—Tengo entendido que había algo —declaró Edmundson, con reserva y desgana—. Una cosa de importancia que Bob pudo haber deseado revelarme.
—¡Aja! —exclamó el coronel Pikeaway, con el aire de satisfacción propio de quien consigue al fin descorchar una botella—. Muy interesante. Cuente lo que sepa.
—Es muy poco, señor. Bob y yo teníamos una especie de clave secreta, muy sencilla. La inventamos a causa de que todos los teléfonos de Ramat estaban intervenidos. Bob tenía la oportunidad de enterarse de cosas en palacio, y yo a veces me enteraba de alguna información útil que transmitirle a él. Así que si uno de los dos telefoneaba al otro y mencionaba una chica, con cierta entonación, usando la expresión «fuera de lo corriente», para designarla, esto quería decir que se tramaba algo.
—¿Una información importante en algún sentido u otro?
—Sí. Bob me telefoneó empleando esa expresión el mismo día que empezó el espectáculo. Me citó en nuestro sitio de costumbre delante de la puerta de uno de los Bancos, pero las turbas se amotinaron precisamente en aquel distrito y la policía acordonó las calles. No llegué a ponerme en contacto con Bob, ni él conmigo. Él sacó de allí a Alí aquella misma tarde.
—Ya veo —dijo Pikeaway—. ¿No tiene idea desde dónde le telefoneó?
—No; pudo haber sido desde cualquier parte.
—Fue una lástima. —Se detuvo un instante y después preguntó fortuitamente—: ¿Conoce usted a la señora Sutcliffe?
—¿Se refiere a la hermana de Bob Rawlinson? La conocí allí, claro. Estaba acompañada de su hija, una colegiala. Pero no la conozco lo bastante para darle mi opinión sobre ella.
—¿Estaban ella y Bob muy compenetrados?
Edmundson reflexionó.
—No. Yo no diría eso. Ella le llevaba una buena porción de años. Lo trataba en el plan de la hermana mayor. Y, además, a él no le hacía ninguna gracia su cuñado; siempre que se refería a él decía que era un asno de oro.
—Efectivamente, lo es. Se trata de uno de nuestros más prominentes industriales. ¡Y qué ostentosos se vuelven! Por tanto, ¿usted no estima probable que Bob Rawlinson le hubiera confiado un secreto muy importante a su hermana?
—Es difícil afirmarlo… Aunque, no; yo me inclino a creer que no.
—Yo también —convino el coronel Pikeaway, dando un suspiro—. Bueno, ahora tenemos a la señora Sutcliffe y a su hija en un largo viaje de regreso a Inglaterra por vía marítima. Vienen en el «Eastern Queen», que atracará en Tilbury mañana.
Permaneció en silencio durante uno o dos minutos, mientras sus ojos verificaban una minuciosa inspección del joven que tenía enfrente. Después, como si hubiese llegado a una conclusión, le alargó la mano, diciéndole vivamente:
—Muy amable por haber venido.
—Lo único que lamento es haberle servido de muy poca utilidad. ¿Está usted seguro de que no hay nada que yo pueda hacer?
—No, no. Gracias. Me temo que no.
John Edmundson, salió.
—Espere…
El discreto joven volvió a aparecer.
—Tuve la intención de enviarle a Tilbury para que le diera la noticia a su hermana —expuso Pikeaway—. Amigo de su hermano y todo eso… Pero me he decidido en contra, no es un tipo elástico. Eso se debe a su contacto con el Foreign Office. No es precisamente oportunista. Enviaré a… ¿cómo se llama?
—¿Se refiere a Derek?
—Sí; el mismo —asintió el coronel Pikeaway aprobatorio—. Cae en la cuenta de lo que quiero decir, ¿verdad?
—Tratará de hacerlo todo lo mejor que pueda, señor.
—No basta con intentarlo; tiene que conseguirlo. Pero mándeme a Ronnie primero. Tengo una misión para él.
2
El coronel Pikeaway se disponía, al parecer, a dormitar de nuevo, cuando el joven llamado Ronnie penetró en el despacho. Era alto, moreno y musculoso, de natural alegre e insolentes modales.
El coronel Pikeaway le contempló durante unos instantes y después sonrió burlonamente.
—¿Qué le parecería meterse en un internado de señoritas? —le preguntó.
—¿Un internado de señoritas? —repitió Ronnie elevando las cejas—. Será algo nuevo para mí. ¿Y qué es lo que están tramando esas chicas? ¿Fabricar bombas de hidrógeno en la clase de química?
—Nada de eso. Se trata de un colegio distinguidísimo: Meadowbank.
—¡Meadowbank! —el joven emitió un silbido—. No puedo creerlo.
—Refrene su lengua impertinente y escúcheme. La princesa Shaista, prima hermana y única pariente cercana del difunto príncipe Alí Yusuf de Ramat irá allí el próximo trimestre. Hasta ahora se ha estado educando en un colegio de Suiza.
—¿Qué he de hacer? ¿Secuestrarla?
—Ciertamente que no. Puede que en un futuro próximo su alteza se convierta en un foco de interés. Quiero que no pierda detalle de cómo evolucionan allí posibles sucesos. No sé qué acontecerá o quién podrá aparecer por allí, pero si algunos de nuestros más indeseables amiguitos parece mostrar algún interés, comuníquemelo… Su misión allí será, poco más o menos la de estar al tanto de lo que puede suceder.
El joven asintió.
—¿Y cómo voy a valérmelas para colarme allí? ¿En calidad de profesor de natación?
—El profesorado externo es también todo femenino. —El coronel Pikeaway le contempló meditativo—. Creo que le haré pasar a usted por jardinero.
—¿Por jardinero?
—Sí. ¿Me equivoco al suponer que conoce usted algo de jardinería?
—No. Ni mucho menos. Cuando joven colaboré durante todo un año en la columna «Su jardín» del Sunday Mail.
—¡Bah! —exclamó el coronel Pikeaway—. ¿Y eso qué? Yo también podría escribir para una columna de jardinería sin saber una palabra de ello… No hay más que husmear en unos cuantos de esos catálogos de Nurseryman, de coloridos chillones, y unas enciclopedias de jardinería. Conozco todas esas triquiñuelas. «¿Por qué no romper la tradición y poner una nota tropical este año en un arriate? la atractiva Amabellis Gossiporia, y algunas de esas híbridas chinas, tan maravillosas, de la Sinensis Maka Foolia. Experimente la suntuosa y ruborosa belleza de una mata de Siniestra Hopaless, no muy resistentes, pero que se desarrollarían muy bien en una pared orientada a poniente». —Dejó de hablar, e hizo una mueca burlona—. ¡Nada de eso! Hay quienes cometen el disparate de comprar las plantas, y, cuando menos lo esperan, se les echan encima los fríos tempranos y se les secan. Y después se arrepienten de no haber seguido fieles a sus trepadoras y nomeolvides. No, hijo mío. Me refiero al auténtico oficio de jardinero. Estar familiarizado con el azadón; es decir, escupirse en las manos y saber cómo manejarlo; hacer las mezclas convenientes de abono; cubrir las plantas con paja y estiércol para protegerlas de las heladas; cavar y remover la tierra con legones, layas y cualquier clase de azadas; hacer surcos profundos para los guisantes de olor… y todo el resto de esas labores brutales… ¿Las sabe usted hacer?
—He hecho todas las cosas que dice usted desde mi juventud.
—Es indiscutible que las habrá hecho. Conozco a su madre. Bueno, entonces, ya está decidido.
—¿Es que hay alguna vacante de jardinero en Meadowbank?
—Tiene que haberla —prosiguió el coronel Pikeaway—. No hay jardín en Inglaterra que no esté falto de personal. Voy a escribirle, para que las lleve consigo, algunas buenas referencias. Ya verá usted como se apresuran a atraparle. No hay tiempo que perder. El próximo trimestre empieza el día 29.
—Yo cultivo el jardín y al mismo tiempo mantengo los ojos bien abiertos.
—Eso es; y si alguna colegiala excesivamente fogosa le hiciera insinuaciones, ¡pobre de usted si le responde! No quiero que le cojan de la oreja y lo pongan, antes de tiempo, de patitas en la calle…
Echo una mano a una cuartilla de papel.
—¿Qué nombre se le ocurre que ponga?