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Al poco rato entró en el interior e hizo unas cuantas compras sin importancia, tras lo cual subió a la planta principal y entró en la sala de espera de señoras, donde había una mesa para escribir, algunas butacas, y una cabina telefónica. Se dirigió hacia la cabina, introdujo las monedas necesarias, marcó el número que le interesaba, y esperó hasta oír si le contestaba la voz de la persona requerida.

Hizo un movimiento de cabeza como aprobándose a sí misma, presionó el botón A, para poder oír a quien llamaba y habló:

—Aquí es la Maison Blanche. ¿Me comprende? La Maison Blanche. Tengo que hablarle de una cantidad que se me debe. Tiene de plazo hasta mañana por la tarde. Tiene que girar a la cuenta corriente de la Maison Blanche en el Crédit Nationale de Londres, en la sucursal de Ledbury Street, la suma que voy a indicarle.

Nombró una cantidad.

—En caso de que esa cantidad no fuera liquidada, entonces me veré en la necesidad de informar donde proceda lo que observé en la noche del día 12. La referencia es… ponga atención… la señorita Springer. Tiene usted algo más de veinticuatro horas.

Colgó y emergió en la sala de espera. Una mujer acababa de entrar. Quizás otra cliente de la tienda, o tal vez no lo fuera. Pero si se trataba de lo segundo, era demasiado tarde para que hubiese podido llegar a enterarse de nada.

Mademoiselle Blanche se recompuso en el tocador adyacente, y después fue a probarse un par de blusas, que no compró; entonces se marchó otra vez a la calle, sonriendo para sí. Entró a curiosear en una librería, tras lo cual tomó el autobús para regresar a Meadowbank.

Todavía estaba sonriendo a sí misma al ascender la calzada. Había llevado a cabo muy bien el asunto. La cantidad que había pedido no era demasiado elevada… no era imposible de tener dispuesta en un plazo corto. Y estaba bastante bien para ir tirando de ella. Porque, naturalmente, en el futuro habría ulteriores demandas…

Sí, ésta iba a ser una fuente de ingresos muy bonita. No tenía el menor remordimiento de conciencia. No consideraba de ningún modo que fuera su deber informar a la policía de lo que había visto y sabía. Esa Springer había sido una mujer detestable, rude, mal élevée. Espiando en todo lo que no le incumbía. Ah, bueno, se había llevado su merecido.

Mademoiselle Blanche permaneció un rato junto a la piscina. Contempló a Eileen Rich sumergiéndose. Después Ann Shapland subió al trampolín y se sumergió también igualmente. Las chicas reían y gritaban.

Sonó una campanilla, y mademoiselle Blanche fue a su clase de párvulos. No prestaban atención y eran insoportables, pero mademoiselle Blanche apenas si se dio cuenta. Pronto habría terminado de dar clase para siempre.

Subió a su habitación a arreglarse para la cena. De una manera vaga, sin apenas darse cuenta, vio que, contrariamente a su costumbre, había arrojado en una butaca del rincón su chaqueta de trabajar en el jardín en lugar de colgarla, como hacía habitualmente.

Se inclinó hada delante, estudiando su cara en el espejo. Se empolvó la cara y se pintó los labios…

El movimiento fue tan rápido que la pilló completamente de sorpresa. Silencioso. Profesional. La chaqueta que estaba encima de la butaca pareció moverse y caer al suelo, y un instante después una mano que agarraba un saco de arena surgió a espaldas de mademoiselle Blanche.

Cuando iba a abrir los labios para gritar, el saco de arena cayó pesadamente detrás de su nuca.

Capítulo XXII

Incidentes en Anatolia

La señora Upjohn estaba sentada al borde de la carretera, desde donde se dominaba una profunda garganta. Hablaba parte en francés y parte valiéndose de la mímica a una mujer turca, corpulenta y maciza, que le estaba contando, con la mayor profusión posible de detalles, bajo estas dificultades en la conversación, todo lo referente a su último parto y cinco abortos. Parecía estar tan satisfecha de éstos como de los nacimientos.

—¿Y usted? —le aguijoneó en el costado a la señora Upjohn, pícaramente—. Combien? Garçons? Filles? Combien? —la turca alzó las manos dispuesta a que se lo indicara valiéndose de los dedos.

Une fille —indicó la señora Upjohn.

Et garçons?

Advirtiendo que estaba a punto de desmerecerse en la apreciación de la mujer turca, la señora Upjohn, en un arranque de nacionalismo, se valió del perjurio y levantó los cinco dedos de su mano derecha.

Cinq —dijo.

Cinq garçons? Tres bien!

La mujer turca inclinó la cabeza en señal de beneplácito y consideración. Agregó que de haberla acompañado una prima suya que hablaba francés con bastante fluidez se podrían haber entendido mutuamente. Entonces sacó a relucir otra vez el tema de su último aborto.

Los otros viajeros estaban desparramados próximos a ella, comiendo unos bocados sobrantes de viandas que sacaban de los cestos que llevaban consigo. El ómnibus, que tenía el aspecto más deplorable debido a tanto baqueteo como había llevado, lo habían parado enfrente de una roca colgante, y el conductor y otros hombres estaban hurgando dentro del capot. La señora Upjohn había perdido por completo la cuenta del tiempo. Las riadas habían bloqueado las carreteras, y se habían visto forzados a hacer varios détours, y, en una ocasión se habían estancado durante siete horas, hasta que descendió la corriente del riachuelo que estaban vadeando. Todo lo que ella sabía era que Ankara estaba en un futuro al que no era del todo imposible llegar. Iba prestando atención a la charla ávida e incoherente de su amiga, tratando de acertar cuando asentir admirablemente y cuando mostrar su conformidad agitando la cabeza.

Una voz atajó sus pensamientos; una voz incongruente en grado sumo con el ambiente que en este momento la rodeaba.

—La señora Upjohn —conjeturó la voz—, supongo.

La señora Upjohn alzó la vista. A corta distancia de ella se había detenido un coche. El hombre que estaba en pie ante ella había, indudablemente, salido de él. Su semblante era inequívocamente británico, al igual que su habla. Estaba impecablemente vestido con un traje de franela gris.

—¡Cielo santo! —exclamó la señora Upjohn—. ¿Es el doctor Livingstone? [9]

—Tienen bastante semejanza aquélla y ésta situación —reconoció el hombre con un tono agradable—. Mi nombre es Howard. Pertenezco al Consulado Británico de Ankara. Llevamos dos o tres días tratando de ponernos en contacto con usted, pero las carreteras han estado interceptadas.

—¿Que querían ponerse ustedes en contacto conmigo? ¿Para qué? —la señora Upjohn se puso en pie instantáneamente. Se había ausentado toda traza de la alegre viajera. Ella era toda una madre; hasta la última partícula de su ser—. ¡Julia! —profirió vivamente—. ¿Le ha pasado algo a Julia?

—No, no —le aseguró el señor Howard—. Julia sigue perfectamente bien. No se trata de ella en absoluto. Es que Meadowbank ha sido centro de confusiones, y es menester que se persone usted allí lo antes posible. Yo la llevaré en mi coche a Ankara, y así podrá coger un avión dentro de una hora aproximadamente.

La señora Upjohn despegó los labios y luego los volvió a juntar. Poco después manifestó:

—Haga el favor de alcanzarme mi bolsa de viaje de lo alto del autobús. Es la azul marino, —se volvió a su compañera turca, le estrechó la mano y le dijo—: Lo siento pero tengo que volver a casa en este momento —hizo un movimiento ondulatorio con la mano al resto de los ocupantes del autobús con la más extremada cordialidad, pronunciando un cumplido turco de despedida que formaba parte de su limitado vocabulario del idioma, y se dispuso a seguir al señor Howard inmediatamente, sin formular más preguntas. Éste advirtió, como ya antes lo habían hecho otras muchas personas, que la señora Upjohn era una mujer sensata.