Kmuzu se arrodilló y cogió la pistola de agujas. Volvió a levantarse y me dio el arma.
—¿Qué vas a hacer, yaa Sidil —¿Con el muchacho?
Miré a Saad pensativo. Sabía que me deseaba lo peor, pero sólo sentí lástima por él. No había sido más que un instrumento en el pacto de su madre con Abu Adil, un peón en su malvado plan para usurpar el poder de Friedlander Bey. Pero no esperaba que Saad lo comprendiera. Para él, Umm Saad sería siempre la mártir de una cruel injusticia.
—¿Qué vamos a hacer? —dijo Kmuzu, interrumpiendo mis pensamientos.
—Oh, déjalo marchar. Ya ha sufrido bastante. —Kmuzu retrocedió un paso y Saad se puso en pie, aguantándose el brazo amoratado cerca del pecho—. Me ocuparé de los preparativos del funeral de tu madre.
De nuevo su semblante se llenó de odio.
—¡No la toques! —gritó—. Yo enterraré a mi madre. —Me dio la espalda y se precipitó hacia la puerta. Al salir se volvió para mirarme—. Si existen las maldiciones en este mundo —dijo con voz febril—, las invoco contra ti y contra tu casa. Te haré pagar cien veces por lo que has hecho. Lo juro tres veces, ¡por la vida del profeta Mahoma!
Luego, salió del comedor.
—Te has creado un encarnizado enemigo, yaa Sidi —dijo Kmuzu.
—Lo sé, pero no puedo preocuparme por ello.
Sacudí la cabeza con tristeza.
Sonó el teléfono del aparador y la Roca respondió.
—¿Sí? —dijo.
Escuchó un momento y luego me lo ofreció.
—Diga —respondí.
Sólo oí una palabra del otro lado.
—Ven.
Era la otra Roca.
Sentí un escalofrío.
—Debemos ir al hospital —dije, mirando el cuerpo de Umm Saad sin decidirme.
Kmuzu comprendió mi problema.
—Youssef puede disponerlo todo, yaa Sidi, si ése es tu deseo.
—Sí, os necesitaré a los dos.
Kmuzu asintió y salimos del comedor con Labib o Habib guardándome las espaldas. Aguardamos fuera y Kmuzu trajo el sedán hasta la puerta de casa. Me senté detrás. Pensé que la Roca cabría mejor en el asiento de delante.
Kmuzu corría por las calles casi tan deprisa como Bill el taxista. Llegamos a la suite uno justo cuando un enfermero salía de la habitación de Papa.
—¿Cómo está Friedlander Bey? —pregunté con temor.
—Aún vive —dijo el enfermero—. Está consciente, pero no pueden quedarse mucho rato. Pronto entrará en el quirófano. El doctor está con él ahora.
—Gracias —le respondí. Me dirigí a Kmuzu y a la Roca—. Esperad aquí.
—Sí, yaa Sidi —dijo Kmuzu.
La Roca ni siquiera chistó. Sólo le dirigió una mirada hostil a Kmuzu.
Entré en la suite. Vi a otro enfermero afeitando el cráneo de Papa, era evidente que lo preparaba para la operación. Tariq, su valet, lo miraba preocupado. El doctor Yeniknani y otro médico estaban sentados a una mesa, hablando en voz baja.
—Gracias a Dios que está aquí —dijo el valet—. Nuestro amo ha preguntado por usted.
—¿Qué sucede, Tariq?
Frunció el ceño. Estaba a punto de llorar.
—No lo comprendo. Los doctores se lo explicarán. Pero ahora debe decir a nuestro amo que está aquí.
Me acerqué a Papa y le miré. Parecía dormido, respiraba débilmente. Su piel tenía un enfermizo color grisáceo, y los labios y los párpados extrañamente oscuros. El enfermero terminó de raparle la cabeza y eso acentuó el aspecto raro y mortecino de Papa.
Abrió los ojos.
—Nos hemos sentido solos, hijo mío, sin tu presencia —dijo.
Su voz era imperceptible, como las palabras transportadas por el viento.
—Que Dios haga que nunca te sientas solo, oh caíd —dije.
Me incliné y le besé en la mejilla.
—Debes decirme… —empezó, pero su respiración se volvió jadeante y no pudo concluir la frase.
—Todo ha salido bien, gracias a Alá. Umm Saad ya no existe. Ya he advertido a Abu Adil de la inutilidad de conspirar contra ti.
Las comisuras de su boca se movieron.
—Serás recompensado. ¿Cómo derrotaste a la mujer?
Me habría gustado que dejase de pensar en términos de deudas y recompensas.
—Tengo un módulo de personalidad del caíd Reda. Cuando me lo conecté aprendí muchas cosas útiles.
Cogió aliento, parecía triste.
—Entonces sabes…
—Sé lo del archivo Fénix, oh caíd. Sé que defendiste esa horrible trama en cooperación con Abu Adil.
—Sí. Y también sabrás que soy el abuelo de tu madre, que tú eres mi biznieto. Pero ¿comprendes por qué hemos mantenido el secreto?
La verdad era que no, no lo sabía hasta ese momento, aunque, si con el moddy de Abu Adil me hubiera detenido a pensar sobre mí y sobre mi madre, la información habría aflorado a mi conciencia.
De modo que en todo ese asunto de si Papa era mi padre, mi madre se había comportado con astucia y precaución. Supongo que ella sabía la verdad. Por eso Papa se molestó tanto cuando la eché de casa al llegar a la ciudad. Por eso Umm Saad le producía tanto dolor, porque intentaba reemplazar a los herederos legítimos con la ayuda de Abu Adil. Y Umm Saad utilizaba el archivo Fénix para chantajear a Papa. Ahora comprendía por qué la dejó quedarse en su casa tanto tiempo y por qué prefería que yo me ocupara de ella.
Desde que el dedo divino de Friedlander Bey descendió de las nubes para señalarme hace ya algún tiempo, yo estaba destinado a fines elevados. ¿Había dejado de ser simplemente el ayudante indispensable y reticente de Papa? ¿O me había adiestrado para heredar el poder y la riqueza, junto con las terribles decisiones de vida o muerte que Papa tomaba cada día?
¡Qué ingenuo había sido, pensando que podía encontrar el medio de escapar! Estaba más que bajo el pulgar de Friedlander Bey, él me poseía y su indeleble marca estaba escrita en mi material genético. Me temblaron los hombros al percatarme de que nunca sería libre y cualquier esperanza de libertad había sido una mera ilusión.
—¿Por qué ni tú ni mi madre me confiasteis el secreto?
—No estás solo, hijo… mío. De joven, tuve muchos descendientes. Mi hijo mayor murió cuando era mayor que tú ahora y lleva muerto más de un siglo. Tuve docenas de nietos, uno de los cuales es tu madre. No sé cuántos descendientes de tu generación debo de tener. No sería correcto que te sintieras único y emplearas tu relación conmigo para fines egoístas. Necesitaba asegurarme de que eras digno, antes de reconocerte como mi favorito.
El discurso no me arrebataba tanto como él pensaba. Parecía un lunático con pretensiones divinas, dando su bendición como un regalo de cumpleaños. ¡Papa no quería que emplease mi relación con él para fines egoístas! ¡Jo, si eso no era el colmo de la ironía!
—¡Sí, oh caíd! —dije.
No me costaba nada parecer dócil. Mierda, le iban a rajar el cerebro en pocos minutos. Sin embargo, no le hice ninguna promesa.
—Recuerda —dijo bajito—, hay muchos otros que desean tu posición privilegiada. Tienes montones de primos a quienes algún día quizás hagas daño.
Fantástico. Más preocupaciones.
—Entonces, los ficheros del ordenador que investigué…
—Se han cambiado una y otra vez a lo largo de los años. —Sonrió débilmente—. Debes aprender a no fiarte de la verdad que sólo tiene una existencia electrónica. Después de todo, ¿acaso no nos dedicamos a ofrecer versiones de la verdad a las naciones del mundo? ¿No has aprendido lo dúctil que puede ser la verdad?
A cada segundo se me ocurrían más preguntas.
—Entonces, ¿mi verdadero padre fue Bernard Audran?
—El marinero provenzal, sí.