Siendo así no valía la pena seguir buscando. Fuese lo que fuese, ya había desaparecido.
El sonido de unas pisadas del exterior, le hizo volver en sí de sus pensamientos. Se hallaba en pie, encendiendo un cigarrillo, cuando Julia Upjohn apareció en la puerta, titubeando un poco.
—¿Desea algo, señorita? —le preguntó Adam.
—Querría saber si podría coger mi raqueta de tenis.
—No veo por qué no —respondió Adam—. El policía de servicio me dejó aquí, encargado de esto —explicó, mendaz—. Tuvo que dejarse caer por la comisaría en busca de no sé qué. Me dijo que me quedara aquí mientras él estaba fuera.
—Supongo que para ver si vuelve —conjeturó Julia.
—¿El policía?
—No. Me refiero al asesino. Siempre lo hacen, ¿verdad? Regresan al escenario del crimen. ¡Tienen que hacerlo! Es una fuerza apremiante.
—Puede que tenga razón —concedió Adam. Miró hacia las apretadas filas de raquetas en sus correspondientes prensas—. ¿Por dónde está la suya?
—Debajo de la letra U —indicó Julia—. Exactamente en el último extremo. Llevan puestos nuestros nombres —explicó, señalando la tira de cinta adhesiva cuando él le entregó la raqueta.
—La he visto hacer algunos saques —mencionó Adam—. He sido un buen jugador en mis tiempos.
—¿Puedo llevarme también la de Jennifer Sutcliffe? —pidió Julia.
—Nueva —dijo Adam apreciativamente al entregársela.
—Recién salida del horno —puntualizó Julia—. Su tía se la mandó hace solamente dos o tres días.
—Una chica afortunada.
—Ella necesita tener una raqueta buena. Juega estupendamente. No tiene rival en el backland en todo el colegio —miró en torno suyo—. ¿Cree usted que volverá?
Adam tardó unos instantes en comprender a quién se refería.
—¿Quién? ¿El asesino? No; no creo que sea probable, en realidad. Sería un poquito arriesgado, si lo hiciera…, ¿no le parece?
—¿No opina que los asesinos tienen que serlo?
—No, a menos que se hayan olvidado de alguna cosa importante.
—¿Se refiere usted a una pista? Me gustaría encontrar una pista. ¿Ha encontrado una la Policía?
—No me lo dirían de haberla encontrado.
—No; supongo que no… ¿Le interesan los crímenes?
Le miró inquisitiva. Él le devolvió la mirada. Todavía no se vislumbraba en ella a una mujer madura. Tendría la misma edad que Shaista, pero en sus ojos no se advertía nada más que una interrogación de curiosidad.
—Pues… supongo que… hasta cierto punto… a todos nos interesan, ¿no?
Julia asintió con la cabeza.
—Sí, yo también lo creo así… Puedo pensar en toda clase de soluciones…, pero la mayoría de ellas son demasiado rebuscadas. Sin embargo, es bastante divertido.
—¿Le era a usted simpática la señorita Vansittart?
—Nunca pensé en ello. Me parecía muy correcta. Se asemejaba a Bull… a la señorita Bulstrode…, pero no era realmente como ella. Era algo así como una sobresaliente de teatro que imitase a la primera figura. Pero no crea que encontré divertido el que la asesinaran. Por el contrario, me apenó muchísimo.
Se marchó, llevándose consigo las dos raquetas.
Adam se quedó echando una mirada circular por todo el pabellón.
—¿Qué demonios sería lo que se ocultaba aquí? —murmuró para su interior.
4
—¡Cielos! —exclamó Jennifer, sin recoger, en su aturdimiento la pelota que le enviaba Julia—. Ahí llega mamá.
Las dos muchachas se volvieron para contemplar la agitada figura de la señora Sutcliffe, que, conducida por la señorita Rich, venía gesticulando al tiempo que avanzaba rápidamente.
—Otra vez con historias, supongo —dijo Jennifer, resignada—. Es por el asesinato. Qué suerte tienes con que tu madre esté en un autobús por el Cáucaso.
—Pero tengo aquí a tía Isabel.
—Las tías no se preocupan ni la cuarta parte.
—Tienes que ir a preparar tus cosas, Jennifer. Te vienes conmigo.
—¿A casa?
—Sí.
—Pero, no vendrás para llevarme para siempre. No creo que lo digas en serio.
—Sí. Es en serio.
—Pero no puedes hacer eso…, de veras que no. Estoy jugando al tenis como nunca. Tengo una gran probabilidad de ganar en los singles, y Julia y yo podríamos ganar los dobles, aunque esto ya no me parece tan seguro.
—Te vienes hoy a casa conmigo.
—¿Por qué?
—No hagas preguntas.
—Me imagino que es por los asesinatos de la señorita Springer y la señorita Vansittart. Pero nadie ha matado a ninguna de las chicas. Estoy segura de que nadie querría hacerlo. Y el Día de los Deportes es dentro de tres semanas. Yo creo que voy a quedar campeona en el salto de distancia y tengo una buena probabilidad en las carreras de obstáculos.
—No me discutas, Jennifer. Te vuelves hoy a casa conmigo. Tu padre insiste en ello…
—Pero, mamá…
Arguyendo con pertinacia, Jennifer se dirigió hacia el edificio del colegio acompañada de su madre.
De improviso, se separó de ella y volvió corriendo a la pista de tenis.
—Adiós, Julia. Por las trazas, hoy ha soplado el viento del lado desfavorable de mamá. Y, aparentemente, también del de papá. Es nauseabundo, ¿no? Adiós. Te escribiré.
—Yo también te escribiré y te contaré todo lo que pase en el colegio.
—Espero que la próxima que maten no sea Chaddy. Preferiría que fuese mademoiselle Blanche. ¿Y tú?
—Sí. Es de la que podemos prescindir mejor. Oye, ¿te diste cuenta de la cara tan agria que puso la señorita Rich?
—No ha dicho ni pío. Está furiosa porque mamá ha venido para llevarme a casa.
—A lo mejor consigue convencerla. Tiene mucha personalidad, ¿no crees? Es diferente a todo el mundo.
—Me recuerda a alguien —apuntó Jennifer.
—No creo que se parezca a nadie en lo más mínimo. Siempre parece diferente en grado superlativo.
—Ah, sí. Es diferente. Quise decir que se parecía a alguien físicamente. Pero la persona a quien yo conocí era bastante más gruesa.
—Me es imposible imaginarme a la señorita Rich con grasa.
—Jennifer… —llamó la señora Sutcliffe.
—Hay que ver lo pesados que son los padres —se quejó Jennifer enojada—. Rollos, rollos, rollos. No paran nunca. Desde luego que tienes suerte en…
—Ya sé. Ya lo has dicho antes. Pero deja que te diga que, precisamente en estos momentos, preferiría que mamá estuviera mucho más cerca de mí, y no en un autobús por Anatolia.
—Jennifer…
—Voy volando.
Julia caminó lentamente en dirección al pabellón de deportes. Sus pasos se iban haciendo cada vez más lentos, hasta que, finalmente, se paró por completo. Permaneció parada, con el ceño fruncido, perdida en sus pensamientos.
Sonó la campana tocando al almuerzo, pero apenas si se percató de ello. Se quedó mirando fijamente la raqueta que empuñaba, dio un paso o dos a lo largo del sendero, y entonces giró en redondo para marchar con determinación hacia la casa. Entró por la puerta principal, lo cual no estaba permitido, pero de este modo evitaría encontrarse con ninguna de las otras chicas.
El vestíbulo estaba solitario. Corrió escaleras arriba hacia su pequeño dormitorio, miró apresuradamente en torno suyo y después, levantando el colchón de su cama, empujó la raqueta para que quedase debajo de aquél. Luego, tras de alisarse rápidamente el pelo, se encaminó, muy seria, escaleras abajo hacia el comedor.
Capítulo XVII
La cueva de Aladino
1
Las chicas se fueron a acostar aquella noche menos bulliciosamente que de costumbre. Por otra parte, sus filas habían disminuido de un modo considerable. Treinta de ellas, por lo menos, se habían marchado a sus casas. Las que quedaron reaccionaron de acuerdo con sus diferentes temperamentos. Excitación, azoramiento, abundancia de risitas falsas, cuyo origen era puramente nervioso, por parte de muchas de ellas, y otras, por último, estaban meramente aplanadas y meditabundas.