—No, no es eso lo que le interesa. Quiere que le encuentre un nuevo hogar para uno de sus hijos. Tiene dos niños y una niña. Le dije que podía deshacerse de uno de los niños.
Eso les cerró la boca un instante.
—Quizás —dijo Jacques, al fin—. Puedo preguntar por ahí.
—Hazlo —le dije—. Indihar dice que estaría dispuesta a dar a la niña también. Si van juntos y el precio es sustancioso.
—¿Cuándo necesitas saberlo? —dijo Mahmoud.
—Lo antes posible. Ahora tengo que marcharme. Saied, ¿te importa dar un paseo conmigo?
Medio Hajj miró primero a Mahmoud, luego a Jacques, pero ninguno de los dos puso ninguna objeción.
—Supongo que no.
Saqué veinte kiams de mi bolsillo y los dejé sobre la mesa.
—Las bebidas las pago yo —dije.
Mahmoud me miró con diplomacia.
—Hemos sido un poco duros contigo últimamente.
—No me había dado cuenta.
—Bueno, nos alegramos de que las cosas se hayan arreglado entre nosotros. No hay razón para que no vuelvan a ser como antes.
—Claro —dije—, muy bien.
Le di un empujoncito en el hombro a Saied y salimos hacia la luz del sol. Le detuve antes de que entrase en el coche.
—Necesito que me digas cómo llegar a Gay Che.
De repente palideció.
—¿Por qué demonios quieres ir allí?
—He oído hablar de él, eso es todo.
—Bueno, yo no quiero ir. Ni siquiera estoy seguro de que te pueda guiar.
—Claro que sí, colega —dije con voz lúgubre y amenazadora—. Tú lo sabes todo.
A Saied no le gustó ser presionado. Se levantó enseguida, intentando ganar un poco de ventaja.
—¿Crees que puedes obligarme a ir contigo?
Me limité a mirarlo, sin ninguna expresión en el rostro. Luego, muy despacio, me llevé la mano derecha hasta los labios. Abrí la boca y me mordí brutalmente. Me arranqué un pequeño pedazo de carne del interior de mi puño y se la escupí a Medio Hajj. La sangre me resbalaba por la comisura de los labios.
—Mira, cabrón —gruñí rudamente—, eso es lo que me hago a mí mismo. ¿Quieres ver lo que te hago a ti?
Saied se encogió de hombros y se apartó de mi lado.
—Estás loco, Marîd. Te has vuelto jodidamente loco.
—Al coche.
Saied dudaba.
—Llevas a Rex, ¿no? No deberías llevar ese moddy. No me gusta lo que te hace.
Eché atrás la cabeza y sonreí. Sólo me comportaba del modo en que él actuaba cuando llevaba el mismo moddy. Y lo llevaba a menudo. Comprendía por qué…, empezaba a gustarme mucho.
Esperé hasta que ocupó el asiento del pasajero, luego di la vuelta y me puse al volante.
—¿Hacia dónde? —pregunté.
—Hacia el sur —dijo con voz cansina y pesimista.
Conduje un rato, dejando que se preguntara hasta dónde sabía yo.
—¿Qué clase de lugar es? —dije por fin.
—Nada del otro mundo. —Medio Hajj estaba resentido—. Una madriguera para toda esa banda de maricones, los Jaish.
—¿Sí?
Por el nombre imaginé que la clientela de Gay Che sería como ese chico que había visto en el local de Chiri hacía unas semanas, el de pantalones de vinilo con la mano encadenada a la espalda.
—El Ejército de Ciudadanos. Llevan esos uniformes grises, realizan desfiles y reparten un montón de panfletos. Creo que quieren deshacerse de los forasteros de la ciudad. Abajo con los infieles franchutes. Ya conoces toda esa mierda.
—Aja. Por lo que me dijo il-Manhous tú pasas un montón de tiempo allí.
A Saied no le gustaba nada aquella conversación.
—Mira, Marîd —empezó, pero luego se detuvo—. ¿Vas a creer todo lo que te diga Fuad?
Me eché a reír.
—¿Qué crees que me dijo?
—No lo sé.
Se alejó de mí, hacia la puerta. Casi me dio lástima. No volvió a hablar excepto para darme indicaciones.
Al llegar, busqué bajo el asiento mi pistola escondida. Tenía una pequeña pistola que me había dado hacía mucho tiempo el teniente Okking y la pistola estática que me dio Shaknahyi. Miré las armas concienzudamente.
—¿Es éste el plan? ¿Se supone que debes traerme hasta aquí para que los esbirros de Abu Adil me frían?
Medio Hajj parecía asustado.
—¿De qué va todo esto, Marîd?
—Dime por qué demonios le dijiste a Fuad que me enseñara ese cargador del calibre cuarenta y cinco.
Se desplomó abatido en el asiento.
—Acudí al caíd Reda porque estaba confuso, Marîd, eso es todo. Puede que sea demasiado tarde, pero lo siento de veras. No me gustaba vagar por ahí mientras tú te convertías en el gran héroe, en el favorito de Friedlander Bey. Me sentí excluido.
Torcí el labio.
—¿Quieres decir que me tendiste un plan para matarme porque tenías celos?
—Nunca he dicho nada de eso.
Saqué un cargador vacío de mi bolsillo y se lo puse ante sus ojos.
—Hace una hora, Jawarski ha vaciado uno de éstos contra mí, a plena luz del día en la calle Cuatro.
Saied se frotó los ojos y murmuró algo.
—No creí que eso sucediera —dijo en voz baja.
—¿Qué creías que sucedería?
—Creí que Abu Adil me trataría tal como Papa te trata a ti.
Lo miré sorprendido.
—Te vendiste a Abu Adil, ¿no es cierto? Sé que le hablaste de mi madre. Eres una de sus herramientas, ¿no es así?
—Te he dicho que estaba dolido —dijo con voz angustiada—. Te resarciré.
—Por Dios que lo harás. —Le di una pistola—. Toma esto. Vamos a entrar y a coger a Jawarski.
Medio Hajj cogió el arma con renuencia.
—Me gustaría tener a Rex —dijo tristemente.
—No, no confío en ti cuando llevas a Rex. Lo llevaré yo. —Bajé del coche y esperé a Saied—. Guarda esa pistola. Mantenía fuera de la vista a no ser que sea necesaria. ¿Hay alguna contraseña o algo así?
—No, recuerda simplemente que nadie es amigo de los extranjeros.
—Aja. Vamos.
Me encaminé hacia el bar. Estaba lleno y había mucho alboroto; todo lo que vi eran hombres, la mayoría vestidos con lo que me pareció que era el uniforme gris del ala conservadora del Ejército de Ciudadanos. No estaba tenebrosamente iluminado y tampoco sonaba música, Gay Che no era ese tipo de bar. Era un punto de encuentro para el tipo de hombres a quienes les gustaba vestir como valientes soldados y desfilar por las calles, pero sin exponerse a los disparos. Esos payasos me recordaban a las SS de Hitler, cuyos principales atributos fueron la perversión y una brutalidad sin sentido.
Saied y yo nos abrimos paso entre la muchedumbre de hombres hacia la barra.
—¿Sí? —dijo el camarero con hostilidad.
Tuve que gritar para que me oyera.
—Dos cervezas —dije.
No parecía el lugar indicado para pedir bebidas complicadas.
—De acuerdo.
—Estamos buscando a un tipo.
El camarero nos miró por encima del grifo.
—Aquí no lo encontraréis.
—¿Ah, no? —Nos puso las bebidas delante y pagué—. Un americano, puede que se esté recuperando…
El camarero agarró el billete de diez kiams que le entregué. No me devolvió cambio.
—Mira, tío, no respondo a preguntas, sirvo cervezas. Y si hubiera entrado algún americano, probablemente estos tipos lo habrían hecho pedazos.
Di un trago de la fría cerveza y eché un vistazo a la sala. Quizá Jawarski no estuviera en aquel bar. Quizá se escondiera en el piso superior del edificio, o en los aledaños.
—Vale —dije, dirigiéndome al camarero—, no ha estado aquí, pero ¿has visto a algún americano por el barrio últimamente?
—¿No me has oído? No respondo a preguntas.
Era el momento de sacar el persuasor oculto. Extraje un billete