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Me aburría como un demonio. Apuré el resto de mi bebida. Chiri me miró y enarcó las cejas.

—No, gracias, Chiri —le dije—. Tengo que irme.

Indihar se aproximó y me besó en la mejilla.

—Bueno, no te comportes como un extraño ahora que eres un cerdo fascista policía.

—Está bien —dije, y me levanté del taburete.

—Saluda a Papa de mi parte —dijo Chiri.

—¿Qué te hace pensar que voy allí?

Me dedicó su sonrisa de dientes afilados.

—Es hora de que los chicos buenos y las chicas buenas se reporten en la vieja kibanda.

Sí —dije.

Dejé el resto de mi cambio para su hambrienta caja registradora y salí.

Caminé Calle abajo hasta la arcada de la puerta oriental. Más allá del Budayén, por el amplio bulevar il-Jameel, unos pocos taxis esperaban pasajeros. Vi a mi viejo amigo Bill y subí al asiento trasero de su taxi.

—Llévame a casa de Papa, Bill —le dije.

—¿Sí? Me suena tu forma de hablar. ¿Te conozco de algo?

Bill no me reconoció porque está permanentemente colocado. En vez de operarse el cráneo o hacerse un moddy corporal cosmético, tiene un gran saco en lugar de un pulmón que constantemente le vierte dosis específicas de un alucinógeno de rapidísimos efectos en su flujo sanguíneo. De vez en cuando, Bill atraviesa momentos de lucidez, pero ha aprendido a no prestarles atención, o al menos a seguir funcionando hasta que se pasan y vuelve a ver lagartos púrpura otra vez. He probado la droga que se chuta noche y día, se llama RPM y, a pesar de mi experiencia con drogas de todas las nacionalidades, no deseo tomarla nunca más. Por otro lado, Bill jura que le ha abierto los ojos a la verdadera naturaleza del mundo real. Así lo espero, él puede ver demonios flamígeros y yo no. El único fallo de la droga —y Bill es el primero en admitirlo— es que al cabo de un segundo no recuerda una mierda del segundo anterior.

De modo que no me extrañó que no me reconociera. He tenido que entablar la misma conversación con él cientos de veces.

—Bill, soy yo, Marîd. Quiero que me lleves a casa de Friedlander Bey.

Me miró de reojo.

—No puedo decir que te haya visto antes, colega.

—Pues me has visto, miles de veces.

—Para ti es fácil decirlo —murmuró. Puso el coche en marcha y quitó el freno. Tomamos la dirección equivocada—. ¿Dónde quieres ir?

—A casa de Papa.

—Sí, tienes razón. Hoy tengo a este afrit sentado a mi lado y lleva arrojando carbones encendidos sobre mi regazo toda la tarde. Es un gran fastidio. No puedes sacudir a un afrit. Les gusta hacerte mierda el coco. Estoy pensando en traer agua bendita de Lourdes. Quizás eso los espante. Aunque ¿dónde cono está Lourdes?

—En el califato de Gasconia —dije.

—Hay un buen trecho. ¿Aceptarán envíos por correo?

Le dije que no tenía ni la menor idea y me recosté contra la tapicería. Miré volar el paisaje —Bill conduce como un loco— y pensé en lo que le diría a Friedlander Bey. Meditaba sobre cómo insinuarle mi descubrimiento, lo que mi madre me había dicho y yo sospechaba. Decidí esperar. Cabía la posibilidad de que la información hubiera sido introducida en los ordenadores como un maquiavélico medio de ganar mi cooperación. En el pasado evité cuidadosamente cualquier transacción directa con Papa, porque, de alguna manera, aceptar su dinero significaba pertenecerle para siempre. Pero, cuando pagó mis implantes craneales, realizó una inversión que yo debería pagar el resto de mi vida. No quería trabajar para él, pero no había escapatoria. Aún no. Conservaba la esperanza de encontrar un modo de comprar mi salida u obligarle a devolverme la libertad. Mientras tanto, se complacía descargando responsabilidades en mis renuentes hombros y ofreciéndome recompensas cada vez mayores.

Bill abrió la puerta del gran muro blanco que rodeaba la finca de Friedlander Bey y enfiló el largo y serpenteante camino. Se detuvo a los pies de la gran escalera de mármol. El mayordomo de Papa abrió la brillante puerta principal. Pagué a Bill la carrera y le solté una propina de diez kiams. Sus ojos lunáticos se abrieron y volaron del dinero hacia mí.

—¿Qué es esto? —preguntó con suspicacia.

—Una propina. Se supone que debes aceptarla.

—¿Por qué?

—Por tu excelente manera de conducir.

—¿No estarás intentando comprarme?

Suspiré.

—No. Admiro tu modo de pilotar con todos esos carbones ardiendo en los pantalones. Sé que yo no podría hacerlo.

Se encogió de hombros.

—Es un don —dijo simplemente.

—También los diez kiams.

Sus ojos se abrieron de nuevo.

—Ah —dijo sonriendo—. ¡Ahora lo entiendo!

—Seguro que sí. Cuídate, Bill.

—Hasta la vista, colega.

Aceleró el taxi y los neumáticos hicieron saltar guijarros. Me di la vuelta y subí la escalera.

—Buenas tardes, yaa Sidi —dijo el mayordomo.

—Hola, Youssef. Quisiera ver a Friedlander Bey.

—Sí, por supuesto. Me alegro de que vuelva a casa, señor.

—Gracias.

Caminamos por un corredor alfombrado hasta el despacho de Papa. El aire era fresco y seco y sentí el beso amable de muchos ventiladores. En él flotaba una sutil y seductora fragancia a incienso. Pantallas hechas de finas tiras de madera atenuaban la luz. Desde algún lugar llegaba un tintineo de agua, una fuente en uno de los patios.

Antes de entrar en la sala de espera, una mujer alta y elegante atravesó el vestíbulo y subió un peldaño de la escalera. Me dedicó una breve y púdica sonrisa y luego volvió la cabeza. Llevaba el cabello, negro y brillante como la obsidiana, recogido en un moño. Tenía unas manos muy pálidas y dedos largos, finos y gráciles. Sólo le eché un rápido vistazo, sin embargo supe que esa mujer tenía clase e inteligencia, pero también supe que, llegado el caso, podía ser peligrosa y dura.

—¿Quién era, Youssef? —pregunté.

Se volvió hacia mí y frunció el ceño.

—Es Umm Saad.

De inmediato supe que la desaprobaba. Confiaba en el juicio de Youssef, de modo que mi primera impresión sobre ella había sido más o menos acertada.

Tomé asiento en el exterior del despacho y maté el tiempo buscando rostros en los dibujos de las grietas del techo. Al cabo de un rato, uno de los dos inmensos guardaespaldas de Papa abrió la puerta. A esos hombretones les llamo «las Rocas Parlantes». Creedme, sé lo que me digo.

—Pase —dijo la Roca; esos tipos no malgastan su aliento.

Entré en el despacho de Friedlander Bey. El hombre tendría unos doscientos años, pero un montón de modificaciones y trasplantes en el cuerpo. Estaba reclinado sobre almohadones y bebía café cargado en una taza dorada. Al entrar me sonrió.