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Cuando crucé la puerta no planeaba matar a ese hombre, pero lo había hecho. Había sido una decisión consciente. Había aceptado la responsabilidad de hacer justicia, porque tenía la certeza de que de otro modo no se haría. Me miré las manos y los brazos llenos de sangre.

La puerta se abrió de un portazo. Primero llegó Morgan, luego Saied. Se detuvieron en el umbral y observaron la escena.

—Muy bien —dijo Saied despacio—. Ya has atado un cabo suelto.

—Escucha, tío —dijo Morgan—, tengo que irme. No me necesitas para nada más, ¿no?

Me quedé mirándole. Me pregunté por qué no estaban horrorizados.

—Vámonos, tío —dijo Morgan—. Alguien puede haberlo oído.

—Oh, seguro que alguien lo ha oído —dijo Saied—. Pero en este barrio nadie es lo bastante estúpido como para hacer averiguaciones.

Me desconecté el moddy de tipo duro. Ya tenía bastante de Rex por una temporada. Salimos del apartamento y bajamos la escalera. Morgan se fue en una dirección y Medio Hajj y yo en la otra.

—¿Y ahora qué? —preguntó Saied.

—Tenemos que ir al coche —dije.

No me gustaba la idea en absoluto. El sedán estaba aún en casa de Abu Adil. No me sentía con fuerzas para volver allí tan pronto, después de que el bastardo había creído matarme. Volvería. Tenía esa cuenta pendiente. Pero todavía no.

Saied debió de adivinar mis pensamientos por el tono de mi voz.

—Te diré lo que haremos —me dijo—. Quédate aquí, iré a por el coche, tú siéntate y espera. No tardaré.

—Muy bien —dije, y le di las llaves.

Le estaba infinitamente agradecido por haber venido en mi busca y por poder contar con él. No tenía motivo para no volver a confiar en él. Eso estaba bien porque, a pesar del moddy que anulaba el dolor, estaba a punto de desmayarme. Necesitaba que me viera un médico enseguida.

No quería sentarme en un escalón, porque las pasaría moradas para volverme a levantar. Me apoyé contra la pared encalada de una pequeña casa en ruinas. Por encima de mí oía los gritos estrepitosos de los chotacabras, que se lanzaban en picado sobre los tejados para cazar insectos. Miré enfrente de la calle a otro edificio de pisos y vi helechos salvajes y saludables que crecían desde las superficies horizontales hacia arriba y abajo de la pared, semillas que habían encontrado condiciones favorables en el lugar más insospechado. De las ventanas abiertas salía olor a comida: repollo hervido, carne asada, pan en el horno.

Estaba rodeado de vida, y sin embargo no podía olvidar que había derramado la sangre de un asesino. Aún sostenía la pistola automática. No sabía qué iba a hacer con ella. Mi mente no pensaba con claridad.

Al cabo de un rato, vi como el sedán se detenía ante mí. Saied salió y me ayudó a entrar. Me senté y él cerró la puerta.

—¿Adonde vamos? —me preguntó.

—Al maldito hospital.

—Buena idea.

Cerré los ojos y sentí el monótono sonido del coche por las calles. Me adormilé. Saied me despertó al llegar. Dejé la pistola estática y el 45 bajo el asiento y salimos del coche.

—Escucha —dije—. Sólo voy a entrar en la sala de urgencias y me recompondrán. Después de eso, tengo que ver a unas cuantas personas. Ya puedes irte.

Medio Hajj entornó los ojos.

—¿Qué pasa? ¿Aún no confías en mí?

Negué con la cabeza.

—No es eso, Saied. Ya lo he olvidado todo. Es que a veces trabajo mejor sin público, ¿vale?

—Claro. Una clavícula rota no es bastante para ti. No pararás hasta que tengamos que enterrarte en cinco contenedores distintos.

—Saied.

Levantó ambas manos.

—Muy bien, muy bien. Si quieres volver a irrumpir en casa del caíd Reda y de Himmar, es tu problema.

—No voy a volver a enfrentarme con ellos. Quiero decir que por ahora no.

—Ah, bien, cuando lo hagas dímelo.

—Puedes apostar —dije. Le di veinte kiams—. Coge un taxi desde aquí.

—Aja. Llámame más tarde —me dijo, devolviéndome las llaves del coche.

Asentí y subí la rampa de la entrada a la sala de urgencias. Saied me había llevado al mismo hospital que las dos veces anteriores. Empezaba a sentirme como en casa.

Rellené los malditos formularios y esperé media hora hasta que uno de los residentes pudo visitarme. Me roció algo sobre la piel del hombro con un difusor y luego manipuló los huesos rotos.

—Seguramente le dolerá —dijo.

No sabía que tenía un software conectado que se ocuparía de eso. Sin duda era la única persona en el mundo que tenía ese potenciador, pero no era ninguna celebridad. Hice las muecas y los aspavientos de rigor, aunque en general me comporté como un valiente. Me inmovilizó el brazo izquierdo con una venda muy tensa.

—Lo está llevando muy bien.

—He recibido entrenamiento esotérico —dije—. El control del dolor está en la mente.

Eso tenía bastante de cierto, estaba conectado a la mente al final de un largo alambre de plata con envoltorio de plástico.

Cuando el doctor terminó con la clavícula, me curó los cortes y las contusiones. Luego escribió algo en una receta.

—En cualquier caso, le daré esto para el dolor. Quizá los necesite, si no, mejor para usted.

Arrancó la hoja y me la dio.

Me quedé mirándolo. Me había recetado veinte Nofeqs, analgésicos tan flojos que en el Budayén cambias diez de ellos por una soneína.

—Gracias —dije bruscamente.

—No tiene sentido ser un héroe y sufrir, cuando la ciencia médica puede ayudar. —Me dio un vistazo general y decidió que había terminado conmigo—. Se pondrá bien en unas seis semanas, señor Audran. Le aconsejo que lo vea un médico dentro de unos días.

—Gracias —repetí.

Me dio unos papeles, yo los llevé a una ventanilla y pagué en metálico. Luego salí al vestíbulo principal del hospital y subí en ascensor hasta el vigésimo piso. La enfermera de turno era otra, pero Zain, el guardia de seguridad, me reconoció. Crucé el pasillo hasta la suite uno.

Junto a la cama de Papa estaban un doctor y una enfermera. Al entrar se volvieron para mirarme, con caras sombrías.

—¿Algo va mal? —pregunté asustado.

El doctor se rascó la barba gris con una mano.

—Su estado es crítico.

—¿Qué demonios ha pasado?

—Se había estado quejando de debilidad, dolores de cabeza y de vientre. Durante mucho tiempo no hemos podido explicarlo.

—Sí, ya se encontraba mal en casa, antes del incendio. Estaba demasiado enfermo como para escapar por su propio pie.

—Le hemos hecho pruebas más precisas —dijo el doctor— y por fin algo ha dado positivo. Ha estado ingiriendo una neurotoxina bastante sofisticada, presumiblemente desde hace varias semanas.

Sentí un escalofrío. Alguien había estado envenenando a Friedlander Bey, sin duda alguien de la casa. Ya tenía bastantes enemigos y mi reciente experiencia con Medio Hajj demostraba que no podía descartar a nadie como sospechoso. De repente, mis ojos repararon en algo que descansaba en la mesita de noche de Papa. Era una lata de metal redonda, y al lado estaba la tapadera. En la lata había una capa de dátiles rellenos de nueces y recubiertos de azúcar.

—Umm Saad —murmuré. Le había estado dando esos dátiles desde que se trasladó a vivir a su casa. Fui hacia la mesita—. Si analiza esto —le dije al doctor—, apuesto a que encontrará la causa.

—Pero quién…

—No se preocupe por quién. Haga que se recupere.

Eso había sucedido porque estaba tan obcecado en mi propia vendetta con Jawarski que no había prestado la atención necesaria a Umm Saad. Al dirigirme a la puerta pensé: ¿no fue la mujer de César Augusto quien lo envenenaba con higos de su propio árbol, para deshacerse de él y que su hijo fuera emperador? Me excusé ante mí mismo por no haber reparado en la semejanza. Tantas malditas historias no pueden evitar repetirse.