Julia Upjohn subió sosegadamente con la primera oleada. Entró en su habitación y cerró la puerta. Permaneció allí en pie, oyendo los cuchicheos, murmullos, risitas, pisadas y despedidas. Después se hizo el silencio o algo que se aproximaba al silencio. Se advertía el débil eco de voces en la distancia, así como el ruido de pasos que entraban y salían del cuarto de baño.
La puerta de su dormitorio no tenía llave. Julia arrastró una butaca y la colocó contra ella, con el respaldo acuñado debajo de la manecilla. Esto le advertía en el caso de que alguien intentara entrar. Pero era improbable que entrase alguien. Estaba rigurosamente prohibido a las alumnas que entraran en las habitaciones de las demás, y la única profesora que hacía tal cosa era la señorita Johnson, cuando alguna de las chicas se ponía enferma o estaba indispuesta.
Julia fue a su cama, levantó el colchón y buscó a tientas bajo él. Sacó la raqueta y se quedó empuñándola durante un momento. Decidió examinarla ahora, sin esperar a más tarde. Una luz en la habitación que saliera por debajo de la rendija de la puerta podía atraer la atención cuando, presumiblemente, todas las luces deberían estar apagadas. Ésta era la hora en que según la norma se podía tener encendida la luz para desvestirse y para leer en la cama, si se deseaba hacerlo.
Permaneció en pie, mirando fijamente la raqueta. ¿Cómo podría esconderse algo en una raqueta de tenis?
«Pero debe haber algo escondido —dijo Julia para sí—. Tiene que haber algo. El robo en casa de Jennifer, la mujer que vino con aquel estúpido cuento de la raqueta nueva…».
«Nadie más que Jennifer podría haber creído tamaña sandez», pensó Julia, desdeñosamente.
No; era igual que dar «lámparas nuevas por viejas» y esto significaba que, como en el cuento de «Aladino», tenía que haber algo muy importante precisamente, en esta raqueta de tenis; Jennifer y Julia no habían dicho nunca nada a nadie que cambiaron sus raquetas… por lo menos ella nunca había hecho mención a ello.
Así, que, en realidad, era ésta la raqueta que estaban buscando en el pabellón de deportes. ¡Y a ella le tocaba averiguar el porqué! La examinó con detenimiento. A simple vista, no había nada en ella que saliera de lo corriente. Era una raqueta de buena calidad, no muy nueva para poder presumir con ella, pero con las cuerdas arregladas, y sumamente manejable, Jennifer se había quejado de que no se balanceaba como debía.
El único sitio en una raqueta de tenis en que existía la posibilidad de que pudiera esconderse alguna cosa, era el mango. Se podía ahuecar la empuñadura para hacer allí un escondite. Parecía un poco rebuscado, pero cabía dentro de lo posible. Y, de haber enredado en su interior, ello, probablemente, habría causado el desequilibrio.
El mango tenía en su extremidad una etiqueta de cuero con unas letras ya casi desvaídas. Por supuesto, estaba solamente pegada. ¿Y si la quitara? Julia se sentó en su tocador, le aplicó un cortaplumas, y en seguida se las ingenió para arrancar el cuero. Quedó al descubierto un círculo irregular de madera fina. No parecía estar muy bien colocado. Tenía un acoplamiento todo alrededor. Profundizó más con su cortaplumas. La hoja de éste chasqueó como si fuera a partirse. Las tijerillas de las uñas probaron ser más eficaces. Apareció una sustancia moteada en tonos rojos y azules. Julia hurgó en ella y la miró con gran atención, y entonces se hizo la luz en su cerebro ¡Plastilina! Pero con toda seguridad, las raquetas de tenis, en circunstancias normales, no contenían plastilina en el interior de sus mangos. Agarró con firmeza la tijerilla de uñas y empezó a extraer terrones de plastilina. La sustancia estaba envolviendo algo. Unos objetos que, al tacto, parecían ser botones o guijarros. Atacó enérgicamente la plastilina.
Una cosa cayó rodando por la mesa… y luego otra. En seguida formaron un montón completo de extraordinaria brillantez.
Julia se echó hacia atrás, quedándose con la boca abierta.
Se quedó mirando, mirando, mirando…
Fuego líquido, rojo y verde y azul profundo, y deslumbradoramente blanco…
En aquel instante, Julia creció. Dejó de ser una niña, para convertirse en mujer. Una mujer contemplando joyas…
Toda suerte de fantásticos retazos de ideas corrieron por su mente. La cueva de Aladino… Margarita y su caja de joyas… (Las habían llevado al Covent Garden para oír «Fausto» la semana anterior)… Piedras fatales… El diamante Hope… ¡Qué romántico…! Y ella, con un vestido de noche de terciopelo negro y un centelleante collar rodeando su garganta…
Se sentó, deleitándose en estos sueños… Tomó las piedras entre los dedos y las dejó caer en su través, formando un arroyo de fuego, un cegador torrente de maravilloso deleite.
Entonces algo, un leve sonido, posiblemente, la volvió a la realidad.
Se sentó a meditar, intentando utilizar su sentido común para decidir lo que debía hacer. Aquel ligero sonido la alarmó. Recogió las piedras, las llevó hasta el lavabo y las introdujo en el saquito para las esponjas colocando la esponja y el cepillo de uñas en la parte de arriba, encima de las piedras. Después volvió a la raqueta de tenis, metió con fuerza la plastilina en el mango, colocó de nuevo el remate de madera e intentó pegar el cuero en él. Se abarquillaba hacia arriba; pero se las compuso para arreglar eso poniendo cinta adhesiva en finas bandas en dirección contraria y presionando fuertemente después el cuero en ella.
Estaba hecho. La raqueta aparecía exactamente igual que antes, ya que su peso apenas si se habla alterado levemente. Le echo una mirada, y después la arrojó negligentemente en una silla.
Miró hacia la cama, cuidadosamente desembozada e invitante. Pero no se desnudó. En lugar de hacerlo, se sentó a escuchar. ¿No sonaban pasos fuera?
De repente, y de una manera inesperada, sintió miedo. Dos personas habían sido asesinadas. Si el asesino llegara a enterarse de los objetos que ella había encontrado, la mataría.
En la habitación tenía una cómoda de roble bastante pesada. Se dio maña para arrastrarla y ponerla pegada a la puerta, mientras pensaba que sería de desear que en Meadowbank tuviesen por costumbre tener llaves en las puertas. Fue a la ventana y tiró del marco de arriba para cerrarla. No había ningún árbol ni enredaderas cerca de la ventana. Dudaba que le fuera posible a alguien entrar en su cuarto por medio de este sistema, pero no quería exponerse a ningún riesgo.
Echó un vistazo a su pequeño reloj de mesa. Eran las diez y media. Respiró profundamente y apagó la luz. Nadie debería notar nada desacostumbrado. Descorrió un poco la cortina de la ventana. Entonces se sentó al borde de la cama, agarrando el zapato más fuerte de todos los que tenía.
«Si alguien intentara entrar —dijo para sí—, golpearé en la pared con todas mis fuerzas. Mary Kink está en la habitación de al lado, y se despertará al oír el ruido. Y gritaré… Lo más alto que pueda. Y entonces si se llena mi cuarto de gente diré que he tenido una pesadilla. No tendría nada de extraño que sufriera una pesadilla, después de todas las cosas que han pasado».
Se quedó allí sentada, dejando pasar el tiempo. Entonces lo oyó… unos pasos suaves a lo largo del corredor. Después de una larga pausa advirtió que la manecilla de la puerta se movía lentamente.
¿Gritaría? Todavía no.
Empujaron la puerta… solamente abrió un pequeño resquicio, ya que la cómoda la sostenía. Esto debió extrañar a la persona que estaba al otro lado.