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Kmuzu se acercó más.

—Puedes convencerle de que lo olvide, yaa Sidi.

¿Tienes alguna idea?

—Por desgracia no.

Me quedaba una última baza por jugar, pero odiaba tener que emplearla. Si fallaba, Abu Adil habría ganado y nunca más sería capaz de protegerme ni proteger los intereses de Friedlander Bey contra él. Sin embargo, no había otra elección.

—Caíd Reda —dije lentamente—, hay muchas otras cosas grabadas en tu moddy. He descubierto las cosas sorprendentes que has hecho y que planeas hacer.

Por primera vez el rostro de Abu Adil denotó preocupación.

—¿De qué hablas?

Simuló no sentir interés.

—Sin duda sabes que los líderes religiosos fundamentalistas rechazan los implantes cerebrales. No encontrarás un solo imán que lleve uno, de modo que ninguno de ellos se podría conectar tu moddy y experimentarlo directamente. Pero hablé con el caíd Al-Hajj Muhammad ibn Abdurrahman, que dirige las plegarias en la mezquita Shimaal.

Abu Adil me miraba con los ojos muy abiertos. La mezquita Shimaal era la mayor y más poderosa congregación de la ciudad. Las declaraciones de su clero tenían fuerza de ley.

Claro que estaba marcándome un farol. Nunca había estado en el interior de la mezquita Shimaal. Y el nombre del imán era un invento.

Al caíd Reda le tembló la voz.

—¿De qué has hablado con él?

Sonreí.

—Le di una descripción detallada de todos tus pecados pasados y de los crímenes que planeas. Existe una fascinante cuestión técnica que aún no hemos aclarado. Me refiero a que los patriarcas religiosos no han determinado si un módulo de personalidad grabado de una persona viva se admite como prueba en un tribunal de justicia islámico. Tú sabes y yo sé que un moddy de ésos es del todo fiable, mucho más que cualquier tipo de detector de mentiras. Pero los imanes, benditos sean sus rectos corazones, debaten el asunto en profundidad. Pasará algún tiempo hasta que dicten una ley, pero entonces, podrás verte en serios problemas.

Me detuve para que se empapara de lo que acababa de decir. Saqué a colación esa supuesta diatriba religioso jurídica, pero era perfectamente plausible. Era un tema sobre el cual el Islam debería pronunciarse, al igual que sobre cualquier otro avance tecnológico. Se trataba simplemente de juzgar si la ciencia de la neuropotenciación se adecuaba a las enseñanzas del profeta Mahoma, que la bendición de Alá y la paz sean con él.

Abu Adil se movió inquieto en su almohadón. Debía decidirse entre dos desagradables opciones: destruir el archivo Fénix o ser entregado a los implacables representantes del Mensajero de Dios. Por fin, exhaló un profundo suspiro.

—Oye mi decisión. Te ofrezco a Umar Abdul-Qawy en mi lugar.

Sonreí. Umar soltó una horrible exclamación.

—¿Para qué demonios lo queremos? —preguntó Medio Hajj.

—Estoy seguro de que sabes por el moddy que Umar ha sido el promotor de muchas de mis prácticas comerciales menos honorables —dijo Abu Adil—. Él es casi tan culpable como yo. Sin embargo, yo tengo poder e influencia. Quizás no la suficiente como para aplacar la ira de toda la comunidad islámica de la ciudad, pero sin duda la bastante como para desviarla.

Simulé estudiar el asunto.

—Sí —dije—, será muy difícil encerrarte.

—Pero no resultará tan difícil encerrar a Umar. —El caíd Reda miró a su ayudante—. Lo siento, muchacho, pero tú te lo has buscado. Sé todo sobre tus rastreros planes. Cuando me puse el moddy del caíd Marîd descubrí tu conversación con él, aquella en la que declinó tu invitación para acabar conmigo y con Friedlander Bey.

Umar palideció mortalmente.

—Pero no pretendía…

Abu Adil no parecía enfadado, sólo muy triste.

—¿Crees que eres el primero en tener esa idea? ¿Dónde están tus predecesores, Umar? ¿Dónde están todos esos jóvenes ambiciosos que ocuparon tu cargo durante el último siglo y medio? Casi cada uno de ellos conspiró contra mí, antes o después. Y todos están muertos y olvidados. Como te ocurrirá a ti.

—Afróntalo, Himmar —se burló Saied—, has cavado tu propia tumba. Las venganzas son unas putas.

Abu Adil sacudió la cabeza.

—Sentiré perderte, Umar. Te he tratado como si fueras mi propio hijo.

Me divertía y alegraba que las cosas salieran como yo las había planeado. Entonces se me ocurrió una frase de novela negra americana:

—Si pierdes a un hijo es posible tener otro…, pero sólo hay un halcón maltes.

Sin embargo, Umar tenía otras ideas. Se levantó de un salto y gritó a Abu Adiclass="underline"

—¡Antes te veré muerto! ¡Os veré muertos a todos!

Saied disparó antes de que Umar llegara a sacar su arma. Umar se desplomó en el suelo, retorciéndose presa de convulsiones, con la cara deformada en una horrible mueca. Por fin, se quedó inmóvil. Estuvo inconsciente unas horas, pero se recuperó y se encontró fatal mucho tiempo después.

—Bueno —dijo Medio Hajj—, liquidado.

Abu Adil soltó un suspiro.

—No es así como había planeado la tarde.

—¿En serio? —dije.

—Debo admitirlo, te he subestimado. ¿Quieres llevártelo?

No tenía ninguna intención de cargar con Umar, porque en realidad no había hablado con el imán.

—No, lo dejaré en tus manos.

—Ten la seguridad de que se hará justicia —dijo el caíd Reda, mientras deparaba una mirada siniestra a su pérfido ayudante.

Casi sentí lástima por Umar.

—La justicia —dije, citando un viejo proverbio árabe es restaurar las cosas a su lugar. Ahora, me gustaría tener mi moddy.

—Sí, no faltaba más. —Se inclinó sobre el cuerpo inerte de Umar Abdul-Qawy y me dio el moddy en la mano—. No olvides el dinero.

—No, no lo cogeré. Me quedaré tu moddy. Como garantía de tu cooperación.

—Si lo deseas —dijo con pesar—. Comprende que no puedo destruir el archivo Fénix.

—Lo comprendo. —De repente se me ocurrió algo—. Sin embargo, tengo una última petición que hacerte.

—¿Sí? —dijo con aprensión.

—Desearía que mi nombre y los nombres de mis amigos desaparecieran del archivo.

—De acuerdo —dijo Abu Adil, contento de que mi última exigencia fuera tan fácil de satisfacer—. Será un placer. No tienes más que enviarme una lista completa.

Más tarde, mientras caminábamos hacia el coche, Kmuzu y Saied me felicitaron.

—Ha sido una victoria completa —dijo Medio Hajj.

—No —objeté yo—, me habría gustado que lo fuera. Abu Adil y Papa aún tienen ese maldito archivo Fénix, aunque algunos nombres hayan sido borrados. Me siento como si estuviera negociando las vidas de mis amigos por las vidas de otras personas inocentes.

Fue como decirle al caíd Reda: «Venga, mata a esos otros tipos, no me importa».

—Has hecho todo lo posible, yaa Sidi —dijo Kmuzu—. Deberías dar gracias a Dios.

—Supongo.

Me desconecté a Rex y le di el moddy a Saied, que sonrió al recuperarlo. Volvíamos a la casa, Kmuzu y Saied comentaban con detalle lo ocurrido, pero yo permanecía en silencio, inmerso en tristes pensamientos. Por alguna razón lo consideraba un fracaso. Me sentí como si hubiera sellado un pacto maléfico. También tuve la desagradable sensación de que no sería el último.

Esa noche me despertó alguien que abría la puerta de mi dormitorio. Levanté la cabeza y vi entrar a una mujer, vestida con una negligée corta e insinuante.

La mujer levantó las sábanas y se metió en la cama a mi lado. Me puso la mano en la mejilla y me besó. Fue un beso magnífico. Me despertó por completo.

—Soborné a Kmuzu para que me dejara entrar —susurró.