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—¿Volverá usted al colegio en caso de que siga adelante?

—No —dijo Ann, con énfasis—, desde luego que yo no. Ya estoy bastante saturada de colegio para todo el resto de mi vida. No me va en absoluto estar enjaulada con un montón de mujeres. Y francamente, no me gusta el asesinato. Es la clase de asunto que me divierte leer en el periódico, o representado por medio de una novela bien escrita para leer en la cama y quedarse dormida. Pero en la realidad, no es una cosa tan agradable. Me parece —añadió Ann, con reflexión— que cuando me vaya de aquí a final del trimestre, me casaré con Dennis y asentaré mi vida.

—¿Con Dennis? —exclamó Adam—. Ése es el tipo de quien me habló, ¿no? El que, si mal no recuerdo, se dedica a un trabajo que le lleva hasta Birmania, Malaya, Singapur y sitios por el estilo. Me imagino que casándose con él no se asentaría mucho que digamos.

De improviso, Ann lanzó una carcajada.

—No, no, presumo que no lo será. Al menos no en el sentido corpóreo y geográfico.

—Yo creo que usted puede encontrar un partido mejor que Dennis —insinuó Adam.

—¿Me está usted haciendo una proposición? —le preguntó Ann Shapland.

—Naturalmente que no —replicó Adam—. Usted es una chica ambiciosa que no se contentaría con casarse con un humilde jardinero.

—Yo estaba preguntándome si me convendría tomar por marido a uno del C.I.D. —apuntó Ann.

—Yo no pertenezco al C.I.D. —aseguró Adam.

—No, no. Desde luego que no —concedió Ann—. Preservemos las sutilezas del lenguaje. Usted no pertenece al C.I.D. Shaista no ha sido secuestrada, y todo está precioso en el jardín. Bastante bonito —añadió, mirando todo alrededor—. Así y todo —prosiguió después de unos momentos— no acaba de entrarme en la cabeza la reaparición de Shaista en Ginebra; o como quiera que sea la historia. ¿Cómo llegó hasta allí? Todos ustedes deben ser muy negligentes para permitir que la sacaran de este país.

—Mis labios están sellados —manifestó Adam.

—Yo no creo que tenga usted la menor noción de ello —supuso Ann.

—Debo confesar que tenemos que estar agradecidos a monsieur Hércules Poirot por habérsele ocurrido una ingeniosa idea.

—¿Quién? ¿Ese hombrecillo tan divertido que trajo a Julia de vuelta y estuvo hablando con la señorita Bulstrode?

—Sí; se llama a sí mismo —le informó Adam— un «detective con consulta particular».

—A mí me parece que es más bien una gloria pasada —dictaminó Ann.

—Yo no comprendo qué es lo que se propone en absoluto —dijo Adam—. Incluso ha ido a visitar a mi madre, por lo menos si no fue él, un amigo suyo lo hizo.

—¿A su madre? —interrogó Ann—. ¿Para qué?

—No tengo idea. Parece sentir una especie de mórbido interés. También fue a visitar a la madre de Jennifer.

—¿Fue a visitar a las madres de las señoritas Rich y Chadwick?

—Yo infiero que la señorita Rich no tiene madre —repuso Adam—. De lo contrario, no hay duda de que hubiera ido a verla.

—La señorita Chadwick tiene madre. Vive en Cheltenham, según me dijo —le informó Ann—, pero creo que tiene sus ochenta y tantos. La pobre señorita Chadwick, lo que parece es que tiene los ochenta ella misma. Ahí viene a hablarnos.

Adam levantó la mirada.

—Sí —dijo—, ha envejecido un disparate en esta última semana.

—Porque tiene verdadero cariño al colegio —indicó Ann—. Es toda su vida. No puede sufrir el verlo decaer dando tumbos.

La señorita Chadwick aparentaba efectivamente diez años más vieja que el día de la apertura del trimestre. Su modo de andar había perdido aquella vivaz eficiencia. Ya no correteaba felizmente, moviéndose sin parar. Ahora se acercó a ellos arrastrando sus pasos lentamente.

—¿Quiere usted, por favor, presentarse a la señorita Bulstrode? —le dijo a Adam—. Tiene que darle instrucciones acerca del jardín.

—Tendré que hacer antes un poquito de limpieza —dijo Adam. Dejó caer sus aperos, y desapareció hacia el invernadero.

Ann y la señorita Chadwick marcharon juntas hacia la casa.

—Parece muy tranquilo, ¿verdad? —observó Ann, mirando en torno suyo—. Como el patio de butacas vacío de un teatro —agregó contemplativamente— con unos pocos espectadores distribuidos estratégicamente por la taquillera con el mayor tacto posible para dar la impresión de que hay mucho más público.

—Es terrible —se lamentó la señorita Chadwick—. ¡Espantoso! Pensar que Meadowbank haya llegado a esto. No puedo desechar la idea. Me es imposible desechar la idea. Imposible dormir por la noche. Todo en ruinas. Tantos años de trabajo para realizar algo verdaderamente selecto.

—Puede volver de nuevo a lo que era —sugirió Ann, alegremente—. Ya sabe usted que la gente tiene muy mala memoria.

—No tan mala como para que tarden mucho tiempo en olvidar —concluyó la señorita Chadwick.

Ann no dio respuesta alguna. En el fondo de su corazón ella estaba un poco de acuerdo con la señorita Chadwick.

3

Mademoiselle Blanche abandonó la clase donde había estado enseñando literatura francesa.

Echó una ojeada a su reloj. Sí; tenía tiempo de sobra para lo que se proponía hacer. Con tan pocas alumnas, siempre había abundancia de tiempo en estos días.

Subió a su habitación para ponerse el sombrero. No era de las que iban destocadas a todas partes. Estudió su figura en el espejo sin experimentar satisfacción. No se podía advertir personalidad de ninguna clase. Bueno, puede que esto tuviera sus ventajas. Sonrió para sí misma. Se le habían dado muy bien las cosas al hacer uso de los certificados de su hermana. Incluso las fotografías del pasaporte habían pasado inadvertidas. Hubiera sido una gran lástima desaprovechar aquellas excelentes credenciales cuando Angele murió. Ésta había disfrutado de veras con la enseñanza. En cambio, para ella era de un aburrimiento indescriptible. Pero los honorarios eran excelentes. Superaban, con mucho, lo que ella había ganado jamás en su vida hasta el presente.

Y, además, las cosas se habían puesto increíblemente bien. El futuro iba a ser muy diferente. Oh, sí, muy diferente. La pardusca mademoiselle Blanche experimentaría una metamorfosis. Lo vio todo con los ojos de la imaginación. La Riviera. Y ella, elegantemente vestida y maquillada como Dios manda. Lo único que se necesitaba en este mundo era dinero. Oh, sí, la vida iba a ser muy agradable, en efecto. Valía la pena haber venido a este detestable colegio inglés.

Recogió su bolso de mano y salió de la habitación hacia el pasillo. Sus ojos advirtieron a la mujer arrodillada que estaba trabajando allí. Una nueva asistenta. Una espía de la policía innegablemente. ¡Qué simples eran, si creían que no se les notaba a la legua!

Con una sonrisa despectiva en los labios, salió de la casa, y se dirigió calzada abajo hacia la gran puerta de entrada. La parada del autobús estaba casi enfrente. Permaneció allí, esperando. El autobús llegaría dentro de unos instantes.

Había muy pocas personas en esta tranquila carretera rural. Un coche, con un hombre inclinándose encima del capot. Un ciclista, con la bicicleta apoyada contra un vallado. Otro hombre, que también estaba esperando el autobús.

Uno u otro de los tres la seguiría, sin duda. Lo haría con habilidad, no de una manera obvia. Mademoiselle Blanche estaba plenamente consciente del hecho, pero no era cosa que le preocupara. Su «sombra» era bienvenida para ver dónde iba ella y lo que hacía.

El autobús llego. Subió a él. Un cuarto de hora más tarde se apeó en la plaza principal de la ciudad. No se tomó la molestia de mirar hacia atrás para ver si la seguían. Cruzó hacia unos grandes almacenes de proporciones bastante amplias, cuyos escaparates mostraban una colección de sus nuevos modelos. De poca calidad, para gustos provincianos, dictaminó, frunciendo los labios con desdén. Pero se quedó mirándolos, como si le atrajeran en gran manera.