Bajé, y saqué mi coche del aparcamiento, luego conduje hasta la comisaría. Recuperé el control de mí mismo cuando el ascensor me llevó hasta el tercer piso. Me dirigí a la oficina de Hajjar, el sargento Catavina intentó detenerme, pero me limité a empujarlo contra una pared de mamparas y continué caminando. Abrí violentamente la puerta de Hajjar.
—Hajjar-dije.
Toda la rabia y la aversión que sentía hacia él estaban contenidas en esas dos sílabas.
Levantó la vista de los papeles, con expresión de temor cuando vio mi rostro.
—Audran, ¿qué ocurre?
Le lancé el 45 en su escritorio ante sus narices.
—¿Recuerdas aquel tipo que mató a Jirji? Lo encontrarán en el suelo de cierta ratonera. Alguien le disparó con su propia pistola.
Hajjar contemplaba incómodo la automática.
—Alguien le disparó, ¿eh? ¿Tienes idea de quién?
—Por desgracia no. —Le dediqué una malévola sonrisa—. No tengo microscopio, pero me parece que quien lo hiciera borró sus huellas del arma. Quizá nunca resolvamos este asesinato.
Hajjar se reclinó en su silla giratoria.
—Probablemente no. Bueno, al menos los ciudadanos se alegrarán de oír que Jawarski ha sido neutralizado. Buen trabajo de policía, Audran.
—Sí, claro. —Me di la vuelta para marcharme y cuando llegué a la puerta le miré y le dije—: Uno menos, ¿sabes a lo que me refiero? Ya sólo quedan dos.
—¿De qué demonios estás hablando?
—De que Umm Saad y Abu Adil son los siguientes. Y una cosa más: sé quién eres y lo que haces. Vigila tu culo. El tipo que disparó a Jawarski anda suelto y podría tenerte en su punto de mira.
Tuve el placer de ver desvanecerse la sonrisa superior de Hajjar. Cuando salí de su oficina, murmuraba para sí y se disponía a descolgar el teléfono.
Catavina esperaba en el pasillo cerca del ascensor.
—¿Qué le has dicho? —preguntó preocupado—. ¿Qué le has dicho?
—No te preocupes, sargento, tu siesta vespertina está a salvo, al menos por un tiempo. Pero no te sorprendas si de repente hay una llamada al orden en el departamento. Deberías empezar a actuar como un verdadero policía. —Apreté el botón del ascensor—. Y perder algo de peso mientras puedas.
Mi humor mejoró mientras bajaba a la planta. Cuando salí a los últimos rayos del sol de la tarde, casi me sentí normal.
Casi. Aún era prisionero de mi propia culpa. Planeaba ir a casa y descubrir más detalles sobre la relación de Kmuzu con Abu Adil, pero me encontré a mí mismo caminando en dirección contraria. Cuando oí la llamada a la oración de la tarde, dejé el coche en el zoco de la calle el-Khemis. Allí había una pequeña mezquita, me detuve en el patio para quitarme los zapatos y hacer la ablución. Luego entré en la mezquita y oré. Era la primera vez que lo hacía en muchos años.
Unirme a la oración con los demás que acudían a esa mezquita de barrio no me libró de mis dudas y mis remordimientos. Tampoco esperaba que lo hiciera. Sin embargo, sentí una entrañable sensación de pertenencia que había desaparecido de mi vida en la niñez. Por primera vez desde que llegué a la ciudad, podía acercarme a Alá con toda humildad, y con sincero arrepentimiento mis plegarias serían aceptadas.
Después del servicio de oración, hablé con un patriarca de la mezquita. Hablamos un buen rato y me dijo que había hecho bien en acudir a rezar. Le agradecía que no me sermonease, que me hiciera sentir cómodo y bien acogido.
—Una cosa más, oh respetable.
—¿Sí?
—Hoy he matado a un hombre.
No pareció terriblemente impresionado. Se acarició su larga barba unos segundos.
—Dime por qué lo hiciste —dijo por fin.
Le conté todo lo que sabía de Jawarski, su historial de crímenes violentos antes de llegar a la ciudad, el asesinato de Shaknahyi.
—Era un hombre malvado —dije—, pero a pesar de ello, me siento como un criminal.
El patriarca me puso la mano en el hombro.
—En la azora de «la vaca» está escrito que la venganza es lo prescrito en caso de asesinato. Lo que hiciste no es un crimen a los ojos de Alá, toda alabanza sea con él.
Miré al viejo a los ojos. No intentaba simplemente que me sintiera mejor. No lo decía para aligerar mi conciencia. Recitaba la ley tal como el Mensajero de Dios la había revelado. Conocía el pasaje del Corán al que había aludido, pero necesitaba oírlo de boca de alguien cuya autoridad respetase. Me sentí totalmente absuelto. Casi me echo a llorar de gratitud.
Salí de la mezquita con una extraña mezcla de humores: me inundaba la rabia por desquitarme de Abu Adil y Umm Saad, pero al mismo tiempo sentía un bienestar y una alegría indescriptibles. Decidí hacer otra escala antes de ir a casa.
Chiri se encargaba del turno de noche cuando entré en el club. Me senté en el taburete de siempre en el ángulo de la barra.
—¿Una Muerte Blanca? —me preguntó.
—No —le dije—. No me quedaré mucho. Chiri, ¿tienes algo de soneína?
—Creo que no. ¿Cómo te heriste el brazo?
—¿Algún paxium? ¿O beauties?
Descansó la barbilla en la mano.
—Cielo, pensé que pasabas de drogas. Pensé que de ahora en adelante ibas a estar limpio.
—Mierda, Chiri, no me hagas pasar un mal rato.
Se agachó por debajo del mostrador y se levantó con su pequeña caja de píldoras negra.
—Coge lo que quieras, Marîd. Espero que sepas lo que haces.
—Claro que sí —dije.
Y me serví media docena de cápsulas y tabletas. Me las tragué con un poco de agua, ni siquiera me fijé en lo que eran.
18
Pasé una semana sin hacer nada que requiriera esfuerzo, pero mi mente estaba acelerada como un galgo frenético. Planeaba vengarme de Abu Adil y Umar de cien maneras distintas: les escaldaría la piel en cubas de hirvientes fluidos venenosos, les inocularía repugnantes plagas de organismos que harían que su moddy de Infierno Sintético pareciera un placentero verano, contrataría equipos de ninjas sádicos para que se colasen en la gran casa y los asesinaran lentamente a base de sutiles heridas de cuchillo. Mientras tanto, mi cuerpo empezaba a recuperar su fuerza, aunque ni siquiera todos los aumentos superluminales de cerebro del mundo podían acelerar una soldadura de huesos rotos.
La recuperación era más lenta de lo que podía soportar, pero tenía una enfermera maravillosa. Yasmin se había compadecido de mí. Saied se había encargado de propagar la noticia de mi heroicidad. Ahora todo el mundo en el Budayén sabía cómo me había enfrentado a Jawarski con una sola mano. También oí que éste se avergonzó tanto ante mi ejemplo moral que abrazó el Islam en el acto y, mientras rezábamos juntos, Abu Adil y Umar intentaron entrar furtivamente y matarme, pero Jawarski se interpuso entre nosotros y salvó la vida de su nuevo hermano musulmán.
En otra versión, Umar y Abu Adil me capturaban y volvían a llevarme a su castillo del mal, donde me torturaban, copiaban mi mente y me obligaban a firmar cheques en blanco y contratos fraudulentos de reparaciones caseras, hasta que Saied Medio Hajj llegaba en mi rescate. Qué demonios. Embellecer un poco los hechos no nos perjudicaría ni a él ni a mí.
En cualquier caso, Yasmin estaba tan atenta y solícita que creo que Kmuzu sentía celos. No veía por qué. Algunas de las atenciones que recibía de Yasmin no figuraban, ni mucho menos, entre los quehaceres propios de Kmuzu. Me desperté una mañana con ella sentada a horcajadas sobre mí, acariciándome el pecho. Yasmin no llevaba encima prenda alguna.
—Vaya —dije adormilado—, en el hospital las enfermeras rara vez se quitan sus uniformes.