—Eso es preferible a inventar incidentes que no han sucedido jamás —estimó Poirot.
—Oh, Jennifer sería incapaz de hacer semejante cosa —dijo la señora Sutcliffe con plena convicción. Se levantó para dirigirse hacia la ventana y llamó—: Jennifer.
—Me gustaría —dijo a Poirot al regresar— que procurase usted meterle a Jennifer en la cabeza la idea de que tanto su padre como yo, solamente procuramos su bien.
Jennifer entró en la habitación con cara de enfado y miró a Hércules Poirot con profunda suspicacia.
—¿Cómo está usted? —cumplimentó Poirot—. Soy un antiguo amigo de Julia Upjohn. Fue a Londres a buscarme hace muy poco.
—¿Que Julia fue a Londres? —preguntó Jennifer ligeramente sorprendida—. ¿Por qué?
—Para pedirme consejo —explicó Poirot—. Está de regreso a Meadowbank —añadió.
—Así, pues, su tía Isabel no fue allí para llevársela —dijo Jennifer disparando a su madre una mirada inquieta.
Poirot miró a la señora Sutcliffe, la cual quizá porque se hallaba inmersa en la operación de contar la colada cuando llegó Poirot o tal vez a causa de algún inexplicable impulso, se levantó y abandonó el salón.
—Es muy injusto —se lamentó Jennifer— perderse todo lo que está ocurriendo allí. ¡Y el jaleo que han organizado mis padres! Ya le dije a mamá que era una bobada. Después de todo, no han asesinado a ninguna de las alumnas.
—¿Tiene alguna idea propia acerca de los asesinatos? —inquirió Poirot.
Jennifer movió la cabeza.
—Alguien que está majareta, —propuso. Añadió pensativa—: Me imagino que la señorita Bulstrode tendrá ahora que agenciarse unas cuantas profesoras nuevas.
—Así parece, —convino Poirot. Continuó—: Mademoiselle Jennifer, estoy interesado en la mujer que fue a ofrecerle una raqueta nueva a cambio de la vieja que usted tenía. ¿Recuerda?
—Naturalmente que me acuerdo —repuso Jennifer—. Todavía no he podido averiguar quién la envió en realidad. Tía Gina, desde luego, no fue.
—¿Qué aspecto tenía aquella mujer? —inquirió Poirot.
—¿La que trajo la raqueta? —Jennifer entornó los ojos, como para pensarlo—. Bueno, pues…, no lo sé. Llevaba un vestido bastante complicado, y una capita azul…, me parece, y un sombrero que le quedaba muy holgado.
—¿Sí? —dijo Poirot—. Pero yo no me refiero tanto a su vestimenta como a sus facciones.
—Me parece que llevaba una gran cantidad de maquillaje —respondió Jennifer, vagamente—. Demasiado para el campo, a mi juicio, y cabellos rubios. Creo que era americana.
—¿La había visto anteriormente? —preguntó Poirot.
—Oh, no —contestó Jennifer—. No creo que viviera por los alrededores. Dijo que había venido para asistir a una comida o a un cocktail party o algo por el estilo.
Poirot la miró pensativamente. Estaba interesado en la buena acogida que daba Jennifer a todo lo que él le decía. Preguntó con tiento:
—¿Pero es posible que ella entonces no estuviera diciendo la verdad?
—Oh, no; supongo que no —dijo Jennifer.
—¿Está segura de no haberla visto antes? ¿No podría haber sido una de las alumnas vestida de persona mayor, o tal vez una de las profesoras, disfrazada?
—¿Disfrazada? —Jennifer pareció perpleja.
Poirot colocó ante ella el apunte de mademoiselle Blanche que Eileen Rich había dibujado para él.
—Ésta no era la mujer, o ¿lo era?
Jennifer miró el dibujo con expresión de duda.
—Se le parece un poco, pero no estoy segura de que sea ella.
Poirot cabeceó, pensativo.
No había la menor señal de que Jennifer hubiera reconocido a mademoiselle Blanche.
—Verá usted —vaciló Jennifer—, yo, en realidad no la miré bien. Era americana, y en seguida me empezó a contar lo de la raqueta…
Después de decir esto quedaba bien claro que Jennifer no había tenido ojos para nada más que su nueva posesión.
—Comprendo, —dijo Poirot. Continuó—; ¿No vio usted en Meadowbank a alguna persona que viera antes un día u otro en Ramat?
—¿En Ramat? —Jennifer consideró—. Oh, no…, por lo menos… no lo creo.
Poirot insistió en esta expresión de duda.
—Pero usted no está segura, mademoiselle Jennifer.
—Bueno… —Jennifer se rascó la frente con expresión preocupada—, quiero decir que estamos viendo continuamente a personas que se parecen a otras; pero una no puede recordar detalladamente a quién se parecen. A veces vemos a personas que hemos conocido, pero no recordamos exactamente quiénes son. Y nos preguntan: «¿Se acuerda de mí?» y eso da un apuro terrible porque la verdad es que no nos acordamos. Lo que quiero decir, es que, en cierto modo reconocemos su fisonomía, pero no podemos recordar sus nombres, o en qué sitio las conocimos.
—Eso es muy cierto —acordó Poirot—. Sí, es cierto. Es una experiencia que nos sucede a menudo —calló por un instante, y luego prosiguió, sondeándola—. A la princesa Shaista la reconocería con toda seguridad en el colegio, pues debió haberla visto anteriormente en Ramat.
—Ah, ¿pero estuvo ella en Ramat?
—Es muy verosímil —estimó Poirot—. Después de todo está emparentada con la familia real. ¿No pudo haberla visto allí?
—No lo creo —repuso Jennifer, frunciendo el entrecejo—. De todos modos, ella no iba a ir por allí enseñando su cara por todas partes. Me refiero a que todos llevan velos y todas esas cosas raras. Aunque, según creo, en París y en El Cairo se los quitan. Y en Londres, por supuesto —añadió.
—De todos modos, ¿no experimentó la sensación de ver en Meadowbank a alguien a quien ya había visto con anterioridad?
—No estoy segura de no haber visto a nadie. Claro está que la mayoría de las personas se parecen bastante en cualquier otra parte. Solamente cuando alguien tiene una cara fuera de lo corriente, como la señorita Rich, es cuando podemos recordarla.
—¿Cree usted haber visto a la señorita Rich anteriormente en alguna otra parte?
—No lo creo, realmente. Pudo haberse tratado de una persona que se le pareciera. Pero aquella mujer era mucho más gorda.
—Una mujer mucho más gorda —repitió Poirot, pensativo.
—Es imposible imaginarse a la señorita Rich gorda —manifestó Jennifer, lanzando una risita falsa—. Es tan terriblemente delgada y huesuda. Y además, la señorita Rich no pudo haber estado en Ramat, porque estuvo enferma durante el trimestre anterior.
—¿Y las otras chicas? ¿Había visto a alguna de ellas con anterioridad?
—Sólo a las que ya conocía —precisó Jennifer—. Una o dos de ellas. Después de todo, sabe usted, yo estuve allí tres semanas solamente, y en realidad no conozco ni a la mitad de las personas que están allí ni siquiera de vista.
—Debiera observar las cosas más detenidamente —le aconsejó Poirot con seriedad.
—Una no puede darse cuenta de todo, —protestó Jennifer; prosiguió—: Si Meadowbank sigue adelante, me gustaría volver. Vea si puede conseguir algo de mamá. Aunque verdaderamente —añadió— a mí me parece que el obstáculo es papá. Es terrible estar aquí en el campo. No tengo ninguna oportunidad para perfeccionar mi tenis.
—Le aseguro que haré cuanto pueda —le prometió Poirot.
Capítulo XXI
Atando cabos
1
—Necesito hablar con usted, Eileen —anunció la señorita Bulstrode. Eileen Rich siguió a la señorita Bulstrode al salón de esta última. Meadowbank se hallaba extrañamente tranquilo. Alrededor de unas veinticinco alumnas se encontraban todavía allí. Alumnas cuyos padres encontraron dificultoso o poco correcto ir a recogerlas. La desbandada originada por el pánico había sido contenida, según previo la señorita Bulstrode, gracias a su táctica. Se respiraba una sensación general de que en el próximo trimestre todo se habría aclarado. Había sido mucho más juicioso por parte de la señorita Bulstrode, opinaron, cerrar el colegio.