—Será el mejor colegio de Inglaterra —pronosticó Eileen Rich, entusiasmada.
—Así lo creo yo —convino la señorita Bulstrode—. Y Eileen, yo, en su lugar, me cortaría y arreglaría el pelo de un modo más conveniente. Da la impresión de que no se las ingenia usted para hacerse ese rodete. Y ahora —terminó— debo ir a ver a Chaddy.
Entró en el cuarto de aquélla, y se dirigió hacia la cama. La señorita Chadwick estaba acostada, inmóvil y muy pálida. Tenía la cara exangüe y se advertía que la vida se le escapaba por momentos. Un policía estaba sentado cerca de la señora Chadwick con un bloc de notas y al otro lado de la cama se sentaba la señorita Johnson; ésta miró a la señorita Bulstrode y movió suavemente la cabeza.
—Hola, Chaddy —dijo la señorita Bulstrode. Tomó la fláccida mano en la suya. La señorita Chadwick entonces abrió los ojos.
—Quiero decirle —declaró— que Eleanor… fue… fui yo.
—Sí, querida, ya lo sé —afirmó la señorita Bulstrode.
—Tenía envidia —confesó a continuación la señorita Chadwick—. Quería…
—Lo sé —replicó la señorita Bulstrode.
Las lágrimas corrían lentamente por la mejilla de la señorita Chadwick.
—¡Es tan espantoso!… Yo no me proponía hacerlo… ¡Yo no sé cómo llegué a hacer semejante cosa!…
—No piense mas en ello… —le aconsejó la señorita Bulstrode.
—Pero no puedo… usted nunca… yo nunca podré perdonármelo…
La señorita Bulstrode le apretó la mano un poco más fuertemente.
—Escuche, querida —le dijo—. Salvó mi vida, ya lo sabe. Mi vida y la de esa simpática mujer, la señora Upjohn. Eso dice mucho en su favor, ¿no?
—Solamente desearía —manifestó la señorita Chadwick— haber podido dar mi vida por ustedes dos. Eso lo hubiera solucionado todo perfectamente…
La señorita Bulstrode la miró con gran compasión. La señorita Chadwick exhaló un profundo suspiro, y después moviendo la cabeza lentamente hacia un lado, expiró.
—Ya dio usted su vida, querida —susurró la señorita Bulstrode—. Espero que se dé cuenta de ello… ahora.
Capítulo XXV
Legado
1
—Un tal señor Atkinson viene a verle, señor.
—¡Ajá! —exclamó Hércules Poirot. Alargó la mano y cogió una carta del escritorio que tenía delante de él. La miró con previsión—. Hágalo pasar, George —dijo. La carta consistía solamente en unas cuantas líneas.
«Querido Poirot:
»Puede que vaya a visitarle un tal Atkinson en un futuro muy próximo. Es una personalidad eminente en ciertos círculos. Hay gran demanda de tales hombres en nuestro mundo moderno… Creo, si me está permitido decirlo así, que este caso está del lado de los ángeles. Ésta es solo una recomendación en el supuesto de que llegara a dudar. Desde luego, y subrayo esto, no tenemos ni idea en cuanto al asunto sobre el que él quiere consultarle a usted…
»Siempre suyo,
Ephraim Pikeaway».
Poirot soltó la carta y se levantó al entrar en la habitación el señor Atkinson. Hizo una inclinación de cabeza, se estrecharon la mano y le indicó una silla.
El señor Atkinson se sentó, sacó un pañuelo y se enjugó su amplio y amarillento rostro. Comentó que hacía un día muy caluroso.
—Supongo que no habrá venido usted andando con esta temperatura…
Poirot pareció horrorizarse ante este mero pensamiento.
Por una natural asociación de ideas se llevó los dedos al mostacho. No advirtió que estuviera lacio.
El señor Atkinson pareció igualmente horrorizado.
—No, no; claro que no. He venido en mi «Rolls». Pero estas aglomeraciones del tráfico a veces le hacen esperar a uno hasta media hora.
Poirot meneó la cabeza, asintiendo con comprensión.
Hubo una pausa… La pausa que sucede a la parte inicial de una conversación antes de emprender la segunda.
—Me interesó mucho cuando me enteré… claro que uno se entera de tantas cosas… la mayoría de ellas de todo punto inciertas… que usted se ocupó de los asuntos de un colegio de señoritas.
—¡Ah! —exclamó Poirot—. ¡Eso!…
Se retrepó en su sillón.
—Meadowbank —dijo el señor Atkinson, reflexivamente—. Uno de los principales colegios de Inglaterra.
—Es un internado magnífico.
—¿Lo es o lo era?
—Espero que lo primero.
—Yo también lo espero así —repuso el señor Atkinson—. Creo que el runrún durará poco. ¡Ah, bueno! Uno tiene que hacer lo que pueda. Un pequeño apoyo financiero para superar las dificultades durante un cierto período de depresión inevitable. Un plantel de nuevas alumnas cuidadosamente seleccionadas. No carezco de influencia en determinados círculos europeos.
—Yo, también, por mi parte me he dirigido persuasivo a diversas esferas. Sí, como usted asegura, podemos superar las dificultades. Por fortuna, la memoria de la gente es muy limitada.
—En eso es en lo que confío. Pero hay que admitir que allí han tenido lugar acontecimientos que han podido muy bien poner a prueba el sistema nervioso de madres apasionadas… y también de los padres. La instructora de deportes, la profesora de francés y otra más todavía… todas asesinadas.
—Exactamente.
—Me he enterado —le comunicó el señor Atkinson—. (¡Uno oye tantas cosas!), que la desdichada joven responsable ha padecido de fobia contra las maestras desde su adolescencia. Una desventurada niñez en el colegio. Los psiquiatras tienen para entretenerse con eso. Tratarán al menos de conseguir del jurado un veredicto de responsabilidad atenuada, como hoy en día la llaman.
—Esa defensa parecía ser la mejor —observó Poirot—, pero usted me perdonará si le digo que espero que no tenga éxito.
—Estoy totalmente de acuerdo con usted. Una asesina a sangre fría de marca mayor. Pero sacarán a relucir sus excelentes referencias, labor como secretaria de varios personajes muy conocidos, su hoja de servicios durante la guerra…, muy distinguida según tengo entendido… contraespionaje…
Dejó escapar las últimas palabras con una cierta significación…, con una insinuación interrogativa en el tono de su voz.
—Valía mucho, según creo —dijo con más animación—. Tan joven, pero bastante destacada…, de gran utilidad a ambas partes… Ese fue su oficio… Debió haberse limitado a él. Pero yo me hago cargo de lo que es una tentación… Operar aisladamente y coger una buena presa, —agregó bajito—: Una buena presa.
Poirot asintió.
El señor Atkinson se inclinó hacia delante.
—¿Dónde están, monsieur Poirot?
—Yo creo que usted lo sabe.
—Bueno, francamente, sí lo sé. Los bancos son establecimientos muy útiles, ¿no le parece?
Poirot sonrió y el señor Atkinson añadió:
—No tenemos por qué darle más vueltas al asunto, ¿verdad, mi querido amigo? ¿Qué va usted a hacer con ellas?
—He estado esperando.
—¿Esperando qué?
—Digamos… sugerencias.
—Sí, me hago cargo.
—Comprenda que no me pertenecen. Me gustaría hacerle entrega de ellas a la persona propietaria de ellas. Pero eso, si aprecio la situación correctamente, no es tan sencillo.
—Los gobiernos se encuentran en una posición tan enrevesada… —acertó el señor Atkinson—. Vulnerable, por decirlo así. Y con el petróleo y el acero y el uranio y el cobalto y todo el resto de ello las relaciones extranjeras son una cuestión de la más extrema delicadeza. Lo importante es el poder decir que el gobierno de su majestad, etc., etc., no tiene en absoluto ninguna información al respecto.