Al llegar a la mansión de Friedlander Bey, subí la escalera y me cambié de ropa. Me puse una túnica blanca y un caftán blanco al que trasladé la pistola estática. Todavía llevaba el daddy bloqueador del dolor. En realidad ya no lo necesitaba, y llevaba un cargamento de sunnies por si acaso. Sentía un aluvión de molestos dolores y achaques que el daddy había bloqueado. Lo peor de todo era el punzante dolor del hombro. Decidí que no tenía sentido sufrir como un valiente y fui directo a mi caja de píldoras.
Mientras esperaba la respuesta de Umm Saad a mi invitación, oí al muecín de Papa llamar a la oración del ocaso. Desde mi charla con el patriarca de la mezquita del zoco de la calle el-Khemis, rezaba más o menos con regularidad. Quizá no cumplía las cinco plegarias diarias, pero lo hacía decididamente mejor que antes. Bajé la escalera hasta el despacho de Papa. Allí guardaba su alfombra de oración y tenía un mihrab especial construido en una de las paredes. El mihrab es una pequeña hornacina semicircular que se encuentra en todas las mezquitas, e indica la dirección de la Meca. Después de lavarme la cara, las manos y los pies, desenrollé la esterilla de oración, borré de mi mente el escepticismo y me dirigí a Alá.
Cuando terminé de orar, Kmuzu murmuró:
—Umm Saad te espera en el comedor pequeño.
—Gracias.
Doblé la alfombra de Papa y la guardé. Me sentía fuerte y decidido. Siempre creía que era una ilusión temporal causada por la oración, pero ahora dudaba que se tratase de una ilusión. La seguridad era real.
—Está bien que hayas recuperado la fe, yaa Sidi —dijo Kmuzu—. Algún día debes dejar que te explique el milagro de Jesucristo.
—Jesucristo no es un extraño para los musulmanes —respondí—, y sus milagros no son ningún secreto para la fe.
Entramos en el comedor. Umm Saad y su hijo estaban sentados en sus sitios. No había invitado al chico, aunque su presencia no evitaría lo que tenía que decir.
—Bienvenidos —dije—, y que Alá os conceda una buena comida.
—Gracias, oh caíd —dijo Umm Saad—. ¿Cómo te encuentras?
—Muy bien, gracias a Alá.
Me senté y Kmuzu se quedó detrás de mi silla. Noté que también Habib entraba en la habitación, o quizá era Labib, en cualquier caso, la Roca que no estuviera custodiando a Papa en el hospital. Umm Saad y yo intercambiamos cumplidos hasta que la criada trajo una bandeja de tahini y pescado en salazón.
—Tu cocina es excelente —dijo Umm Saad—. Disfruto con vuestras comidas.
—Me complace.
Trajeron más cosas de aperitivo: hojas de parra frías rellenas, corazones de alcachofas hervidos, rodajas de berenjenas rellenas de crema de queso. Indiqué a mis invitados que se sirvieran ellos mismos.
Umm Saad sirvió porciones generosas de cada bandeja en el plato de su hijo. Luego se dirigió a mí.
—¿Te sirvo café, oh caíd?
—Dentro de un momento. Siento que Saad ben Salah esté aquí para oír lo que tengo que decir. Ha llegado el momento de que te explique lo que he descubierto. Sé que trabajas para el caíd Reda y que has intentado asesinar a Friedlander Bey. Sé que ordenaste a tu hijo que provocara el incendio y sé lo de los dátiles envenenados.
Umm Saad palideció de horror. Acababa de dar un bocado de hoja de parra rellena, la escupió y la dejó en su plato.
—¿Qué has hecho? —dijo enfurecida.
Cogí otra hoja de parra rellena y me la metí en la boca. Cuando terminé de masticarla, respondí.
—No he hecho nada tan terrible como crees.
Saad ben Salah se levantó y se acercó a mí. Su joven rostro estaba deformado por una expresión de rabia y odio.
—¡Por las barbas del profeta! ¡No voy a permitir que hables así a mi madre!
—Sólo digo la verdad. ¿No es cierto, Umm Saad?
El chico me miró.
—Mi madre no tiene nada que ver con el incendio. Fue idea mía. Te odio y odio a Friedlander Bey. Es mi abuelo y me repudia. Abandona a su propia hija al sufrimiento de la pobreza y la miseria. Merece morir.
Tomé el café con serenidad.
—No lo creo. Es muy encomiable por tu parte que cargues con la culpa, Saad, pero tu madre es la culpable, no tú.
—¡Eres un mentiroso! —gritó la mujer.
El muchacho se abalanzó sobre mí, pero Kmuzu se interpuso entre nosotros. Tenía más fuerza de la necesaria para frenar a Saad.
Me volví hacia Umm Saad.
—Lo que no comprendo es por qué intentaste asesinar a Papa. No veo que su muerte te beneficie en absoluto.
—Entonces no sabes tanto como te crees —dijo. Dio la impresión de relajarse un poco. Sus ojos volaban de mí hacia Kmuzu, que aún agarraba férreamente a su hijo—. El caíd Reda me prometió que si descubría los planes de Friedlander Bey o lo eliminaba, para que él ya no tuviera ningún obstáculo, satisfaría mi deseo de ser dueña de esta casa. Me quedaría con las propiedades de Friedlander Bey y sus empresas de negocios, y dejaría todas las cuestiones de influencia política al caíd Reda.
—Claro, no tenías más que confiar en Abu Adil. ¿Cuánto crees que hubieras durado antes de que te eliminase del mismo modo que tú hubieses eliminado a Papa? Así podría unir las dos casas más poderosas de la ciudad.
—¡No son más que fabulaciones! —Se puso de pie, mirando a Kmuzu—. Suelta a mi hijo.
Kmuzu me miró. Yo negué con la cabeza.
Umm Saad sacó una pequeña pistola de agujas de su bolso.
—¡He dicho que sueltes a mi hijo!
—Señora —dije, levantando las manos para demostrar que no tenía nada que temer—, has fracasado. Guarda la pistola. Si persistes, ni la riqueza del caíd Reda te protegerá de la venganza de Friedlander Bey. Estoy seguro de que el interés de Abu Adil por ti ha llegado a su fin. En este momento sólo estás engañándote a ti misma.
Disparó dos o tres dardos al techo para demostrarme que estaba dispuesta a emplear el arma.
—Suelta a mi hijo —dijo bruscamente—. Vamos.
—No sé si puedo hacerlo —dije—. Estoy seguro de que Friedlander Bey deseará…
Oí un ruido como ¡zitt zitt! y vi que Umm Saad me había disparado. Respiré hondo esperando que la mordedura del dolor me indicara dónde me había herido, pero no sucedió. Su nerviosismo había frustrado sus propósitos incluso en esto.
Apuntó la pistola de agujas hacia Kmuzu, que seguía inmóvil, escudado aún por el cuerpo de Saad. Luego volvió a apuntarme a mí. Mientras tanto, la Roca Parlante se había interpuesto entre nosotros. Levantó una mano y la dejó caer contra el puño de Umm Saad, que soltó la pistola de agujas. Luego la Roca levantó la otra mano, apretando su enorme puño.
—No —grité.
Pero era tarde para detenerlo. De un poderoso revés derribó a Umm Saad al suelo. Vi un brillante reguero de sangre en su rostro por debajo de su labio partido. Yacía de espaldas, con la cabeza vuelta en un ángulo grotesco. Sabía que la Roca la había matado de un golpe.
—Ya van dos —dije.
Ahora podría dedicarme por completo a Abu Adil y a Umar, el juguete traidor del viejo.
—¡Hijo de perra! —gritó el muchacho. Forcejeó un momento y luego Kmuzu le permitió acercarse a ella. Se inclinó y acunó el cadáver de su madre—. Oh, madre, madre —murmuró llorando.
Kmuzu y yo dejamos que la llorase un instante.
—Saad, levántate —dije al fin.
Me miró. Creo que nunca he visto tanta malevolencia en el rostro de nadie.
—Os mataré —dijo—. Te lo prometo. A todos.
Kmuzu puso la mano sobre el hombro de Saad, pero el chico se libró de ella.
—Escucha a mi amo —dijo Kmuzu.
—No.
Entonces se lanzó rápidamente sobre la pistola de agujas de su madre. La Roca golpeó el brazo del chico. Saad cayó junto a su madre, sosteniéndose el brazo y sollozando.