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—No me convence la idea de huir —dijo Alí sinceramente—. Pero ni mucho menos quiero ser un mártir y que me descuartice la canalla.

Se quedó silencioso unos instantes.

—Está bien —consintió finalmente exhalando un suspiro—. Haremos la tentativa. ¿Cuándo?

Bob se encogió de hombros.

—Mientras más pronto, mejor. Tienes que llegar al campo de aviación de una manera natural. ¿Qué te parece decir que vas a inspeccionar las obras de construcción de la nueva carretera en Al Jasar? Un antojo repentino. Ve a primera hora de la tarde. Entonces, cuando tu coche pase por el campo de aviación, detente allí. Yo tendré la avioneta dispuesta y todo previsto. El pretexto será que vas a ir a inspeccionar la construcción de la carretera desde lo alto, ¿comprendes? Despegamos y nos quitamos de en medio. Ni que decir tiene que no podremos llevar equipaje alguno. Tiene que parecer todo completamente improvisado.

—No hay nada que desee llevarme conmigo, a excepción de una cosa…

Sonrió, y súbitamente, la sonrisa alteró la expresión de su rostro, imprimiendo una personalidad diferente. Dejo de ser el moderno y concienzudo joven de ideas Occidentales. En su sonrisa se vislumbraban todo el artificio y la astucia de raza que habían permitido sobrevivir a una larga fila de antepasados suyos.

—Tú eres mi amigo, Bob. Mira aquí…

Se metió la mano por dentro de la camisa, y palpó hasta que consiguió extraer una bolsita de ante que alargó a Bob.

—¿Qué es esto? —Bob frunció el ceño, quedándose perplejo.

Alí la atrajo hacia sí nuevamente, la desató y vació su contenido encima de la mesa.

Bob contuvo la respiración por un momento, expulsando en seguida el aliento de un tenue silbido:

—¡Santo Dios! ¿Son legítimas?

Esta pregunta pareció hacerle gracia a Alí.

—¡Pues claro que lo son! La mayoría de ellas pertenecieron a mi madre. Todos los años adquiría piedras nuevas. Yo también lo he seguido haciendo. Proceden de muchos lugares diferentes, y fueron compradas por nuestra familia por hombres en quienes podíamos confiar. Se adquirieron en Londres, Calcuta, Transvaal… Es tradición familiar llevarlas encima en caso de emergencia —y hablando en tono más positivo aseveró—: Están tasadas al cambio actual en tres cuartos de millón de libras aproximadamente.

—¡Tres cuartos de millón de libras! —dejando escapar un silbido, Bob cogió las piedras y las dejo correr entre sus dedos—. ¡Son fantásticas! Igual que un cuento de hadas. Le transforman a uno.

—Sí —asintió el atezado joven. De nuevo apareció en su rostro aquella milenaria expresión abrumada—. Los hombres se vuelven otros cuando hay joyas de por medio. Son cosas que siempre dejan tras sí un rastro de violencias: muertes, derramamientos de sangre, asesinatos. Las mujeres se vuelven aún peores. Porque las mujeres no consideran solamente el valor de las joyas, sino algo relacionado con las joyas mismas en sí. Ellas pierden la cabeza por unas joyas bonitas. Desean pasearlas, llevarlas colgadas alrededor del cuello, sobre el pecho. Yo no confiaría éstas a ninguna mujer. Pero voy a confiártelas a ti.

—¿A mí? —Bob le miró de hito en hito.

—Sí. No quiero que caigan en manos de mis enemigos. Ignoro cuándo tendrá lugar el alzamiento en contra mía. Puede que esté urdido para hoy mismo. Tal vez no viva ya esta tarde para poder llegar al campo de aviación. Hazte cargo de las piedras y procede en todo como mejor te parezca.

—Pero, mira…, yo no entiendo. ¿Qué es lo que tengo que hacer con ellas?

—Ingéniatelas para conseguir que salgan del país de una manera segura —indicó Alí, fijando plácidamente su mirada en su conturbado amigo.

—¿Quieres decir que prefieres que las lleve yo encima en vez de llevarlas tú?

—Quede así. Pero, en realidad, creo que serías capaz de discurrir algún plan ingenioso para hacerlas llegar a Europa.

—Pero escucha, Alí: no se me ocurre la menor idea de cómo hacer semejante cosa.

Alí se recostó en el diván. Sonreía tranquilamente con un aire divertido.

—Tienes sentido común. Y eres honrado. Y recuerdo que en los días en que fuimos compañeros de fatigas, tenías para todo una ocurrencia ingeniosa. Te daré el nombre y dirección de un individuo que se encarga de gestionarme estos asuntos… Esto es, por si acaso yo no sobreviviera. No pongas esa cara de angustia, Bob. Hazlo como mejor puedas. Es todo lo que te pido. No te culparé si fracasas. Será la voluntad de Alá. En cuanto a mí se refiere, es muy sencillo. No quiero que me roben esas piedras de mi cadáver. Por lo demás… —se encogió de hombros—. Ya te lo he dicho: todo saldrá según la voluntad de Alá.

—¡Estás chiflado!

—No. Soy fatalista. Eso es todo.

—Atiende, Alí. Acabas de decir que soy honrado. Pero tres cuartos de millón…, ¿crees que podrían minar la honradez del hombre más íntegro?

Alí Yusuf dedicó a su amigo una mirada de afecto.

—Así y todo —concluyó—, no tengo, por ese motivo, recelo alguno.

Capítulo II

La mujer del balcón

1

Al tiempo que Bob Rawlinson se alejaba a lo largo de las galerías de mármol del palacio, en las que resonaba el eco de sus pisadas, se dio cuenta de que en su vida se había sentido tan desdichado. El saber que llevaba tres cuartos de millón de libras en el bolsillo del pantalón le causaba un intenso malestar. Le daba la sensación de que todos los oficiales del palacio con quienes se encontraba tuvieran conocimiento del hecho. Llegaba incluso a sentir que el estar enterado de la valiosa carga que portaba consigo, tenía que salirle a la cara. Hubiera experimentado un gran alivio al constatar que sus facciones pecosas mostraban su habitual expresión animada de buen natural.

Los centinelas de la entrada le presentaron armas chocando los talones. Bob bajó por la atestada calle principal de Ramat, con la mente todavía ofuscada. ¿Hacia dónde se encaminaba? ¿Qué planearía? No tenía la menor idea. Y el tiempo apremiaba.

La calle principal era parecida a la inmensa mayoría de las calles principales en Oriente Medio. Era una mezcla de inmundicia y esplendor. Los Bancos recién construidos, se erguían ostentosos de su magnificencia. Una innumerable cantidad de bazares presentaban sus colecciones de baratijas de plástico. Polainas de punto para bebés y encendedores de pacotilla eran puestos de manifiesto en inverosímil yuxtaposición. Había máquinas de coser y piezas de recambio para automóviles; las farmacias exponían sus específicos de elaboración casera, rodeados de moscas, y grandes anuncios de penicilina en todas sus clases y antibióticos en gran abundancia. En muy pocas tiendas había algo que normalmente apeteciera comprar, con la posible excepción de los últimos modelos de relojes suizos, que se exhibían amontonados por centenares en un escaparate diminuto. El surtido era tan inmenso, que incluso en éstas, el presunto comprador habría desistido de adquirir nada, ofuscado por tan enorme revoltijo.

Bob caminaba todavía, experimentando una especie de estupor, casi empellado entre seres vestidos con trajes indígenas o europeos.

Haciendo un acopio de fuerzas para reconcentrarse en sí, se interrogó de nuevo adonde demonios encaminaría sus pasos.

Se metió en un café nativo y pidió un té con limón. Al sorberlo empezó a reanimarse poco a poco. La atmósfera del establecimiento era confortadora. Sentado en una mesa frente a él, un árabe de edad avanzada se entretenía en pasar una sarta de cuentas de ámbar que producía su ruidito característico al chocar unas con otras. A su espalda, dos hombres jugaban una partida de tric trac. Era un sitio a propósito para sentarse a meditar.