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Ese domingo por la mañana salí de la cama, me di una ducha caliente, me lavé el pelo, me cepillé la barba y me lavé los dientes. Se supone que debo estar en mi oficina de la comisaría de policía a las nueve, pero una de las maneras de afirmar mi independencia es hacer caso omiso del horario. No me apuro para vestirme. Escojo unos pantalones de color caqui, una camisa azul celeste, una corbata oscura y una americana blanca de lino. Todos los empleados civiles del departamento de policía visten de ese modo, me alegro. La vestimenta árabe me trae demasiados recuerdos de la vida que dejé atrás cuando me trasladé a la ciudad.

—De modo que te han puesto para fisgar lo que hago —dije mientras intentaba igualar los dos extremos de mi corbata.

—Estoy aquí para ser tu amigo, yaa Sidi —contestó Kmuzu.

Me entró la risa. Antes de ir a vivir al palacio de Friedlander Bey me encontraba muy solo. Vivía en un apartamento de una habitación, casi vacío, con la almohada por única compañía. Claro que tenía algunos amigos, pero no de esos que se presentan en casa de vez en cuando por añoranza. Estaba Yasmin, a quien supongo quería un poco. A veces pasábamos la noche juntos, pero ahora, cuando nos encontramos mira para otro lado. Creo que le molestó que matara a unos cuantos tipos.

—¿Y si te pego? —pregunté a Kmuzu—. ¿Seguirás siendo mi amigo?

Intentaba ser sarcástico, pero sin duda fue un error.

—Te detendré —dijo Kmuzu, y su voz era la más glacial que he oído nunca.

Creo que perdería la mandíbula.

—Era una broma, ya sabes.

Kmuzu asintió con la cabeza y la tensión se diluyó.

—¿Me ayudas con esto? Creo que la corbata puede conmigo.

La expresión de Kmuzu se relajó un poco, parecía estar contento de poder realizar ese trabajito.

—Ahora está bien —dijo mientras terminaba—. Te prepararé el desayuno.

—Yo no desayuno.

Yaa Sidi, el amo de la casa me ha ordenado que me asegurara de que desayunes de ahora en adelante. Cree que el desayuno es la comida más importante del día.

¡Que Alá me salve de los fascistas de la nutrición!

—Si como por la mañana, me siento como un pedazo de plomo durante unas horas.

A Kmuzu no le importaba mi opinión.

—Te prepararé el desayuno.

—¿No tienes que ir a la iglesia?

Me miró con paciencia.

—Ya he ido. Ahora te prepararé el desayuno.

Estoy seguro de que hizo una lista de todas las calorías que ingerí en un informe para Friedlander Bey. Éste es sólo otro ejemplo de las dotes de persuasión de Papa.

Es posible que me sintiera como un prisionero, pero tenía sus compensaciones. Disponía de una espaciosa suite en el ala oeste de la gran casa de Friedlander Bey, en el segundo piso, cerca de las dependencias privadas de Papa. Mi armario estaba abarrotado de trajes de diferentes estilos y modas, occidentales, árabes y ropa informal. Papa me proporcionó un montón de sofisticado hardware de alta tecnología, desde un nuevo ordenador Chhindwara a un sistema holo Esmeraldas con pantallas Libertad y un solipsizador de argón Ruy Challenger. No tenía que preocuparme por el dinero. Una vez a la semana, una de las Rocas Parlantes dejaba un grueso sobre con dinero contante y sonante sobre mi escritorio.

Mi vida había cambiado tanto que los días de pobreza e inseguridad parecían una pesadilla treintañera. Hoy estoy bien alimentado, bien vestido y soy bien acogido entre la gente adecuada; todo eso me cuesta lo que vosotros creéis: mi dignidad y la desaprobación de la mayoría de mis amigos.

Kmuzu me avisó de que el desayuno estaba listo.

Basmala —murmuré mientras me sentaba. En el nombre de Dios.

Comí unos cuantos huevos, pan frito en mantequilla y me tragué una taza de café cargado.

—¿Deseas algo más, yaa Sidil —preguntó Kmuzu.

—No, gracias.

Contemplaba el muro distante, pensando en la libertad. Me preguntaba si habría algún modo de comprar mi salida de la policía. No con dinero, de eso estaba seguro. No creo que sea posible sobornar a Papa con dinero. Sin embargo, si aguzaba el ingenio podía encontrar algún otro medio de presión. Inshallah.

Entonces, ¿puedo bajar y traer el coche? —preguntó Kmuzu.

Con sólo pestañear ya se había puesto en marcha. No tenía la gran limusina negra de Friedlander Bey a mi disposición, pero sí un cómodo automóvil eléctrico. Después de todo, yo era su representante oficial entre los guardianes de la justicia.

Kmuzu sería mi chófer. Se me ocurrió que debía ingeniármelas para no ir a todas partes con él.

—Sí, bajo en un minuto.

Me pasé la mano por el pelo, que volvía a estar largo. Antes de salir de casa, metí una ristra de moddies y daddies en mi maletín. Es imposible predecir qué tipo de personalidad o qué talentos y habilidades particulares necesitaré cuando voy a trabajar. Lo mejor es cogerlos todos y estar preparado.

Esperé a Kmuzu en la escalera de mármol. Era el mes de Rabi al-Awwal y del cielo gris caía una cálida llovizna. Aunque la finca de Papa se encontraba en un populoso vecindario en el mismo corazón de la ciudad, me sentía en el tranquilo jardín de un oasis, lejos de la mugre y el barullo urbano. Me rodeaba un lujoso césped que había sido plantado sólo para sosegar el espíritu de un viejo fatigado. Escuchaba el sereno y plácido fluir de las refrescantes fuentes y el gorjeo de ciertos pájaros industriosos junto a los frutales esmeradamente cuidados. El aire sereno transportaba el olor penetrante y dulzón de las flores exóticas. Intentaba que nada de eso me sedujera.

Subí al sedán westfaliano de color crema y atravesamos la puerta protectora. Más allá del muro fui arrojado de repente al bullicio y al clamor de la ciudad y me consternó saber cuánto lamentaba abandonar la serenidad de la casa de Papa. Se me ocurrió que a su debido tiempo yo también sería como él.

Kmuzu me hizo bajar del coche en la calle Walid al-Akbar, frente a la comisaría que velaba por los asuntos del Budayén. Me dijo que regresaría puntualmente a las cuatro y media para llevarme a casa. Daba la impresión de ser una de esas personas que nunca llega tarde. Desde la acera observé como se marchaba.

Siempre había un montón de niños en torno a la comisaría. No sé si esperaban ver entrar a algún criminal esposado, que soltaran a sus padres o sólo vagaban con la esperanza de mendigar unas monedas. Yo mismo había sido uno de ellos no hacía mucho en Argel y no me dolía que alguien arrojase unos cuantos kiams al aire y nos mirase pelear por ellos. Busqué en mi bolsillo un puñado de monedas. Los chicos más grandes y fuertes cogían el dinero fácil y los pequeños se colgaban de mis piernas y suplicaban: Baksheesh! Cada día era un desafío deshacerme de mis jóvenes pasajeros antes de entrar por la puerta giratoria.

Tenía una oficina en un pequeño cubículo del tercer piso de la comisaría. Mi cubículo estaba separado del de mis vecinos por unas mamparas verdepálidas poco más altas que yo. Siempre había un olor ácido en el aire, una mezcla de sudor rancio, humo de tabaco y desinfectante. Encima de mi escritorio, un estante contenía cajas de plástico llenas de células de memoria de aleación de cobalto con ficheros antiguos dentro. En el suelo había una gran caja de cartón repleta de ficheros acabados. Un asqueroso ordenador Annamese sobre mi escritorio resolvía dos de cada tres trabajos. Por supuesto mi trabajo no era muy importante, no según el teniente Hajjar. Ambos sabíamos que estaba allí sólo para controlar las cosas en nombre de Friedlander Bey. Papa cotizaba por tener su propio distrito de policía dedicado a proteger sus intereses en el Budayén.