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—No sé cómo va a poder hacerlo —repuso Julia, preocupada—. Mi madre se ha marchado a Anatolia en un autobús.

—¿En un autobús? —repitió desconcertada, la señorita Bulstrode.

Julia asintió sacudiendo vigorosamente la cabeza.

—Le gusta viajar en autobús —explicó—. Y además son escandalosamente baratos. Un poco incómodos, pero a mamá no le preocupa eso mucho. Tengo entendido que se detendrá en Van dentro de dos o tres semanas, aproximadamente.

—Sí…, comprendo. Dígame, Julia, ¿le dijo su madre alguna vez si había visto a alguien a quien conoció durante su época de servicio en la guerra?

—No, señorita Bulstrode, me parece que no. No; estoy segura de que no me ha contado nada.

—Su madre trabajó para el servicio de espionaje, ¿no es cierto?

—Oh, sí. Según parece, a mi madre le encantaba. Yo no creo que fuera tan emocionante. Nunca voló ningún puente ni fue apresada por la Gestapo ni le arrancaron las uñas de los pies ni nada por el estilo. Operó en Suiza, me parece. ¿O fue en Portugal?

Como disculpándose, Julia agregó:

—Una se aburre realmente con todos esos viejos cuentos de la guerra, y me temo que la mayoría de las veces no presto la debida atención.

—Bueno. Gracias, Julia. Eso es todo.

—¡Es extraordinario! —exclamó la señorita Bulstrode cuando Julia se hubo marchado—. ¡Irse a Anatolia en autobús! Y la chica lo dijo exactamente con el tono con que pudiera haber dicho que su madre había tomado un autobús del número 73 a Marshall & Snelgrove's.

2

Jennifer se alejó, bastante disgustada, de la pista de tenis. Estaba deprimida por la gran cantidad de dobles faltas que había cometido esta mañana al sacar. Claro está que con esta raqueta no se podía sacar con rapidez. Pero últimamente perdía el control del saque. Su revés había indudablemente mejorado. El entrenamiento con la Springer probó ser eficaz. En cierto sentido, era una lástima que la Springer hubiese muerto.

Jennifer tomaba el tenis con mucha seriedad. Era una de las pocas cosas en que realmente reflexionaba con detención.

—Perdóname…

Jennifer alzó la vista sobrecogida. Una mujer bien vestida, de dorados cabellos, que llevaba un paquete largo y aplanado, se encontraba en pie en el sendero a unos cuantos pasos de distancia. Jennifer se preguntó por qué razón no se había dado cuenta antes de que la mujer se acercaba hacia ella. No se le ocurrió pensar que pudo haberse ocultado tras un árbol o entre las ramas de las matas de rododendros, y que saliera de allí precisamente en este momento. Semejante idea no le hubiera pasado por la imaginación a Jennifer, ya que por qué razón iba una señora a tener que esconderse detrás de un matorral de rododendros para aparecer repentinamente emergiendo de ellos.

La mujer dijo, hablando con un acento ligeramente americano:

—Estaba pensando que tal vez usted pudiera informarme dónde podría yo encontrar a… —consultó un trozo de papel— Jennifer Sutcliffe.

Jennifer se sorprendió.

—Yo soy Jennifer Sutcliffe.

—¡Vaya! ¡Qué cosa más graciosa! Ésa sí que es una coincidencia, que en un colegio tan grande como es éste, yo venga en busca de una chica y la primera a quien pregunto es precisamente aquella a quien vengo a ver. Y luego dicen que no suelen suceder cosas como ésta.

—Supongo que algunas veces suceden —replicó Jennifer, sin el menor interés.

—Estaba invitada a almorzar con unos amigos cerca de aquí —continuó diciendo la mujer— y en un cocktail party al que asistí ayer mencioné que iba a venir, y entonces su tía… ¿o fue madrina…? Tengo una memoria tan infame. Me dijo su nombre y también lo he olvidado. Pues, sea como sea, ella me pidió si me sería posible llegarme hasta aquí y entregarle a usted una raqueta nueva. Me dijo que usted le había pedido una.

La cara de Jennifer se iluminó. Esto parecía nada menos que un milagro.

—Debe de haber sido mi madrina, la señora Campbell. No pudo haber sido tía Rosamond, que no me regala jamás otra cosa que diez mezquinos chelines por Navidad.

—Sí, ahora recuerdo. Ése era el nombre, Campbell.

Le ofreció el paquete, Jennifer lo tomó con impaciencia. Estaba muy holgadamente envuelto. Jennifer lanzó una exclamación de alegría al ver aparecer la raqueta de entre las envolturas.

—¡Oh! ¡Es formidable! —exclamó—. Ésta que es buena. He estado suspirando por una raqueta nueva. No se puede jugar como Dios manda sin una raqueta decente.

—Bueno, yo más bien diría que ésta sí lo es.

—Muchas gracias por traerla —dijo Jennifer, llena de reconocimiento.

—No ha sido ninguna molestia, en realidad. Solamente que he de confesar que me sentía un poco cohibida. Los colegios siempre me han hecho sentirme tímida. Demasiadas chicas. Oh, a propósito, me encargaron que me entregara la raqueta vieja para llevármela conmigo —recogió la raqueta que Jennifer había dejado caer al suelo—. Su tía… no… su madrina, me dijo que quería que le pusieran cuerdas nuevas. Lo necesitaba bastante, ¿verdad?

—No creo que valga la molestia, en realidad —replicó Jennifer, sin poner mucha atención.

Estaba todavía probando el juego y balanceo de su nuevo tesoro.

—Pero siempre es conveniente tener una raqueta en reserva —le aconsejó su nueva amiga—. ¡Cielos! —exclamó al echar una ojeada a su reloj—. Es mucho más tarde de lo que creía. Tengo que irme al vuelo.

—¿Necesita un taxi? Puedo telefonear…

—No, gracias, querida. Mi coche está junto a la puerta de entrada. Lo dejé allí para no verme obligada a dar la vuelta en un espacio tan estrecho. Adiós. Encantada de haberla conocido. Espero que le guste la raqueta.

Echó una verdadera carrera a lo largo del sendero que conducía hasta la verja de entrada. Jennifer le gritó de nuevo: «Muchísimas gracias». Después, deleitándose de satisfacción, fue en busca de Julia.

—¡Mira! —exclamó, floreando la raqueta teatralmente.

—¡Ahí va! ¿Dónde te has hecho con eso?

—Me la ha regalado mi madrina. Tía Gina. No es tía mía, pero la llamo así. Me imagino que mamá le contó algo de que yo estaba gruñendo por causa de la raqueta. Es formidable, ¿verdad? Tengo que acordarme de escribirle dándole las gracias.

—Espero que lo hagas —dijo Julia, virtuosamente.

—Bueno, ya sabes que una se olvida a veces de hacer las cosas. Incluso aquellas cosas que una se había propuesto hacer. Mira, Shaista —añadió, al acercárseles esta última—. Tengo una raqueta nueva. ¿No es un encanto?

—Debe haberte costado muy cara —ponderó Shaista, escudriñándola con atención—. Me gustaría saber jugar bien al tenis.

—No haces más que meterte encima de la pelota.

—Es que no me entero nunca por dónde va a venir —declaró Shaista, dudosa—. Antes de regresar a casa, tengo que encargarme en Londres algunos «shorts» verdaderamente buenos. O un traje de tenis como los que lleva Ruth Allen, la campeona americana. Quizá me encargue las dos cosas —tal pensamiento la hizo sonreír con placer.

—Shaista no piensa más que en trapos —observó Julia, despectivamente, al separarse de aquélla—. ¿Te parece a ti que nosotras llegaremos a ser alguna vez como ella?

—Imagino que sí —le contestó lúgubremente Jennifer—. Será un aburrimiento horrible.

Entraron en el pabellón de deportes, ahora dejado oficialmente vacante por la Policía, y Jennifer colocó cuidadosamente su nueva raqueta en la prensa.

—¿No es maravillosa? —dijo, dando a la raqueta un golpecito afectuoso.

—¿Qué has hecho con la vieja?

—Oh, se la llevó ella.

—¿Quién?

—La mujer que me trajo ésta. Conoció a mi tía Gina en un cocktail party y como iba a venir hoy cerca de aquí, tía Gina le dijo que si podía traerme ésta y que yo le entregara la otra para ponerle cuerdas nuevas.