—Doy testimonio de que no hay más dios que Alá —declaré solemnemente.
—Por el Señor de la Kaaba —juró Umar—, hoy será un día memorable para nuestras dos casas.
Colgué el teléfono.
—Maldito seas —dije.
Me recosté en la silla. No sabía quién habría vencido al terminar el día, pero los días de falsa paz habían concluido.
No soy un perfecto idiota, no fui al palacio de Abu Adil solo. Llevé a una de las Rocas conmigo, a Kmuzu y a Saied. Los dos últimos habían sido explotados por el caíd Reda y tenían ciertas cuentas pendientes con él. Cuando les pregunté si les gustaría acompañarme en mi maquiavélica farsa, aceptaron gustosos.
—Quiero una oportunidad para enmendar el hecho de venderte al caíd Reda —dijo Medio Hajj.
Comprobé mis dos armas.
—Pero ya lo has hecho. Cuando me sacaste del callejón.
—No —dijo—. Aún siento que te debo una.
—Vosotros tenéis un proverbio árabe —dijo Kmuzu muy serio—. «Cuando promete, cumple su promesa. Cuando amenaza, no cumple su amenaza sino que perdona.» Equivale a la idea cristiana de presentar la otra mejilla.
—Es cierto —dije—. Pero la gente que vive a base de proverbios pierden el tiempo haciendo un montón de cosas estúpidas. «Quedar empatados es la mejor venganza», es mi lema.
—No aconsejaba la retirada, yaa Sidi. Sólo era una observación psicológica.
Saied miró a Kmuzu, irritado.
—Y este gran tipo calvo es algo por lo que debes vengarte de Abu Adil —dijo.
El viaje al palacio de Abu Adil en Hâmiddiya fue extrañamente agradable. Reímos y charlamos como si se tratase de una divertida excursión. No tenía miedo, a pesar de que no llevaba moddy ni daddy algunos. Saied hablaba sin parar, con la dispersión que corresponde a su apodo. Kmuzu fijaba los ojos adelante mientras conducía, pero incluso se permitía un comentario jocoso de vez en cuando. Habib o Labib, quien fuera, se sentó al lado de Saied en el asiento trasero y persistió en su acostumbrado silencio de gigante de granito.
El guardia de Abu Adil nos abrió la puerta sin dilación y circulamos a través de los bellos jardines.
—Esperemos un minuto —dije, mientras Kamal, el mayordomo, abría la maciza y tallada puerta principal de la casa.
Comprobé mi pistola estática y le pasé la pistola pequeña a Medio Hajj. Kmuzu tenía la pistola de agujas que había pertenecido a Umm Saad. La Roca no necesitaba más arma que sus puños desnudos.
Chasqueé la lengua con impaciencia.
—¿Qué ocurre, yaa Sidil —preguntó Kmuzu.
—Estoy pensando qué moddy ponerme.
Hurgué en mi ristra de moddies y daddies. Por fin decidí que me pondría a Rex y llevaría el moddy de Abu Adil. También me enchufé los daddies que bloqueaban el dolor y el miedo.
—Cuando todo esto acabe —dijo Saied—, ¿podrás devolverme a Rex? Lo echo mucho de menos.
—Claro —dije, a pesar de que me encantaba llevar el moddy de malaspulgas.
De todas formas, Saied no era el mismo sin él. Por el momento, le presté la antología. Deseaba ver a Mike Hammer partiéndole la cara a Abu Adil.
—Hemos de ser cautelosos —dijo Kmuzu—. No debemos dormirnos, porque la traición corre por las venas del caíd Reda como los gusanos de la bilharziosis.
—Gracias —dije—, pero no es probable que lo olvide.
Bajamos del coche los cuatro y recorrimos el camino de baldosas que conducía hasta la puerta. Era un día caluroso y agradable y el sol me acariciaba el rostro. Vestía una gallebeya y cubría mi cabeza con un gorro de punto argelino, un atuendo sencillo que me daba un aspecto humilde.
Seguimos a Kamal a la sala del segundo piso. Sentí un escalofrío al pasar por el estudio de grabación de Abu Adil. Respiré hondo y cuando el mayordomo se inclinó en presencia de su amo, ya me había relajado.
Abu Adil y Umar estaban sentados sobre grandes almohadones dispuestos en semicírculo en el centro de la sala. En el medio había una plataforma elevada donde ya habían servido grandes cuencos de comida, cafeteras y teteras.
Nuestros anfitriones se levantaron para saludarnos. Enseguida noté que ninguno de ellos llevaba un hardware conectado. Abu Adil se me acercó con una amplia sonrisa y me abrazó.
—Ahlan wa sahlan! —dijo con voz cordial— ¡Bienvenidos, y que sea de vuestro agrado!
—Me alegro de volver a verte, oh caíd. Que Alá te abra sus caminos.
Abu Adil se alegró de mi comportamiento sumiso. Sin embargo, no se alegró de ver a Kmuzu, a Saied y a la Roca.
—Ven, lávate el polvo de las manos —dijo—. Deja que te vierta el agua. Por supuesto, tus esclavos también son bienvenidos.
—Mira, amigo, no soy ningún esclavo —dijo Saied, que llevaba el moddy de Mike Hammer.
—Ciertamente, sin duda —dijo Abu Adil sin perder su buen humor.
Nos acomodamos en los almohadones e intercambiamos los cumplidos de rigor. Umar me sirvió una taza de café y le dije:
—Que tu mesa sea eterna.
—Que Dios te conceda larga vida —dijo Umar.
No estaba tan contento como su jefe.
Probamos la comida y charlamos cordialmente un rato. La única nota discordante fue Medio Hajj, que escupió un hueso de aceituna y dijo:
—¿Esto es todo lo que tenéis?
El caíd Reda se quedó helado. Yo tuve que esforzarme por no echarme a reír.
—Ahora —dijo Abu Adil cuando hubo transcurrido el tiempo oportuno—, ¿os importa si pasamos al asunto de nuestro interés?
—No, oh caíd —dije—. Estoy deseando concluir este asunto.
—Entonces dame el módulo de personalidad que te llevaste de nuestra casa.
Umar le dio un saquito de vinilo, que Abu Adil abrió. Contenía fajos de billetes nuevos de diez kiams.
—Quiero algo más a cambio —le respondí.
El rostro de Umar se ensombreció.
—Estás loco si crees que ahora puedes cambiar nuestro trato. El acuerdo fue diez mil kiams.
Lo ignoré. Me dirigí a Abu Adil.
—Quiero que destruyas el archivo Fénix.
Abu Adil se echó a reír.
—Ah, eres un hombre excepcional. Lo sé porque he llevado esto. —Levantó el moddy que me hizo el día en que copió mi mente—. El archivo Fénix es mi vida. Gracias a él he llegado hasta tan avanzada edad. Sin duda volveré a necesitarlo. Con el archivo quizá viva otros cien años.
—Lo siento, caíd Reda —dije, desenfundando mi pistola estática—, pero estoy decidido.
Miré a mis amigos, también ellos apuntaron con sus armas a Abu Adil y a Umar.
—Dejad de hacer estupideces —dijo Umar—. Has venido aquí para intercambiar los moddies. Acabemos la transacción y dejemos el futuro en manos de Alá.
Seguí apuntando a Abu Adil, pero di un sorbo de café.
—El aperitivo es excelente, oh caíd —dije, dejando mi taza—. Quiero que destruyas el archivo Fénix. Llevo tu moddy, sé dónde está. Kmuzu y Saied se quedarán con vosotros mientras voy a buscarlo.
Abu Adil no parecía preocupado.
—Estás fanfarroneando —dijo, separando las manos—. Si llevas mi moddy, entonces sabrás que tengo copias. El moddy te dirá dónde encontrar uno o dos duplicados del archivo, pero Umar tiene otros y no sabes dónde están.
—Mierda —dijo Medio Hajj—, apuesto a que puedo hacerle hablar.
—No importa, Saied —dije.
Me di cuenta de que Abu Adil tenía razón, estábamos en un callejón sin salida. Destruir una placa aquí y una lista impresa allá no nos serviría de nada. No podía destruir el concepto del archivo Fénix, y en este punto Abu Adil nunca estaría dispuesto a ceder.