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—Oh, por favor —rogó Julia—, permítame quedarme en Meadowbank.

—¿Entonces, está contenta aquí? —interpretó la señorita Bulstrode.

—Estoy encantada —aseguró Julia—. Y además, han ocurrido cosas tan excitantes…

—Ésa no es una característica normal de Meadowbank —replicó, secamente, la señora Bulstrode.

—Creo que Julia no estará ya en peligro aquí —estimó Hércules Poirot. Miró de nuevo en dirección a la puerta.

—Me parece que le comprendo —declaró la señorita Bulstrode.

—Pero, a pesar de eso, debe haber discreción —recomendó Poirot—. Usted, supongo, sabe en qué consiste la discreción —añadió, mirando a Julia.

—Sí —dijo ésta.

—Monsieur Poirot quiere decir —intervino la señorita Bulstrode— que a él le gustaría que usted guardara silencio en lo que respecta a lo que ha descubierto. No cuente nada de ello a las otras chicas. ¿Puede mantener la boca cerrada?

—Sí —dijo Julia.

—Tiene usted una historia muy emocionante que contar a sus amigas —observó Poirot—. El tesoro que encontró anoche en su raqueta de tenis. Pero existen razones importantes por las cuales sería de desear que esa historia no fuera contada.

—Comprendo —dijo Julia.

—¿Puedo confiar en usted, Julia? —inquirió la señorita Bulstrode. Sonrió a la chica y añadió—: Espero que su madre vuelva a casa dentro de poco.

—¿Mamá? Sí, así lo espero yo también.

—Tengo entendido, por el inspector Kelsey —continuó la señorita Bulstrode—, que se están haciendo todos los esfuerzos posibles para conseguir ponerse en contacto con ella. Desgraciadamente los autobuses de Anatolia están sujetos a imprevisibles retrasos y no siempre parten a la hora fijada.

—Pero podré contárselo a mamá, ¿verdad? —solicitó Julia.

—Claro que sí. Bueno, ya está todo arreglado. Creo que ahora sería mejor que se marchara.

Julia salió, cerrando la puerta tras sí. La señorita Bulstrode miró fijamente a Poirot.

—Me parece que le he entendido a usted correctamente —dijo—. Hace un momento cerró la puerta con gran ostentación. De hecho, más bien, la dejó ligeramente entornada.

Poirot asintió.

—¿Para que pudieran escuchar nuestra conversación?

—Sí… por si había alguien que quisiera escuchar. Fue una medida de precaución para que la chica esté más a salvo… si alguien ha escuchado. Puede correrse la noticia de que lo que encontró está depositado en el Banco, y no en posesión de ella.

La señorita Bulstrode le miró durante un momento, y después apretó fuertemente los labios, diciendo:

—Tiene que ponerse fin a todo esto.

2

—De lo que se trata —expuso el comisario de policía— es de fusionar nuestras ideas e informaciones. Estamos encantados de tenerle con nosotros, monsieur Poirot —añadió—. El inspector Kelsey se acuerda bien de usted.

—Hace ya unos buenos años de eso —dijo Kelsey—. El inspector jefe Warrender se hizo cargo del caso. Yo era un sargento bastante novato, que estaba empezando a conocer el oficio.

—El caballero llamado por nosotros, por razones de conveniencia, señor Adam Goodman, no es conocido de usted, monsieur Poirot, pero usted conoce a su jefe. Servicio Especial —añadió.

—¿El coronel Pikeaway? —dijo Poirot, pensativamente—. Hace bastante tiempo que no lo veo. ¿Sigue tan dormido como siempre? —preguntó a Adam.

Adam lanzó una carcajada.

—Veo que le conoce bien, monsieur Poirot. Nunca le he visto despierto del todo. Si alguna vez llego a verle así, me daré cuenta de que, por una vez, no está poniendo atención a lo que sucede.

—Tiene usted algo en la cabeza, amigo mío. Está bien observado.

—Ahora —dijo el comisario— vayamos derechos al asunto. No quiero entrometerme ni imponer mis propias opiniones. Estoy aquí para escuchar lo que los hombres que están trabajando de lleno en el caso saben y opinan. Hay una gran cantidad de facetas en toda esta cuestión, y hay una cosa que quizá debiera mencionar antes que nada. Lo que voy a decir ahora es el resultado de ciertas manifestaciones que me han sido hechas por diversos conductos en esferas elevadas —dirigió una mirada a Poirot—. Digamos —prosiguió— que una niña… una colegiala fue a verle para contarle una bonita historia de algo que encontró en el mango ahuecado de una raqueta de tenis. Debió ser muy excitante para ella. Una colección de piedras, diríamos… coloreadas, piedras preciosas magníficamente imitadas… algo por el estilo… o incluso piedras semipreciosas, que a veces parecen tan atractivas como las verdaderas. Sea como sea, pongamos que era algo que una niña encontraría muy emocionante de descubrir. Incluso pudiera tener una idea muy exagerada de su valor. Tal cosa cabe dentro de lo posible, ¿no cree? —miró muy fijamente a Hércules Poirot.

—Lo encuentro eminentemente posible —determinó Poirot.

—Bien —aprobó el comisario—. Puesto que la persona que introdujo estas… oh… piedras coloreadas en este país lo hizo inocentemente, sin tener conocimiento de ello, no tenemos necesidad de suscitar ningún debate en el sentido de contrabando ilícito. Además —prosiguió— hemos de considerar la cuestión de nuestra política exterior. Me inclino a pensar que la cuestión está bastante… delicada en el momento actual Cuando entran en juego grandes intereses petrolíferos, depósitos de mineral y todas esas cosas, tenemos que tratar con cualquier clase de gobierno que ocupe el poder. No deseamos que surja ningún litigio embarazoso. No se puede silenciar un asesinato a la Prensa, y no ha sido silenciado. Pero no se ha hecho mención para nada de joyas en conexión con el asesinato. Por el presente, al menos, sería de desear que no se mencionase nada.

—Estoy de acuerdo —convino Poirot—. Debemos tener siempre en cuenta las complicaciones internacionales.

—Exactamente —dijo el comisario—. Entiendo que estoy en lo cierto al asumir que el difunto gobernante de Ramat estaba considerado como persona amiga de este país, y las partes interesadas encontrarían muy grato que los deseos del príncipe con respecto a cualquier propiedad suya que pudiera hallarse en este país fueran llevados a efecto. A cuanto asciende infiero que nadie lo sabe en el momento presente. Si el nuevo gobierno de Ramat reclama cierta propiedad que alega pertenecerle, sería mucho más convincente que nosotros no tengamos noticia alguna respecto a la existencia de la susodicha propiedad en este país. Una negativa directa implicaría falta de tacto por nuestra parte.

—Nadie niega de una manera rotunda en la diplomacia —conceptuó Poirot—. En lugar de hacerlo, se acostumbra a decir que tal o cual asunto en cuestión será objeto de la más prolija atención, pero que, de momento, nada se sabe en concreto respecto a ningún pequeño… tesoro en reserva, por decirlo así, que el difunto gobernante de Ramat haya podido poseer. Puede que esté aún en Ramat o que se halle bajo la custodia de algún fiel amigo del fallecido príncipe Alí Yusuf, o pudiera ser que haya sido sacado de aquel país por media docena de personas distintas, o que esté escondido en cualquier sitio en la misma capital de Ramat —alzó los hombros—. Sencillamente, que nadie sabe nada.

El comisario exhaló un suspiro.

—Gracias —dijo—, eso es precisamente a lo que yo me refería —continuó—. Monsieur Poirot, usted tiene amigos en muy altas esferas de este país. Ellos tienen puesta toda su confianza en usted. De manera extraoficial, a estos amigos les gustaría encomendarle cierto artículo, si no tiene nada que objetar.

—No tengo nada que objetar —contestó Poirot—. Dejemos aquí esa cuestión. Tenemos cosas más serias que considerar, ¿no lo estiman así? —les dirigió a todos una mirada circular—. Porque después de todo, ¿qué son tres cuartos de millón o cualquier otra suma en comparación con la vida humana?