido a su producción de narcóticos, pero, aparte de eso, no entiendo para qué sirve Sudamérica. El mundo no necesita una India de habla hispana, superpoblada, famélica en el hemisferio occidental. España, su madre patria, se aventuró en el Islam y respondió con un educado «no gracias», y su carácter nacional se sublimó en la nada. Ése fue el castigo de Alá.

—Odio esa canción —dijo Indihar.

Chiri le había ofrecido un vaso de Sharáb, la bebida floja que los clubes reservan a las chicas que no beben alcohol, como Indihar. Es exactamente del mismo color que el champaña. Chiri siempre llena de hielo un vaso de cóctel y vierte unas onzas de soda, lo cual podría poner sobre aviso al pavo: en el mundo real el champaña no se sirve con hielo. Pero el hielo ocupa un montón de espacio, espacio que debería llenar una bebida más cara. Eso le cuesta a un mamón ocho kiams y una propina para Chiri. El club da tres billetes a la chica que toma la bebida. Eso motiva a las empleadas a ingerir sus cócteles a velocidad supersónica. La excusa habitual es que girar como un derviche para satisfacer al público es un trabajo que produce mucha sed.

Chiri se volvió para mirar a Janelle, que estaba en su última canción. En realidad Janelle no baila, se contonea. Da cinco o seis pasos hacia un extremo del escenario, espera hasta que suene el próximo golpe de la batería y entonces hace una especie de movimiento tembloroso con la parte superior de su cuerpo que ella cree que es tórridamente provocativo. Se equivoca. Luego se contonea hacia el extremo opuesto del escenario y repite su número espasmódico. Todo el tiempo mueve los labios, no para vocalizar la letra sino la sollozante melodía del teclado. Janelle el sintetizador humano. Janelle la humana sintética está muy cerca de la verdad. Cada día lleva un moddy distinto y es necesario hablar con ella para descubrir cuál. Un día es tierna y erótica (Dulce Pilar), al día siguiente es fría y deslenguada (Brigitte Stahlhelm). Pero, sea cual sea la personalidad que se haya enchufado, está albergada en el mismo cuerpo de refugiada nigeriana, que siempre se cree sexy, y sobre lo cual se equivoca. Las otras chicas no se relacionan demasiado con ella. Están seguras de que les birla pasta del bolso en los vestuarios y no les gusta el modo en que aborda a sus clientes cuando les toca subir al escenario. Un día la pasma encontrará a Janelle en una oscura trastienda con la cara hecha trizas y la mitad de los huesos de su cuerpo rotos. Mientras tanto, se contonea al ritmo de los desgarrados lamentos de los teclados y las guitarras.