—Oh, ahora comprendo… —Pero Julia frunció el entrecejo, perpleja.
—¿Para qué te quería Bully? —le preguntó Jennifer.
—¿Bully? Oh, para nada en realidad. Solamente quería saber la dirección de mamá. Pero ahora no tiene ninguna, porque está en un autobús. Por Turquía. Escucha, Jennifer: tu raqueta no necesitaba cuerdas nuevas.
—Sí que las necesitaba, Julia. Estaba como un acordeón.
—Ya lo sé. Pero en realidad, se trata de mi raqueta. Me refiero a que las cambiamos. La que necesitaba un arreglo en las cuerdas era la mía. La tuya, la que yo tengo ahora, ya estaba arreglada. Tú misma dijiste que tu madre le había mandado reparar antes de marcharse al extranjero.
—Sí, eso es verdad —dijo Jennifer, un poco sobresaltada—. Bueno, supongo que esta señora… quienquiera que sea… Le debí haber preguntado su nombre; ¡pero estaba tan excitada…!, creyó ver que efectivamente necesitaba cuerdas nuevas.
—Pero tú me has dicho que ella te contó que fue tu tía Gina quien le dijo que necesitaba ponerle otras cuerdas. Y tu tía Gina no pudo haber pensado tal cosa si no lo necesitaba.
—Oh, bueno —Jennifer pareció impacientarse—. Yo supongo… me imagino que…
—¿Qué es lo que te imaginas?
—Tal vez tía Gina pensó que si yo necesitaba una raqueta nueva era porque la vieja tenía las cuerdas hechas cisco. De todos modos, ¿qué más da?
—Me imagino que en realidad no importa —dijo Julia lentamente—. Pero yo creo que es extraño, Jennifer. Es igual que… igual que dar lámparas nuevas por viejas. Ya sabes, como en «Aladino».
Jennifer rió entre dientes.
—Figúrate si frotáramos mi vieja raqueta… tu vieja raqueta, quiero decir, y que apareciese un genio. Si tú frotaras una lámpara y apareciese un genio, ¿qué es lo que le pedirías, Julia?
—Muchísimas cosas —resolló Julia extrañada—. Un magnetófono y un perro de Alsacia… o quizá mejor un dogo danés y cien mil libras y un traje de noche de satén negro, y… ¡oh!, muchísimas otras cosas… ¿Y tú, qué le pedirías?
—No lo sé, en realidad —titubeó Jennifer—. Ahora que tengo esta raqueta nueva tan estupenda, no necesito ninguna otra cosa más.
Capítulo XIII
Catástrofe
1
El tercer fin de semana después de la apertura del último trimestre siguió el curso de costumbre. Fue el primer fin de semana en que se permitió a las chicas salir con sus padres. Como consecuencia Meadowbank se quedó poco menos que desierto.
En este preciso domingo sólo quedarían unas veinte chicas en el internado para la comida de mediodía. Algunas de las profesoras pasaban fuera el fin de semana, para regresar a última hora de la tarde del domingo o del lunes por la mañana temprano.
En esta particular ocasión la misma señorita Bulstrode se proponía ausentarse para el fin de semana. Iba a pasarlo con la duquesa de Welsham en Welsington Abbey. La duquesa había hecho especial hincapié en ello, agregando que Henry Banks también se encontraría allí. Henry Banks era el presidente de la junta rectora de Meadowbank. Era un importante industrial y uno de los financieros originales del colegio. La invitación, por lo tanto, casi participaba de la naturaleza de una orden. Y no es que la señorita Bulstrode hubiera aceptado imposiciones, de no haber deseado hacerlo. Pero en esta coyuntura aceptó, encantada, la invitación. No era en modo alguno indiferente a las duquesas, y la de Welsham era muy influyente; sus propias hijas estudiaban en Meadowbank. Estaba, asimismo, particularmente satisfecha de tener la oportunidad de departir con Henry Banks sobre el tema del futuro del internado y también de adelantar su propia narración del trágico suceso reciente.
Debido a las influyentes relaciones de Meadowbank, fue quitada importancia por la Prensa, con mucho tacto, al asesinato de la señorita Springer. Lo convirtieron en una lamentable fatalidad, más bien que un asesinato misterioso. Aun cuando no se escribió claramente, fue insinuado que algunos delincuentes juveniles habían posiblemente, forzado el pabellón de deportes, y que la muerte de la señorita Springer había sido un accidente más bien que un asunto premeditado. Se comunicó vagamente que varios jóvenes habían sido requeridos a presentarse en comisaría para «ayudar a la Policía». La misma señorita Bulstrode estaba impaciente por mitigar cualquier impresión desagradable que pudieran haber recibido estos dos influyentes protectores del colegio. Además, sabía que deseaban discutir la velada alusión, que ella había dejado caer, acerca de su próximo retiro. Tanto la duquesa como Henry Banks ansiaban persuadirla para que continuara. Ahora era la ocasión, al parecer de la señorita Bulstrode, de activar las demandas en favor de la candidatura de la señorita Vansittart, y puntualizar cuan excelente persona era, y lo a propósito que sería para seguir adelante con las tradiciones de Meadowbank.
El sábado por la mañana, precisamente cuando la señorita Bulstrode acababa de poner punto final a su correspondencia con Ann Shapland, sonó el teléfono. Ann contestó.
—Es el emir Ibrahim, señorita Bulstrode. Está en el hotel Claridge's y dice que desearía venir mañana a por Shaista.
La señorita Bulstrode tomó el aparato y sostuvo una breve conversación con el edecán del emir. Shaista estaría dispuesta el domingo por la mañana a cualquier hora a partir de las once, le hizo saber. La chica debería estar de vuelta al internado hacia las ocho de la tarde.
Colgó y dijo:
—Me gustaría que los orientales avisaran con la suficiente antelación. Se ha concertado que Shaista salga mañana con Giselle d'Aubray. Ahora tendremos que cancelarlo. ¿Hemos dado fin a todas las cartas?
—Sí, señorita Bulstrode.
—Bueno, en tal caso puedo marcharme con la conciencia tranquila. Escríbalas a máquina, y luego queda usted igualmente libre para el fin de semana. No la necesitaré hasta el lunes a mediodía.
—Gracias, señorita Bulstrode.
—Diviértase, querida.
—Pienso hacerlo —confesó Ann.
—¿Se trata de un joven?
—Pues… sí —Ann se sonrojó un poco—. Pero la cosa no va en serio.
—Entonces, debería hacer porque lo fuera. Si piensa casarse, no espere a que sea demasiado tarde.
—Oh, éste es solamente un antiguo amigo. No tiene nada de divertido.
—La diversión —observó la señorita Bulstrode— no es siempre una base sólida para la vida de matrimonio. ¿Quiere decir a la señorita Chadwick que venga?
La señorita Chadwick entró como un torbellino.
—Chaddy: el emir Ibrahim, el tío de Shaista, vendrá mañana a recogerla. Si viniera él personalmente, dígale que está adelantando mucho.
—No es nada avispada —intercaló la señorita Chadwick.
—No está madura intelectualmente —admitió la señorita Bulstrode—. Pero, en otros aspectos, posee una inteligencia extraordinariamente madura. A veces, al hablar con ella, da la impresión de que podría tratarse de una mujer de veinticinco años. Me imagino que eso se debe a la vida tan sofisticada que ha llevado. París, Teherán, El Cairo, Estambul y todos los demás sitios. En este país somos muy adictos a retrasar la madurez de los jóvenes el mayor tiempo posible. Consideramos un mérito cuando decimos, refiriéndonos a alguien: «es igual que una chiquilla». Y no es tal mérito, sino un grave obstáculo en la vida.
—Me parece que en eso no estoy de acuerdo con usted —declaró la señorita Chadwick—. Ahora iré a decir a Shaista lo de su tío. Y usted, márchese a su fin de semana, y no se inquiete por nada.
—¡Ah! No pienso inquietarme —replicó la señorita Bulstrode—. Ésta es verdaderamente una buena ocasión para dejar a la señorita Vansittart a cargo del colegio y comprobar cómo se desenvuelve. Estando ustedes dos aquí haciéndose cargo, nada podrá salir mal.