—Pero yo no puedo conservar este importante depósito en mi banco indefinidamente.
—Exactamente. Éste es el porqué de haber venido a proponerle que me las debería confiar a mí.
—¡Ah! —exclamó Poirot—. ¿Por qué?
—Puedo darle a usted varias razones excelentes. Estas joyas…, afortunadamente no somos oficiales de la policía y podemos llamar a las cosas por su verdadero nombre, eran incuestionablemente fortuna personal del difunto príncipe Alí Yusuf.
—Tengo entendido que así es.
—Su Alteza las entregó al capitán Robert Rawlinson con ciertas instrucciones. Tenían que sacarse de Ramat, y entregárseme a mí.
—¿Tiene usted prueba de ello?
—Ciertamente.
El señor Atkinson sacó de su bolsillo un sobre entrelargo. Extrajo varios papeles de él. Los puso encima de la mesa a la vista de Poirot.
Poirot se inclinó sobre los papeles y los examinó con el mayor cuidado.
—Parece ser como usted dice.
—Bueno, en ese caso…
—¿Le importaría que le hiciera una pregunta?
—De ninguna manera.
—¿Qué fruto es el que saca usted personalmente de todo esto?
El señor Atkinson pareció sorprenderse.
—Mi querido amigo… dinero. Dinero, desde luego. Una enorme cantidad de dinero.
Poirot le miró pensativamente.
—Es un tráfico muy antiguo —explicó el señor Atkinson—. Y muy lucrativo. Estamos una gran cantidad de ellos, una red extendida por todo el globo. Somos, ¿cómo diría? los que disponemos todo entre bastidores. Para reyes, para presidentes, para políticos, para todos aquellos, en una palabra, sobre quienes, como dijo el poeta, cae de lleno la implacable luz del sol de mediodía. Cooperamos unos con otros y tenga en cuenta esto: nos conservamos la fe recíprocamente. Nuestros beneficios son cuantiosos, pero procedemos con honradez. Nuestros servicios son onerosos pero servimos satisfactoriamente.
—Ya veo —dijo Poirot—. ¡Eh bien! Accedo a lo que me pide. Puedo asegurarle que esta decisión contentará a todos ellos.
Los ojos del señor Atkinson se fijaron durante un instante en la carta del coronel Pikeaway que estaba colocada a mano derecha de Poirot.
—Pero, espere un momento —advirtió Poirot—. Yo soy humano. Tengo curiosidad. ¿Qué va a hacer con estas joyas?
El señor Atkinson le miró. Luego en su amplia faz amarillenta se replegó una sonrisa, y se inclinó hacia delante.
—Se lo voy a decir.
Se lo contó.
2
Los niños estaban jugando calle arriba y calle abajo. Sus broncos chillidos henchían la atmósfera. El señor Atkinson, al apearse pesadamente de su «Rolls», fue cañoneado por uno de ellos. El señor Atkinson apartó al pequeño con un movimiento nada severo de su mano y se fijó con más o menos detenimiento en el número de la casa.
El 15. Ese era. Empujó la pequeña verja de la entrada y subió los tres peldaños que daban acceso a la puerta principal. Observó que colgaban primorosos visillos detrás de las ventanas y que estaba muy bien lustrado el aldabón de bronce. Una casita casi insignificante en una callecita insignificante de una insignificante parte de Londres, pero estaba bien cuidada y parecía como si tuviera consciencia de su propia estimación.
Se abrió la puerta. Una joven de unos veinticinco años de agradable aspecto, con un estilo de serena belleza como un cromo de la tapa de una cajita de bombones, le dio la bienvenida con una sonrisa.
—¿El señor Atkinson? Pase.
Le condujo a la salita. Un aparato de televisión, cretonas imitando dibujos de la época de los Estuardo y una pequeña pianola contra una pared. Ella tenía puesta una falda oscura y un jersey de color gris.
—¿Tomará una taza de té? Tengo en el fuego puesta agua a hervir.
—No, gracias. Nunca bebo té. Y además, voy a estar aquí nada más que un ratito. He venido solamente para traerle lo que le dije por escrito.
—¿De Alí?
—Sí.
—No hay…, ¿no podría haber ninguna esperanza? Me refiero a que si es un hecho que lo mataron. ¿No podría tratarse de un error?
—Me temo que no fuera ningún error —repuso suavemente el señor Atkinson.
—No, no; supongo que no. De todos modos yo nunca esperé… Cuando él regresó a su país tuve el presentimiento de que ya jamás lo volvería a ver. No quiero decir que creyera que lo iban a matar o que iba a haber una revolución allí. Sólo que…, bueno, ya sabe usted… Él habría tenido que continuar, cumplir con sus deberes…, lo que se esperaba de él. Casarse con una mujer de su propio pueblo… Todo eso.
El señor Atkinson sacó un paquetito y lo puso encima de la mesa.
—Ábralo, por favor.
Lo estuvo palpando un poco con los dedos, rasgó la envoltura exterior y entonces abrió la funda.
Ella contuvo la respiración ansiosamente.
Rojas, azules, verdes, blancas, todas centelleantes como el fuego, con vida propia… Parecían transformar el pequeño cuartito tan sombrío en la cueva de Aladino…
El señor Atkinson la observaba. Había visto tantas mujeres contemplando joyas…
Al final dijo con voz desalentada:
—¿Son…? ¿Es posible que sean… legítimas?
—Son legítimas.
—Pero deben valer… Deben valer…
Su imaginación falló.
El señor Atkinson hizo un breve movimiento de cabeza.
—Si desea venderlas, puede probablemente sacar medio millón de libras por ellas…
—No…, no es posible.
De repente las abarcó todas ellas en su mano ahuecada y las empaquetó de nuevo con dedos temblorosos.
—Estoy atemorizada —manifestó—. Me amedrentan. ¿Qué voy a hacer con ellas?
La puerta se abrió con gran estrépito. Un niño pequeño se precipitó en el interior.
—Mamaíta, fíjate qué tanque más bonito. Es de Billy que…
Se detuvo mirando fijamente al señor Atkinson. Era un niño de ojos oscuros y de piel verde oliva.
Su madre le ordenó:
—Vete a la cocina, Allen; allí tienes tu merienda preparada. Leche, galletas y un buen trozo de bizcocho también.
—¡Ah, bueno! —se marchó ruidosamente.
—¿Le ha puesto usted Allen? —preguntó el señor Atkinson.
Ella se sonrojó.
—Era el nombre más parecido al de Alí. No podría llamarle Alí… Hubiera sido muy penoso para él. Y los vecinos y todo el mundo…
Ella prosiguió, ensombreciéndose notoriamente su cara de nuevo.
—¿Qué debo hacer?
—En primer lugar, ¿tiene usted su certificado de matrimonio? Habrá de acreditar ser usted la persona que dice que es.
Ella se le quedó mirando fijamente durante un instante, y después se dirigió hacia un pequeño bureau. De uno de los cajones sacó un sobre, y de él extrajo un papel que le presentó.
—¡Aja!… Sí… Del Registro Civil de Edmondstow. Alí Yusuf, estudiante… Alice Calder…, soltera… Sí, todo en orden.
—Es perfectamente legal… Tan válido como cualquier otro y nadie pensó en quién era él. Hay tantos de estos musulmanes entre los estudiantes extranjeros, ¿sabe? Nosotros sabíamos que lo nuestro no iba a llegar muy lejos. Él era musulmán y podía tener más de una esposa, y comprendía que tenía que volver precisamente para eso. Hablamos de ello. Pero Allen ya estaba de camino, ¿sabe usted?, y él dijo que esto sería lo más conveniente para el niño. Nos casamos debidamente en este país para que Allen naciera legítimo. Fue lo mejor que pudo hacer conmigo. Me quería de veras, ¿sabe usted? Me quería, sí…
—Sí —dijo el señor Atkinson—. Estoy seguro de que la quería mucho.
Prosiguió animadamente:
—Ahora supongamos que se pone usted en mis manos. Yo me encargaré de la venta de estas piedras. Y le dejaré la dirección de un abogado, un gran jurista merecedor de la más absoluta confianza. Le aconsejará, supongo, que coloque la mayor parte del dinero en acciones. También habrá otras cosas que considerar, como la educación de su hijo, y una nueva vida para usted. Usted necesita ciertas informaciones y ciertas guías sociales. Usted va a ser una mujer inmensamente rica, y le será muy difícil deshacerse de todos los tiburones, embaucadores y demás gentes de esa ralea que le acosarán con la pretensión de sorprender su buena fe. Su vida no va a ser fácil, excepto en el sentido estrictamente material. Los ricos no tienen una existencia tranquila, se lo puedo asegurar… He conocido demasiados de ellos para hacerme esa ilusión. Pero usted tiene carácter. Creo que conseguirá vencerles. Y este niño suyo puede que llegue a ser un hombre más feliz de lo que fue su padre.